Cinco minutos después, volando sobre la nieve rosada de los Andes al atardecer, tomé conciencia de que las seis semanas que dejaba detrás no eran las más heroicas de mi vida, como lo pretendía al llegar, sino algo más importante: las más dignas. Miré el reloj: eran las cinco y diez. A esa hora, Pinochet, había salido del despacho con su corte de áulicos, había recorrido a pasos lentos la larga galería desierta, y había descendido al primer piso por la suntuosa escalera alfombrada, arrastrando los treinta y dos mil doscientos metros de rabo de burro que le habíamos colgado. Pensé en Elena con una inmensa gratitud. La azafata de los ojos de esmeraldas nos sirvió un cóctel de bienvenida y nos informó sin que lo preguntáramos:
– Pensaban que se había colado un pasajero en el avión.
Franquie y yo levantamos la copa en su honor. -Se colaron dos -dije-. ¡Salud!
Fin