Así empecé a entender que se pudiera vivir escondido en Chile, como tantos centenares de exiliados que habían vuelto de incógnito y vivían su vida cotidiana, sin la tensión que yo sentía al principio. Tanto, que de no haber sido por el compromiso de la película, que no era sólo con mi país y mis amigos, sino también conmigo mismo, habría cambiado de oficio y de medio social, y me habría quedado viviendo en Santiago con mi cara de siempre.
Pero un mínimo de prudencia obligaba a actuar de otro modo, ante la sospecha de que la policía nos seguía los pasos. Todavía nos quedaba pendiente la filmación dentro del Palacio de la Moneda, cuya autorización sufría aplazamientos sucesivos e incomprensibles, nos quedaban pendientes las filmaciones de Puerto Montt y el Valle Central, y la posibilidad inimaginable de entrevistar al General Electric. Por otra parte, la filmación en el Valle Central quería hacerla yo mismo, por ser la región donde nací y viví hasta la adolescencia. Mi madre seguía viviendo allí, en la pobre aldea de Palmilla, pero me habían hecho la advertencia terminante de no tratar de verla en este viaje por razones primarias de seguridad.
Lo primero que hice fue reorganizar el trabajo de los equipos extranjeros, de modo que pudieran terminar con el mínimo de riesgos lo más pronto posible para volver de inmediato a sus países. Sólo los italianos permanecerían en Santiago, para acompañarnos en la filmación de La Moneda. El francés volvería a París tan pronto como se filmara “la marcha del hambre”, anunciada para los próximos días.
El equipo holandés me esperaba en Puerto Montt, para filmar juntos hasta muy cerca del Círculo Polar, y abandonar después el país hacia la Argentina por el paso fronterizo de Bariloche. En el momento en que salieran los tres equipos, el ochenta por ciento de la película estaría hecho, y el material a buen recaudo revelándose en Madrid. La Ely había estado cumpliendo una tarea tan eficaz, que cuando llegué a España encontré la película lista para el montaje.
“Littín vino, filmó y se fue”
Ante las circunstancias inciertas de aquellos días, lo más aconsejable parecía ser que Franquie y yo hiciéramos una salida falsa del país, para después entrar de nuevo con mayores precauciones. El viaje a Puerto Montt me daba una oportunidad preciosa, pues era tan fácil hacerlo por la Argentina como por Chile. Así fue. Le pedí al equipo holandés que me esperara allí, cité a uno de los equipos chilenos para tres días después en el Valle de Colchagua, al centro del país, y me fui con Franquie por avión a Buenos Aires. Pocas horas antes llamé a la revista Análisis, sin identificarme de antemano, y le concedí a la periodista Patricia Collier una extensa entrevista sobre mi paso clandestino por Santiago. Dos días después de mi salida, en efecto, la entrevista se publicó con mi foto en la portada, y con un título que tenía una gotita de burla romana: “Littín vino, filmó y se fue”.
Para que todo fuera aún más realista, Clemencia Isaura nos llevó a Franquie y a mí al aeropuerto de Pudahuel, manejando su propio coche, y nos despidió con besos y lágrimas de buen teatro. Fue así como salimos de la manera más ostensible, pero vigilados de cerca por los servicios de seguridad de la resistencia que darían la voz de alarma si fuéramos detenidos. Esto nos permitió saber, en primer término, que no estábamos fichados en el aeropuerto, y también nos permitió dejar un registro de salida para que, en caso de una investigación tardía, la policía creyera que habíamos abandonado el país.
En Buenos Aires me identifiqué con mi pasaporte legítimo, para no cometer un acto ilegal en un país amigo. Sin embargo, en el momento de presentarlo en la ventanilla de inmigración, me di cuenta de un problema imprevisto: la foto de mi documento auténtico, tomada antes de mi transformación, se parecía muy poco a mí. Era difícil reconocerme con las cejas depiladas, la calvicie más amplia, los lentes de aumento. Me habían advertido a tiempo, además, de que era tan difícil asumir una personalidad distinta como recuperar después la propia, pero cuando más necesitaba tenerlo en cuenta lo olvidé por completo. Por fortuna, el controlador de Buenos Aires no me miró la cara, y así sobreviví al drama silencioso de no poder ser yo ni siquiera cuando en realidad lo era.
Franquie, desde Buenos Aires, debía coordinar con la Ely por teléfono muchos pormenores del trabajo restante, de acuerdo con mis instrucciones, y recoger un dinero que ella había enviado desde Madrid para los gastos finales. De modo que nos separamos allí para encontrarnos de nuevo en Santiago. Yo volé a Mendoza, siempre en territorio argentino, para hacer algunas tomas previstas de la cordillera chilena. Fue muy fácil, pues desde Mendoza se pasa a Chile por un túnel sin controles demasiado severos. Yo pasé a pie, solo y con una cámara ligera de dieciséis milímetros, hice del otro lado lo que tenía que hacer, y volví a salir en un carro de la policía chilena, cuyo conductor se compadeció de un pobre periodista uruguayo que no tenía como regresar a la Argentina.
De Mendoza seguí a Bariloche, otra localidad fronteriza más al sur. Un barco decrépito abarrotado de turistas argentinos, uruguayos, brasileros, y de chilenos que regresaban, nos llevó desde allí hasta la frontera de Chile, a través de un paisaje polar deslumbrante, con inmensos precipicios de hielo y mares tormentosos. El último tramo hasta Puerto Montt fue en un trasbordador de vidrios rotos por donde se metía con aullidos de lobo el viento polar, y no había dónde guarecerse del frío horroroso, ni nada qué comer ni beber: ni un café, ni un vaso de vino, nada. Pero mis cálculos fueron correctos. Si mi salida de Chile había sido registrada por la policía del aeropuerto, a ésta no le era fácil imaginarse que había entrado de nuevo al día siguiente por un punto remoto a mil kilómetros de Santiago.
Poco antes de llegar al puesto de control fronterizo, un empleado del barco recogió no menos de trescientos pasaportes, que apenas fueron mirados por encima, de prisa y sin sellarlos. Salvo los chilenos, que fueron confrontados con la extensa lista de los exiliados que no podían entrar, y que estaba pegada en la pared frente a los ojos de los controladores. Para los otros, y yo entre ellos, el paso de la frontera transcurría sin tropiezos hasta que dos oficiales a los que no reconocí como carabineros chilenos por su atuendo polar, ordenaron abrir las maletas. Me di cuenta de que era una requisa meticulosa, pero no me preocupé, porque estaba seguro de no llevar nada que no correspondiera a mi falsa identidad. Sin embargo, cuando abrí mi maleta saltaron fuera y rodaron por el suelo las numerosas cajetillas vacías de cigarrillos “Gitane”, en muchas de las cuales estaban escritas mis notas de filmación.
Yo había llegado al país con una buena provisión de “Gitane” para dos meses, y no me había atrevido a tirar las cajetillas, que son grandes, de cartón duro y demasiado notorias en Chile, por temor de dejar un rastro fácil para la policía. Las que desocupaba durante el trabajo las guardaba en el bolsillo, y luego las escondía por todas partes, con mayor razón si tenían notas de filmación. Hubo un momento en que aquello parecía una suerte de ilusionismo, pues tenía cajetillas vacías en todos los bolsillos de la ropa colgada en el ropero, debajo del colchón de la cama, en los bolsos de viaje, mientras se me ocurría una forma segura de deshacerme de ellas. Así caí en la angustia tantálica de los presos que cavan un túnel para escapar, y no saben dónde esconder la tierra.
Cada vez que arreglaba la maleta para cambiar de hotel, me preguntaba qué iba a hacer con tantas cajetillas vacías. Por último no se me ocurrió una solución más fácil que llevármelas en la maleta, pues si me sorprendían destruyéndolas podía parecer un acto más sospechoso que la verdad. Pensaba botarlas en la Argentina, pero allí las cosas ocurrieron con tanta rapidez, que ni siquiera. abrí la maleta. Hasta que tuve que hacerlo en la frontera del sur, y vi con pavor el asombro y la desconfianza de los carabineros cuando me apresuré a recoger del suelo el reguero de cajetillas.