– Gracias- dije con voz firme.
El me respondió con una sonrisa luminosa:
– Bienvenido.
Las maletas estaban saliendo con una rapidez que hubiera parecido insólita en cualquier aeropuerto del mundo, porque también los funcionarios de aduana querían llegar a sus casas antes de la queda. Yo cogí la mía. Luego cogí la de Elena -pues estábamos de acuerdo en que yo saldría primero con los equipajes para ganar tiempo- y llevé ambas hasta la plataforma de control de aduana. El controlador estaba tan apurado como los pasajeros por el toque de queda, y en vez de registrar las maletas incitaba a los viajeros a salir de prisa. Me disponía apenas a poner las mías en la plataforma, cuando me preguntó:
– ¿Viaja solo?
Le dije que sí. El echó una mirada rápida a las dos maletas, y me ordenó con voz urgente: “Ya, váyase”. Pero una supervisora que no había visto hasta entonces -una cancerbera clásica, de uniforme cruzado, rubia y varonil- gritó desde el fondo: “Registra a ése”. Sólo en aquel momento caí en la cuenta de que no podría explicar por qué llevaba un equipaje con ropas de mujer. Además, no podía concebir que la supervisora se hubiera fijado en mí entre tantos pasajeros apresurados, si no fuera por alguna razón distinta y más grave que las maletas. Mientras el hombre esculcaba mi ropa, ella me pidió el pasaporte y lo examinó con atención. Yo me acordé del caramelo que me habían dado en el avión antes del decolaje, y me lo metí en la boca, porque sabía que me iban a hacer preguntas y no me sentía muy seguro de esconder mi verdadera identidad chilena detrás de mi mal acento uruguayo. La primera vino del hombre:
– ¿Se va a quedar muchos días aquí, caballero?
– Lo suficiente -dije.
Ni yo mismo me entendí con el estorbo del caramelo en la boca, pero a él no le importó, sino que me pidió abrir la otra maleta. Estaba con llave. Sin saber qué hacer, busqué a Elena con ojos angustiados, y la encontré impasible en la fila de inmigración, inocente del drama que ocurría tan cerca de
ella. Por primera vez fui consciente de cuánta falta me hacía, no sólo en aquel momento, sino en el conjunto de nuestra aventura. Iba a revelar que ella era la dueña de la maleta, sin pensar siquiera en las consecuencias de mi decisión aturdida, cuando la supervisora me devolvió el pasaporte y ordenó revisar el equipaje siguiente. Entonces me volví a mirar a Elena, y ya no la encontré.
Fue una situación mágica que todavía no hemos podido explicarnos: Elena se había vuelto invisible. Más tarde me dijo que también ella me había visto desde la fila arrastrando su maleta, y había pensado que era una imprudencia, pero cuando me vio salir de la aduana se quedó tranquila. Yo atravesé el vestíbulo casi desierto siguiendo al hombre del carrito que me recibió el equipaje a la salida, y allí sufrí el primer impacto del regreso. No se notaba por ninguna parte la militarización que suponía, ni el menor rastro de miseria. Es verdad que no estábamos en el enorme y sombrío aeropuerto de Los Cerrillos, donde doce años antes había empezado mi exilio en una lluviosa noche de octubre con un terrible sentimiento de desbandada, sino en el moderno aeropuerto de Pudahuel, donde había estado de prisa y una sola vez antes del golpe militar. Pero de todos modos no se trataba de una impresión subjetiva. No encontraba por ninguna parte el aparato armado que yo había supuesto, sobre todo en aquella época, bajo el estado de sitio. Todo en el aeropuerto era limpio y luminoso, con anuncios de colores alegres y tiendas grandes y bien surtidas con artículos de importación, y no había a la vista ni un guardián de rutina para dar una información de caridad a un viajero extraviado. Los taxis que esperaban en el andén no eran los decrépitos de antaño, sino modelos japoneses recientes, todos iguales y ordenados.
Pero el momento no era para reflexiones prematuras, porque Elena no aparecía, y yo tenía ya las maletas en el taxi y el reloj avanzaba con una velocidad de vértigo hacia el toque de queda. Allí tuve otra duda. De acuerdo con nuestras normas, si uno de los dos se quedaba el otro seguiría adelante y avisaría a los teléfonos que teníamos previstos para cualquier emergencia. Pero era muy difícil tomar la decisión de irme solo, y más cuando no estábamos de acuerdo sobre el hotel a donde llegaríamos. En el formulario de entrada al país yo había puesto El Conquistador, por ser un hotel donde van hombres de negocio, y era por tanto el que más correspondía a nuestra falsa imagen. Además, yo sabía que allí se alojaba el equipo italiano, pero pensé que Elena lo ignoraba.
Estaba a punto de renunciar a la espera, temblando de ansiedad y de frío, cuando la vi corriendo hacia mí, perseguida de cerca por un hombre de civil que agitaba un impermeable oscuro. Me quedé petrificado, preparándome para lo peor, cuando por fin el hombre le dio alcance y le entregó el impermeable que ella había olvidado en el mostrador de la aduana. Su demora tenía otra causa: a la cancerbera le había llamado la atención que viajara sin equipaje, y habían hecho un registro minucioso de cada uno de los objetos de su maletín de mano, desde los documentos de identidad hasta las cosas de tocador. No podían imaginarse, por supuesto, que el pequeño receptor de radio japonés que ella llevaba era también un arma, pues nos mantendría en contacto con la resistencia interna mediante una frecuencia especial. Sin embargo, yo estaba más angustiado que ella, pues calculé que su retraso había sido de más de media hora, y ella me demostró en el taxi que había sido de sólo seis minutos. El taxista, por su parte, acabó de tranquilizarme con la observación de que no faltaban veinte minutos para el toque de queda, como yo pensaba, sino que todavía faltaban ochenta, pues mi reloj tenía aún la hora de Río de Janeiro. En realidad, eran las diez y cuarenta de una noche densa y helada.
¿Y para esto vine?
A medida que avanzábamos hacia la ciudad, el júbilo con lágrimas que tenía previsto para el regreso iba siendo sustituido por un sentimiento de incertidumbre. En efecto, el acceso al antiguo aeropuerto de Los Cerrillos era una carretera antigua a través de tugurios industriales y barriadas pobres, que sufrieron una represión sangrienta durante el golpe militar. El acceso al actual aeropuerto internacional, en cambio, es una autopista iluminada como en los países mejor desarrollados del mundo, y esto era un mal principio para alguien como yo, que no sólo estaba convencido de la maldad de la dictadura, sino que necesitaba ver sus fracasos en la calle, en la vida diaria, en los hábitos de la gente, para filmarlos y divulgarlos por el mundo. Pero cada metro que avanzábamos, la pesadumbre original iba convirtiéndose en una franca desilusión. Elena me confesó más tarde que también ella, aunque había estado en Chile varias veces en épocas recientes, había padecido el mismo desconcierto.
No era para menos. Santiago, al contrario de lo que nos contaban en el exilio, se mostraba como una ciudad radiante, con sus venerables monumentos iluminados y mucho orden y limpieza en las calles. Los instrumentos de la represión eran menos visibles que en París o Nueva York. La interminable alameda Bernardo O’Higgins se abría ante nuestros ojos como un torrente de luz, desde la histórica Estación Central, construida por el mismo Gustave Eiffel que hizo la torre de París. Inclusive las putitas trasnochadas en la acera opuesta eran menos indigentes y tristes que en otros tiempos. De pronto, del mismo lado en que yo viajaba, apareció el Palacio de la Moneda como un fantasma indeseado. La última vez que lo había visto era un cascarón cubierto de cenizas. Ahora, restaurado y otra vez en uso, parecía una mansión de ensueño al fondo de un jardín francés.