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Los grandes símbolos de la ciudad desfilaban por la ventanilla. El Club de la Unión, donde los momios mayores se reunían a manipular los hilos de la política tradicional; las ventanas apagadas de la Universidad, la Iglesia de San Francisco, el palacio imponente de la Biblioteca Nacional, los almacenes París. A mi lado, Elena se ocupaba de la vida real, convenciendo al chofer de que nos llevara al hotel El Conquistador, pues insistía en que fuéramos a otro donde sin duda le pagaban por llevar clientes. Lo trataba con mucho tacto, sin decir o hacer nada que pudiera ofenderlo o le llamara la atención, pues muchos taxistas de Santiago son informantes de la policía. Yo estaba demasiado confundido para intervenir.

A medida que nos acercábamos al centro de la ciudad, desistí de mirar y admirar el esplendor material con que la dictadura trataba de borrar el rastro sangriento de más de cuarenta mil muertos, dos mil desaparecidos y un millón de exiliados. En cambio, me fijaba en la gente, que andaba con una prisa inusitada, tal vez por la proximidad del toque de queda. Pero no fue sólo eso lo que me conmovió. Las almas estaban en sus rostros sacudidos por el viento helado. Nadie hablaba, nadie miraba en ninguna dirección definida, nadie gesticulaba ni sonreía, nadie hacía el menor gesto que delatara su estado de ánimo dentro de los abrigos oscuros, como si todos estuvieran solos en una ciudad desconocida. Eran rostros en blanco que no revelaban nada. Ni siquiera miedo. Entonces empezó a cambiar mi estado de ánimo, y no pude resistir la tentación de abandonar el taxi para perderme entre la muchedumbre. Elena me hizo toda clase de advertencias razonables, pero no tantas ni tan explícitas como hubiera querido, por temor de que la oyera el chofer. Presa de una emoción irresistible, hice parar el taxi y me bajé con un portazo.

No caminé más de doscientos metros, indiferente a la inminencia del toque de queda, pero los primeros cien me bastaron para emprender la recuperación de mi ciudad. Caminé por la calle Estado, por la calle Huérfanos, por todo un sector cerrado al tránsito de vehículos para solaz de los peatones, como la calle Florida de Buenos Aires, la Vía Condotti de Roma, la Plaza de Beaubourg de París, la Zona Rosa de la Ciudad de México. Era otra buena creación de la dictadura, pero a pesar de los escaños para sentarse a conversar, a pesar de la alegría de las luces, de los canteros de flores bien cuidados, aquí se transparentaba la realidad. Los pocos grupos que conversaban en la esquina lo hacían en voz muy baja para no ser escuchados por los tantos oídos dispersos de la tiranía, y había vendedores de cuantas baratijas se podían concebir, y muchos niños pidiendo dinero a los peatones. Sin embargo, lo que más me llamó la atención fueron los predicadores evangélicos tratando de vender la fórmula de la dicha eterna a quien quisiera oírlos. De pronto, a la vuelta de una esquina, me encontré de manos a boca con el primer carabinero que veía desde mi llegada. Se paseaba con mucha calma de un extremo al otro de la acera, y había varios en una cabina de vigilancia en la esquina de Huérfanos. Sentí un vacío en el estómago, y las rodillas empezaron a fallarme. Me dio rabia la sola idea de que cada vez que viera un carabinero iba a sentirme en aquel estado. Pero pronto me di cuenta de que también ellos estaban tensos, vigilando con ojos ansiosos a los transeúntes, y la impresión de que tenían más miedo que yo me sirvió de consuelo. No les faltaba razón. Pocos días después de mi viaje a Chile, la resistencia clandestina hizo volar con dinamita aquel puesto de vigilancia.

En el centro de mis nostalgias

Eran las claves del pasado. Ahí estaba el memorable edificio del antiguo Canal de Televisión y el Departamento de Audiovisuales, donde había empezado mi carrera de cine. Allí estaba la Escuela de Teatro, a donde llegué desde mi pueblo de la provincia, a los diecisiete años, para presentar un examen de admisión que fue definitivo en mi vida. Allí hacíamos también las concentraciones políticas de la Unidad Popular, y había vivido mis años

más difíciles y decisivos. Pasé por el cine City, donde había visto por primera vez las obras maestras que todavía me exaltan la vocación, y entre ellas la menos olvidable de todas: Hiroshima, mon amour. De pronto, alguien pasó cantando la célebre canción de Pablo Milanés: “Yo pisaré las calles nuevamente de lo que fue Santiago ensangrentada”.

Era una casualidad demasiado grande para soportarla sin sentir un nudo en la garganta. Estremecido hasta los huesos me olvidé de la hora, me olvidé de mi identidad, de mi condición clandestina, y por un instante volví a ser yo mismo y nadie más en mi ciudad recuperada, y tuve que resistir el impulso irracional de identificarme gritando mi nombre con todas las fuerzas de mi voz, y enfrentarme a quien fuera por el derecho de estar en mi casa.

Regresé llorando al hotel, al borde del toque de queda, y el portero tuvo que abrirme la puerta que acababa de cerrar. Elena nos había registrado en la recepción, y estaba ya en el cuarto, colgando la antena del radio portátil. Parecía tranquila, pero cuando me vio entrar estalló como una esposa ejemplar. No podía concebir que yo hubiera corrido el riesgo gratuito de caminar solo por las calles hasta el instante mismo del toque de queda. Pero yo no estaba para sermones, y también me comporté como un esposo ejemplar. Salí con un portazo, y fui a buscar al equipo italiano dentro del mismo hotel.

Toqué en la habitación 306, dos pisos más abajo del nuestro, y me preparé para no equivocarme en el largo santo y seña que había acordado en Roma con la directora del equipo, dos meses antes. Una voz medio dormida -la cálida voz de Grazia que yo hubiera reconocido sin necesidad de ninguna clave- me preguntó desde dentro:

– ¿Quién es?

– Gabriel.

– ¿Qué más? -preguntó Grazia.

– Los Arcángeles -dije.

– ¿San Jorge y San Miguel?

Su voz, en vez de serenarse con la certidumbre de las respuestas, se hacía cada vez más temblorosa. Era raro, porque también ella debía conocer mi voz después de nuestras largas conversaciones en Italia, y sin embargo prolongó el santo y seña aún después de que yo le confirmé que los arcángeles eran San Jorge y San Miguel.

– Sarco -dijo.

Era el apellido del personaje de la película que no hice en San Sebastián -Viajero de las Cuatro Estaciones- y le respondí con el nombre:

– Nicolás.

Grazia -que es una periodista curtida en misiones difíciles- no se conformó con tantas pruebas.

– ¿Cuántos pies de película? -preguntó.

Entonces yo comprendí que quería seguir el santo y seña hasta el final, que era muy lejano, y temí que aquel juego sospechoso fuera escuchado en los cuartos vecinos.

– No jodas más y ábreme la puerta -dije.

Pero ella, con un rigor que iba a manifestarse a cada minuto de los próximos días, no abrió la puerta hasta el final de la clave. “Maldita sea”, me dije, pensando no sólo en Elena, sino también en la Ely. “Todas las mujeres son iguales”. Y seguí respondiendo al cuestionario con lo que más detesto en la vida, que es la sumisión de los esposos amaestrados. Cuando llegamos a la última línea, la misma Grazia juvenil y encantadora que había conocido en Italia abrió la puerta sin reservas, me miró como si hubiera visto un fantasma, y volvió a cerrar aterrorizada. Más tarde me dijo: “Te vi como alguien a quien había visto antes, pero que no sabía quién era”. Era comprensible. En Italia había conocido a un Miguel Littín tirado al descuido, con barba, sin lentes y vestido de cualquier modo, y el hombre que había tocado a su puerta era calvo, miope y bien afeitado, y estaba vestido como un gerente de banco.