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Había esperado dos días seguidos jugando ajedrez con mi otro yo uruguayo, cuando escuché detrás de mí un susurro de mujer. Yo estaba sentado, y ella se había arrodillado en el escaño detrás de mí, de modo que me hablaba casi en el oído.

– No mire ni diga nada -me dijo, con voz de confesionario-, apréndase de memoria el número de teléfono y el santo y seña que le voy a dar, y no salga de la iglesia antes de quince minutos después que yo.

Sólo cuando se levantó y se dirigió al altar mayor me di cuenta de que era una monja joven y muy bella. Lo único que tuve que memorizar fue el santo y seña, porque el número del teléfono lo marqué con los peones en el tablero. Se suponía que ese era el camino que me llevaría hasta el General Electric. Sin embargo, ya las cartas parecían echadas de un modo distinto. En los días siguientes llamé sin falta y con una ansiedad creciente al número indicado, y siempre obtuve la misma respuesta: “Mañana”.

¿Quién entiende a la policía?

Cuando menos lo esperaba, Jean Claude me sorprendió con una mala noticia. De acuerdo con un despacho de la France Press, fechado en Santiago la semana anterior y publicado en París, tres miembros de un equipo italiano de cine que trabajaba en Chile en condiciones inciertas habían sido detenidos por la policía cuando filmaban sin permiso en la población de La Legua.

Franquie pensaba que habíamos tocado fondo. Yo traté de tomarlo con más calma. Jean Claude no sabía que hubiera otros equipos distintos del suyo trabajando conmigo, así como los otros no sabían que hubiera un equipo francés, y su alarma era más bien por analogía: si alguien en las mismas condiciones que él había sido detenido, también él corría el riesgo de serlo. Traté de calmarlo.

– No te preocupes -le dije-, esto no tiene nada que ver con nosotros.

Tan pronto como me dejó solo fui a buscar a los italianos y los encontré sanos y salvos donde debían estar. Grazia había regresado de Europa y ya estaba incorporada al equipo. Sin embargo, Ugo me confirmó que el cable se había publicado también en Italia, aunque la agencia italiana lo había desmentido. Lo malo era que la falsa noticia se refería a ellos con sus nombres, y se había divulgado con gran rapidez. Esto no era raro. Santiago bajo la dictadura es un enjambre de rumores. Nacen, se reproducen y se desvanecen con una profusión asombrosa varias veces al día, pero en el fondo tienen siempre un fundamento de verdad. La noticia sobre los italianos no fue una excepción. Tanto se estaba hablando de ella la noche anterior en una recepción de la embajada italiana, que cuando entraron los miembros del equipo fueron recibidos por nadie menos que el Jefe de la Dirección General de Comunicaciones (DINACO), quien dijo para que lo oyeran todos los invitados:

– ¿Ven? Aquí tienen ustedes a nuestros tres presos.

Grazia tuvo la impresión, antes de conocer la existencia del cable, de que los estaban siguiendo. Por último, al llegar al hotel después de la fiesta en la embajada, les pareció que alguien había revuelto las maletas y los papeles de sus cuartos, pero no hacía falta nada. Pudo haber sido una ilusión causada por el sobresalto, pero también podía ser un allanamiento de advertencia. En todo caso, había razones para creer que algo real estaba ocurriendo.

Esa noche la pasé en claro, escribiendo una carta al presidente de la Corte Suprema de Justicia, en la cual denunciaba mi repatriación clandestina, para tenerla lista en caso de que me capturaran. No fue una inspiración súbita, sino el resultado de una lenta reflexión que iba haciéndose más apremiante a medida que se estrechaba el círculo. Al principio la concebí como una sola frase dramática, como los mensajes que los náufragos tiraban en el mar den

tro de una botella. Pero en el momento de escribirla me di cuenta de que necesitaba darle a mi acción una justificación política y humana, porque en cierto modo debía expresar el sentir de miles y miles de chilenos que sobrellevaban como yo la peste del destierro. Empecé muchas veces, rompí muchas hojas de arrepentimiento, encerrado en un sombrío cuarto de hotel que era de todos modos un cuarto de exiliado dentro de mi propia tierra. Cuando terminé, hacía rato que las campanas de las iglesias llamando a misa habían hecho polvo el silencio de la queda, y las primeras luces se asomaban a duras penas a través de las brumas de aquel otoño inolvidable.

9 – Ni mi madre me reconoce

En realidad había motivos de sobra para temer que la policía tuviera noticia de mi presencia en Chile, y de la clase de trabajo que estábamos haciendo. Llevábamos casi un mes en Santiago, los equipos habían sido vistos en público más de lo que convenía, habíamos hecho contacto con gentes muy diversas, y muchas personas sabían que era yo quien dirigía la película. Estaba tan familiarizado con mi nueva identidad, que se me olvidaba hablar en uruguayo, y en la vida real ya no me comportaba como un clandestino demasiado riguroso.

Al principio, las reuniones se hacían en automóviles sin rumbo que solíamos cambiar cada cuatro o cinco cuadras, por toda la ciudad, y era un método tan complicado que a veces incurríamos en riesgos peores que los que tratábamos de evitar. Una noche, en efecto, descendí de un automóvil en la esquina de Providencia y Los Leones donde debía recogerme cinco minutos después un Renault 12 de color azul, y con un cartón de la Sociedad Protectora de Animales en el parabrisas. Llegó tan puntual, tan Renault 12 y tan azul brillante, que ni siquiera me fijé si llevaba el letrero, sino que subí en la parte posterior, donde iba una mujer bañada en joyas, de edad madura pero todavía muy bella, con un perfume provocador y un abrigo de visón rosado que debía costar dos o tres veces más que el automóvil. Un ejemplar inconfundible, aunque no muy común, del barrio alto de Santiago. Al verme entrar se quedó con la boca abierta de espanto, pero yo me apresuré a calmarla con el santo y seña:

– ¿Dónde puedo comprar un paraguas a esta hora?

El chofer de uniforme se volvió hacia mí y soltó un ladrido:

– Bájese, o llamo a la policía.

Me di cuenta con un golpe de vista que el cartón con el letrero no estaba en el parabrisas y sentí en el estómago el dolor del ridículo. “Perdón -dije-, me equivoqué de automóvil”. Pero ya la mujer había recobrado el dominio. Me retuvo por el brazo, y apaciguó al chofer con una dulce voz de soprano.

– ¿Estarán abiertos todavía los almacenes París? -le preguntó.

El chofer pensaba que sí, de modo que ella se empecinó en llevarme para que comprara el paraguas. Además de bella era graciosa y cálida, y daban ganas de olvidarse por una noche de la represión, de la política, del arte, para quedarse con ella en aquel ámbito saturado de su intimidad. Me dejó en la puerta de los almacenes París, y todavía se excusó de no acompañarme a buscar el paraguas, porque llevaba casi media hora de retraso para recoger a su esposo y asistir al concierto de un pianista de fama mundial cuyo nombre he olvidado.

Eran los riesgos de la costumbre. Cada vez usábamos menos frases crípticas de identificación en los encuentros clandestinos. Nos hacíamos amigos de los emisarios desde el primer saludo, y no íbamos directo al asunto sino que nos demorábamos comentando la situación política, hablábamos de novedades de cine y literatura, de amigos comunes a quienes yo quería ver a pesar de las advertencias que me habían hecho contra esa tentación. Tal vez para subrayar su inocencia, un emisario llegó a la cita con uno de sus niños, y éste me preguntó atragantándose de emoción: “Tú eres el que está haciendo una película sobre Supermán?”.