Ricardo no creyó, ni cree todavía, que aquello no fuera un plan premeditado. Juro que no lo fue. La verdad es que cuando comprendí que estábamos violando el toque de queda, lo único que se me ocurrió fue escondernos en un atajo hasta el amanecer, pues aún faltaban cuatro controles de carabineros antes de Santiago. Sólo cuando abandonamos la carretera reconocí el camino de tierra de mi infancia, los ladridos de los perros al otro lado del puente, el olor de ceniza de las cocinas apagadas, y no pude reprimir el impulso irreflexivo de darle la sorpresa a mi madre.
“Debes ser un amigo de mis hijos”
La aldea de Palmilla, con sus cuatrocientos habitantes, sigue siendo igual a cuando yo era niño. Mi abuelo paterno -un palestino nacido en Beith Sagur- y mi abuelo materno -el griego Cristos Cucumides- llegaron entre los primeros de una oleada migratoria que se instaló desde principios de siglo alrededor de la estación del ferrocarril. La única importancia que tenía Palmilla en aquel tiempo era que allí terminaba la línea del tren que ahora comunica a Santiago con la costa. De modo que allí trasbordaban los pasajeros y se descargaban los productos que venían del mar o iban para el mar, y esto había fomentado un comercio de paso que le infundió al lugar una prosperidad momentánea. Después, cuando se prolongó el ferrocarril hasta el mar, la estación se mantuvo como una parada obligatoria para echarle agua a las locomotoras, durante diez minutos que muchas veces se prolongaban hasta un día entero, y los trenes pasaban pitando por la casa de Matilde -mi abuela árabe- para anunciar la llegada. Pero la aldea no fue nunca nada más de lo que es ahora: una calle larga con algunas casas dispersas y un camino con menos casas que la calle.
Más abajo hay un lugar que se llama La Calera, famosa porque cada familia fabrica un vino excelente que le dan a probar a todo el que pasa, para que diga cuál es el mejor. Fue así como La Calera se convirtió en una época en el
paraíso de los borrachos de todo el país.
Matilde llevó a Palmilla las primeras revistas ilustradas, por las cuales tuvo siempre una afición insaciable, y prestaba el huerto de enfrente para los circos, los teatros ambulantes y los titiriteros.
Fue allí donde se proyectaban también las pocas películas que pasaban de vez en cuando por aquellos andurriales, y donde se me reveló la vocación desde que vi la primera, a los cinco años, sentado en las rodillas de la abuela. Era Genoveva de Bravante, y el recuerdo que conservo de ella es más bien de pavor, pues habían de pasar muchos años antes de que entendiera cómo era que galopaban los caballos y se asomaban aquellas caras enormes en una sábana colgada en medio de los árboles.
La casa donde llegamos Ricardo y yo aquella noche era la del abuelo griego, donde ahora vive mi madre, Cristina Cucumides, y donde viví hasta la adolescencia. Fue construida en el año cero, y conserva aún el estilo tradicional del campo chileno, con corredores largos, pasadizos sombríos, habitaciones laberínticas, cocinas enormes, y más allá el establo y los potreros. El lugar donde está se llama Los Naranjos, y se siente de veras un olor inmóvil de naranjas agrias, y hay una fronda de bugambilias y toda clase de flores luminosas.
La emoción de encontrarme allí fue tan intensa, que me bajé del carro antes de que frenara. Entré por los pasillos desiertos, crucé el patio en tinieblas, y el único que salió a recibirme fue un perro bobalicón que se me enredó entre las piernas, pero seguí caminando sin percibir el menor vestigio humano. A cada paso rescataba un recuerdo, una hora de la tarde, un olor olvidado. Al final de un largo pasillo me asomé a la puerta de la sala alumbrada apenas por una luz pálida, y allí estaba mi madre.
Fue una visión extraña. La sala es muy grande, de techos altos y paredes lisas, y no había más muebles que un sillón donde estaba sentada mi madre, de espaldas a la puerta y con un brasero a su lado, y otro sillón igual donde estaba sentado su hermano, mi tío Pablo. Permanecían en silencio, ambos mirando un mismo punto en la candidez complacida con que hubieran mirado la televisión, pero en realidad no miraban nada más que la pared desnuda. Caminé hacia ellos sin tratar de no hacer ruido, y en vista de que no se movían, dije:
– Bueno, pero aquí no saluda nadie, caray.
Entonces mi madre se levantó.
– Debes ser un amigo de mis hijos -dijo-. Te doy un abrazo.
El tío Pablo no me veía desde que me fui de Chile doce años antes, y no se movió siquiera en el sillón. Mi madre me había visto en septiembre del año anterior en Madrid, pero aun cuando se levantó para abrazarme seguía sin reconocerme. Así que la agarré por los brazos y la sacudí tratando de sacarla del estupor.
– Pero mírame bien, Cristina -le dije, mirándola a los ojos-, soy yo.
Ella volvió a mirarme con otros ojos pero no pudo identificarme.
– No -dijo-, no sé quién eres.
– Pero cómo no vas a conocerme -dije, muerto de risa-. Soy tu hijo, Miguel.
Entonces volvió a mirarme, y el rostro se le descompuso con una palidez mortal.
– Ay -dijo-, voy a desmayarme.
Tuve que sostenerla para que no se cayera, mientras el tío Pablo se incorporaba en el mismo estado de conmoción.
– Esto es lo último que esperaba ver -dijo-, ya puedo morirme en paz ahora mismo.
Me precipité a abrazarlo. Parecía un pajarito, con la cabeza muy blanca y envuelto en una manta de viejo, a pesar de que sólo es mayor que yo cinco años. Se casó y se separó una vez, y desde entonces se fue a vivir en casa de mi madre. Siempre fue muy solitario y ya parecía viejo desde niño.
– No joda tío -le dije-, no me vaya a hacer la huevada de morirse ahora. Traiga una botella de vino para celebrar el regreso.
Mi madre nos interrumpió, como siempre, con una revelación sobrenatural.
– Yo tengo listo el mastul -dijo.
No lo creí hasta que no lo vi en la cocina. Y no era para menos. El mastul sólo se prepara en las casas griegas para celebrar las grandes ocasiones, pues su elaboración es muy dispendiosa. Es un guiso de cordero, con garbanzos y bolitas de sémola, semejante al cuscús árabe, y era el primero que mi madre preparaba aquel año sin ningún motivo. Por pura inspiración.
Ricardo comió con nosotros y luego se retiró a dormir, sin duda para dejarnos en completa intimidad. Poco después se retiró mi tío, y mi madre y yo seguimos conversando hasta el amanecer. Siempre hemos hablado mucho ella y yo, más bien como amigos, porque nuestras edades no son muy diferentes. Se casó con mi padre a los dieciséis años y me tuvo un año después, de modo que recuerdo muy bien cómo era cuando tenía veinte años, muy bonita y tierna, y jugaba conmigo como si yo no fuera un hijo sino una más de sus muñecas de trapo.
Estaba radiante con mi regreso, pero un poco descorazonada con mi modo de vestir, pues siempre le gustó verme con mis atuendos de estibador. “Pareces un cura”, me dijo. No le revelé la razón del cambio, ni las condiciones y el motivo de mi entrada en Chile, que ella suponía legal. Preferí mantenerla al margen de mi aventura, para no inquietarla, desde luego, pero sobre todo para no comprometerla.
Antes de que empezara a clarear me llevó de la mano a través del patio sin decirme para qué, alumbrándose con una vela en su palmatoria como en las novelas de Dickens, y me dio la gran sorpresa del viaje. En el fondo del patio estaba el estudio que yo tenía en mi casa de Santiago cuando escapé al exilio, tal como lo dejé, y con todo lo que tenía dentro.
Después que los militares allanaron la casa por última vez y tuve que irme para México con la Ely y los niños, mi madre contrató un arquitecto amigo que desarmó el estudio tabla por tabla, y lo reconstruyó idéntico en la vieja casa familiar de Palmilla. Adentro era como si no me hubiera ido nunca. En el mismo lugar en que yo los había dejado; aún en el mismo desorden, estaban mis papeles de toda la vida, obras juveniles de teatro, proyectos de guiones, esquemas de escenarios. El aire tenía el mismo color, el mismo olor, y hasta pensé que era la misma fecha y la misma hora en que había visto el estudio por última vez. Me sacudió un estremecimiento muy hondo, porque en aquel instante no pude precisar si mi madre había hecho aquella reconstrucción meticulosa para que yo no extrañara mi casa de antes si alguna vez regresaba, o para recordarme mejor si me moría en el exilio.