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– Si esto sigue así tendremos que hacer un nuevo once de septiembre.

Cierto que esas condiciones parecían favorables para una película como la nuestra, que pretendía sacar a flote hasta los elementos menos visibles de la realidad interna, pero al mismo tiempo serían mucho más rigurosos los controles policiales y más brutal la represión, y el tiempo útil estaría disminuido por el toque de queda. Sin embargo, la resistencia interna evaluó todos los aspectos de la situación y fue partidaria de seguir adelante, tal como yo lo quería. De modo que desplegamos las velas con buena mar y vientos propicios en la fecha prevista.

Una larga cola de burro para Pinochet

La primera prueba dura fue el día de la partida en el aeropuerto de Madrid. Hacía más de un mes que no veía a la Ely y a nuestros hijos: la Pochi, Miguelito y Catalina. Ni siquiera tenía noticias directas de ellos, y la idea predominante entre los responsables de mi seguridad era que me fuera sin avisarles para evitar los estragos de la despedida. Más aún: al principio del proyecto se había pensado que para mayor tranquilidad de todos era mejor que mi familia ignorara la verdad, pero pronto nos dimos cuenta de que esto carecía de sentido. Por el contrario, nadie podía ser más útil que la Ely para cubrir la retaguardia. Moviéndose entre Madrid y París, entre París y Roma, y aun hasta Buenos Aires, era la persona mejor preparada para controlar el recibo y el revelado del material que yo le enviara poco a poco desde el interior, e incluso para conseguir fondos suplementarios si fuera el caso. Así fue.

Por otra parte, mi hija Catalina había notado desde los preparativos iniciales que en mi dormitorio se estaba acumulando un tipo de ropa nueva contraria por completo a mi modo de vestir, y aun a mi modo de ser, y fue tal su desconcierto y tanta su curiosidad, que no tuve más remedio que reunirlos a todos y ponerlos al corriente de mis planes. Lo tomaron con un sentimiento de gozo y complicidad, como si de pronto se hubieran encontrado viviendo dentro de una de esas películas que solíamos inventar en familia para divertirnos. Pero cuando me vieron en el aeropuerto transformado en un uruguayo un poco clerical que tenía muy poco que ver conmigo, tanto ellos como yo tomamos conciencia de que aquella película era un drama de la vida real, tan importante como peligroso, que nos estaba ocurriendo a todos. Pero su reacción fue unánime.

– Lo importante -me dijeron- es que le pongas a Pinochet un rabo de burro muy largo.

Se referían al conocido juego infantil, en el que un niño con los ojos vendados tiene que ponerle la cola en el lugar preciso a un burro de cartón.

– Prometido -les dije, calculando la longitud de la película que me disponía a filmar- va a ser una cola de siete mil metros.

Una semana después, Elena y yo aterrizábamos en Santiago de Chile. El viaje, también por razones técnicas, había sido una peregrinación sin itinerario previsto por siete ciudades de Europa, para que fuera acostumbrándome a manejar mi nueva identidad, respaldada por un pasaporte insospechable. Este era en realidad un auténtico pasaporte uruguayo, con el nombre y todas las señas de su titular legítimo, el cual nos lo había dado como una contribución política, a sabiendas de que iba a ser manipulado y utilizado para entrar en Chile. Lo único que hicimos fue cambiar su foto por la mía, tomada después de mi transformación. Mis cosas fueron arregladas de acuerdo con el nombre del titular: el monograma bordado en mis camisas, las iniciales de mi maletín de negocios, el membrete de mis tarjetas de visita, mi papel de escribir. Al cabo de muchas horas de práctica, había aprendido a dibujar su firma sin vacilación. Lo único que no fue posible resolver por la estrechez del tiempo fueron las tarjetas de crédito, y ésta fue una falla peligrosa, pues no era comprensible que el hombre que yo fingía ser hubiera comprado en el trayecto varios billetes de avión pagando con dólares en efectivo.

A pesar de las tantas incompatibilidades que en la vida real nos habrían obligado a divorciarnos a los dos días, Elena y yo habíamos aprendido a comportarnos como un matrimonio capaz de sobrevivir a los peores desastres domésticos. Cada uno conocía la falsa vida del otro, su pasado falso, sus falsos gustos burgueses, y no creo que hubiéramos cometido un error grave en un interrogatorio a fondo. Nuestro cuento era perfecto. Éramos los dirigentes de una empresa de publicidad con sede en París, que íbamos con un equipo de cine para hacer una película de promoción de un perfume nuevo que debía ser lanzado en el siguiente otoño europeo. Habíamos escogido a Chile, porque era uno de los pocos países donde podíamos encontrar en cualquier época del año los paisajes y el ambiente de las cuatro estaciones, desde las playas ardientes hasta las nieves perpetuas. Elena se desenvolvía con una soltura envidiable dentro de sus costosos vestidos europeos, como si no fuera la misma que me habían presentado en París con su cabello suelto, su falda escocesa y sus mocasines de colegiala. Yo también me creía muy cómodo dentro de mi nueva caparazón de empresario, hasta que me vi reflejado en una vitrina del aeropuerto de Madrid, con un traje oscuro de dos piezas, cuello duro y corbata, y un aire de tiburón industrial que me revolvió las entrañas. “¡Qué horror!”, pensé. “Si yo no fuera yo, sería igual a ése”.

En aquel momento, lo único que me quedaba de mi antigua identidad era un ejemplar medio desbaratado de Los Pasos Perdidos, la gran novela de Alejo Carpentier, que llevaba en mi maletín como en todos mis viajes desde hacía quince años, para conjurar mi miedo incontrolable de volar. Con todo, tuve que sufrir varias ventanillas de inmigración en distintos aeropuertos del mundo, para aprender a digerir el nerviosismo del pasaporte ajeno.

La primera fue en Ginebra, y todo ocurrió con una normalidad absoluta, pero sé que no la olvidaré en el resto de mi vida, porque el oficial de inmigración revisó el pasaporte con mucha atención, casi página por página, y por último me miró a la cara para compararla con la foto. Lo miré a los ojos, sin aliento, a pesar de que la foto era lo único mío en aquel pasaporte. Fue una cura de burro: a partir de entonces no volví a sentir aquella sensación de náusea y aquel desorden del corazón, hasta que la puerta del avión se abrió en el aeropuerto de Santiago de Chile, en medio de un silencio de muerte, y volví a sentir al cabo de doce años el aire glacial de las crestas andinas. En el frontis del edificio había un enorme letrero azuclass="underline" Chile avanza en orden y paz. Miré el reloj: faltaba menos de una hora para el toque de queda.

2 – Primera desilusión: el esplendor de la ciudad

Cuando el funcionario de inmigración abrió mi pasaporte, tuve el presagio nítido de que si levantaba la vista para mirarme a los ojos iba a darse cuenta de la suplantación. Había tres mostradores, todos atendidos por hombres sin uniforme, y yo me había decidido por el más joven, que me pareció el más rápido. Elena se metió en una cola distinta, como si no nos conociéramos, porque si uno de los dos tenía problemas el otro saldría del aeropuerto para dar la voz de alarma. No fue necesario, pues era evidente que los funcionarios de inmigración tenían tanta prisa como los pasajeros para que no los sorprendiera el toque de queda, y apenas si miraban los documentos. El que me atendía a mí no se detuvo siquiera a examinar las visas, pues sabía que sus vecinos uruguayos no las necesitaban. Puso el sello de entrada en la primera hoja limpia que encontró, y en el momento de devolverme el pasaporte me miró fijo a los ojos con una atención que me heló las entrañas.