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3 – También los que se quedaron son exiliados

A las ocho de la mañana le pedí a Elena que se comunicara con un número telefónico que sólo yo conocía, y preguntara por alguien que prefiero llamar con un nombre falso: Franquie. Le contestó él mismo, y ella le pidió sin más explicaciones, de parte de Gabriel, que fuera a la habitación 501 del hotel El Conquistador. Llegó antes de media hora. Elena estaba ya lista para salir, pero yo permanecía en la cama, y cuando oí tocar a la puerta me cubrí con la sábana hasta la cabeza. En realidad, Franquie no sabía a quién iba a ver, pues estábamos de acuerdo en que todo el que lo llamara con el nombre de Gabriel era enviado por mí. En los últimos días lo habían llamado los tres Gabrieles que dirigían los equipos de filmación, inclusive Grazia, y no tenía por qué sospechar siquiera que este nuevo Gabriel era yo mismo.

Eramos amigos desde mucho antes de la Unidad Popular, habíamos trabajado juntos en mis primeras películas, nos habíamos encontrado en varios festivales de cine, y nos habíamos visto por último el año anterior en México. Pero cuando me descubrí la cara no me reconoció, hasta que solté la risa, que es mi rasgo inconfundible. Esto me dio una mayor confianza en mi nueva apariencia.

Franquie había sido reclutado por mí a fines del año anterior. Fue el encargado de recibir por separado y de impartir las instrucciones preliminares a los equipos de filmación, y de hacer una serie de arreglos básicos que facilitaran nuestro trabajo sin interferir las orientaciones de Elena. Tenía un expediente limpio: es chileno, se había exiliado en Caracas por decisión propia después del golpe militar, sin que hubiera ningún cargo contra él, y había cumplido desde entonces numerosas misiones ilegales dentro de Chile, donde se movía con entera libertad con una cobertura intachable. Su popularidad entre la gente de cine, sustentada por su simpatía personal, su imaginación y su audacia, lo convertían en el socio ideal para aquella aventura. No me equivoqué. De acuerdo conmigo había entrado solo por tierra desde el Perú una semana antes, para recibir y coordinar por separado a los tres equipos, y éstos se encontraban ya trabajando. El equipo francés andaba por el norte del país, filmando desde Arica hasta Valparaíso, de acuerdo con un plan minucioso que su director y yo habíamos acordado meses antes en París. El equipo holandés hacía lo mismo en el sur. El italiano permanecería en Santiago trabajando bajo mi dirección personal, y preparado además para acudir a filmar cualquier acontecimiento imprevisto. Los tres tenían la consigna de interrogar a la gente sobre Salvador Allende siempre que tuvieran una ocasión de hacerlo sin riesgos ni despertar sospechas, pues pensábamos que el presidente mártir era el mejor punto de referencia para establecer la posición de cada chileno en relación con el país actual y sus posibilidades futuras.

Franquie tenía el itinerario preciso de cada equipo, así como la lista de los hoteles donde iban a estar, de manera que podía comunicarse con ellos en cualquier momento. Esto hacía posible que yo les diera instrucciones personales por teléfono. Para mayor seguridad, Franquie sería mi conductor, con un automóvil alquilado que cambiaríamos cada tres o cuatro días en distintas agencias. Durante todo el tiempo que duró la filmación nos separamos muy pocas veces.

Tres degollados tumban a un general

Empezamos a trabajar a las nueve de la mañana. La Plaza de Armas, a pocas cuadras del hotel, era más conmovedora en la realidad que en mis recuerdos, bajo el sol pálido y tibio del otoño austral que se filtraba por los grandes árboles. Las flores de siempre, que son renovadas cada semana, me parecieron más frescas y luminosas que nunca. El equipo italiano había empezado una hora antes a filmar la rutina matinaclass="underline" los jubilados que leían el periódico en los escaños de madera, los ancianos que les daban de comer a las palomas, los vendedores de baratijas, los fotógrafos con sus cámaras anacrónicas de manga negra, los dibujantes que hacían caricaturas en tres minutos, los limpiabotas sospechosos de ser informadores del régimen, los niños con sus globos de colores frente a los carritos de helados, la gente que salía de la Catedral. En un rincón de la plaza estaba el grupo habitual de artistas cesantes en espera de ser contratados para fiestas imprevistas: músicos conocidos, magos y payasos de niños, travestis con ropas y maquillajes extravagantes cuyo sexo real es imposible determinar. A diferencia de la noche anterior, aquella hermosa mañana estaban apostadas en la plaza varias patrullas de carabineros, acuciosos y bien armados, de cuyos autobuses con potentes equipos de música salían canciones de moda a todo volumen.

Más tarde descubrí que la escasez de fuerza pública en las calles era una pura ilusión para recién llegados. A toda hora hay patrullas de choque escondidas en las estaciones principales del tren subterráneo, y camiones provistos de mangueras de agua a alta presión en las calles laterales, listos para reprimir con una saña brutal cualquier brote de protesta de los tantos intempestivos que ocurren a diario. La vigilancia es más intensa en la Plaza de Armas, centro neurálgico de Santiago, donde está la sede de la Vicaría de la Solidaridad, que es un gran bastión contra la dictadura auspiciado por el cardenal Silva Henríquez y con el apoyo no sólo de los católicos sino de todos los que luchan por el retorno de la democracia en Chile. Esto le ha dado un fuero moral difícil de contrariar, y el amplio patio soleado de su casa colonial parece a toda hora una plaza de mercado. Allí encuentran refugio y amparo humanitario los perseguidos de todos los colores, y es una vía expedita para dar ayuda a quienes la necesiten, con la seguridad de que llegará a donde debe llegar, en especial a los presos políticos y sus familias. También desde allí se denuncian las torturas y se fomentan campañas por los desaparecidos y por toda clase de injusticias.

Pocos meses antes de mi ingreso clandestino, la dictadura lanzó contra la Vicaría un desafío sangriento que se volvió contra la propia Junta Militar y puso en peligro su estabilidad. A fines de febrero de 1985, en efecto, tres militantes de la oposición fueron secuestrados con un alarde de fuerza que no permitía poner en duda quiénes eran los autores.

El sociólogo José Manuel Parada, funcionario de la Vicaría, fue aprehendido en presencia de sus pequeños hijos frente a la escuela donde éstos estudiaban, mientras el tránsito estaba suspendido por la policía tres cuadras a la redonda y todo el sector era controlado desde helicópteros militares. Los otros dos fueron secuestrados en distintos sitios de la ciudad, con pocas horas de diferencia. Uno era Manuel Guerrero, dirigente de la Asociación Gremial de Educación de Chile, y el otro era Santiago Nattino, un dibujante gráfico con un gran prestigio profesional, de quien no se sabía hasta entonces que tuviera una militancia activa. En medio del estupor nacional, los tres cadáveres degollados y con huellas de una sevicia salvaje aparecieron el 2 de marzo de 1985, en un camino solitario cerca del aeropuerto internacional de Santiago. El general César Mendoza Durán, comandante del cuerpo de carabineros y miembro de la Junta de Gobierno, declaró a la prensa que el triple crimen era el resultado de pugnas internas de los comunistas, dirigidos desde Moscú. Pero la reacción nacional desbarató el infundio y el general Mendoza Durán, señalado por la opinión pública como el promotor de la matanza, tuvo que abandonar el gobierno. Desde entonces, el nombre de la calle Puente, una de las cuatro que salen de la Plaza de Armas, fue borrado en la placa por manos desconocidas, y puesto en su lugar el nombre con que se le conoce ahora: calle José Manuel Parada.

“Lo felicito por ser uruguayo”