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– Es un anarquista hecho y derecho, un ácrata, un rebelde -dijo Mascardi-. Justo al revés de Almanza.

– ¿Nuestro fotógrafo es oficialista? -preguntó Lemonier.

– Como lo oyen, pero nada más que de una señora, de una señorita y de la parentela que las acompaña. Eso sí, con esa gente, está para lo que manden.

– Eso no me parece tan mal -comentó Lemonier.

– Porque no estás informado. Lo usan, te juro que lo usan.

– Yo te diría que si me usa una mujer que me gusta, me siento orgulloso -comentó Lemonier.

– Cada uno es como le da la gana, pero que a un amigo lo tomen por sonso, no me divierte. ¿Oíste, Laura? El Viejito se declaró tu esclavo.

Laura contestó:

– No sé quién es esclavo de quién.

– ¿Les digo lo que estoy pensando? -preguntó Mascardi-. Que las reuniones entre nuestro fotógrafo y una famosa familia ya no van a ser lo mismo. Cuando la soltera lo vea, le saca los ojos. Apuesto que por amor propio no lo ha llamado todavía para pedirle explicaciones. Desinteresadamente le doy mi parecer: si quiere zafarse, que me presente a la señorita en cuestión.

La señora de la caja se acercó y preguntó:

– El señor ¿es el señor Almanza? Lo llaman de su casa.

Almanza fue al teléfono, habló menos de un minuto, volvió a la mesa, cargó la valija de la cámara y los lentes y anunció:

– Me voy.

– ¿Dónde? -preguntó Mascardi-. ¿A la pensión de los Lombardo?

– Adivinaste.

– Soy brujo.

– El señor Lombardo quiere verme.

– ¿No será mejor que te acompañe?

– Bueno fuera que me presentara con escolta.

Mascardi pareció molesto. El Viejito comentó:

– Un hombre valiente. Se va al foso de los leones y no quiere que lo acompañen.

No fue al foso de los leones, al menos directamente. A mitad de camino recordó que no había despachado la segunda remesa de fotografías. Pasó por el correo y mandó el sobre por expreso (era grande y pesado). Pensó: “Por suerte me alcanza todavía la plata, para el correo”.

XVIII

Don Juan no se levantó de la silla para recibirlo. De piyama, con un poncho sobre las piernas, realmente parecía enfermo a quien no le miraba la cara. Tenía buen color.

– Aquí me ve, en el banco de la paciencia. Hasta mañana o pasado, reposo obligatorio. Créame, ya me estoy cansando.

– Le creo.

– Eso no es todo. Un enfermo depende de la buena voluntad del prójimo. Es muy violento para mí tener que jorobar su paciencia.

En un primer momento no entendió. Contestó después:

– Usted dirá.

– Una persona de mi relación, fuerte comerciante de esta plaza, reunió informaciones para un proyecto que acaricio. Las espero y no llegan. No puedo llamarlo, porque el teléfono de ese amigo está descompuesto. Usted me dirá que si tengo dos hijas, mande una. No es tan fácil. Por de pronto mi Griselda se fue a Brandsen, a reclamar del marido los alimentos.

– ¿Cuándo vuelve?

– Nadie lo sabe. Probablemente esta noche. Aprovechando la oportunidad, la Julia le sacó a pasear a los chicos. ¿Cuándo vuelve? Nadie lo sabe. Probablemente yo me pase el santo día aquí postrado, comiéndome las uñas con la ansiedad. Por eso mismo me atrevo a jorobarlo y pedirle que se dé una corridita hasta 19 y 64.

– ¿La casa del comerciante?

– Su domicilio y su empresa.

Golpearon a la puerta. Con voz apagada ordenó don Juan:

– Entre.

No debieron de oír. Con mal reprimida impaciencia, el enfermo se levantó, corrió hasta la puerta y la entreabrió. Almanza oyó la voz de la patrona, que decía:

– Llamó de Brandsen la señora Griselda, para avisar que vuelve a tiempo para la cena.

– Poca gente, en los tiempos que corren, ha de tener hijas como las mías. Tan consideradas con el padre. Como la Griselda no hay otra. ¿Le doy, Almanza, las señas por escrito? El señor se llama Lo Pietro y la empresa está en 19 y 64, frente a una mercería.

XIX

Cuando llegó al lugar indicado se preguntó por qué no aceptó que don Juan le anotara la dirección. Ahí no podía ser, aunque había enfrente una mercería, como le dijo. Cruzó la calle, entró en la mercería y preguntó:

– ¿Conocen a un señor Lo Pietro?

Sin mirarlo contestó un hombre:

– Qué vamos a conocerlo.

Una mujer suspiró y dijo:

– El de la Moderna. Ahí nomás.

No estaba molesto, pero tenía que hacerse a la idea. Don Juan debió prevenir. A lo mejor el pobre viejo pensó que si le decía, lo asustaba. Recordó que su padrino apuraba el paso frente a la cochería. En broma, seguramente, porque a la noche, en el Club Social, jugaba a la baraja con el patrón, a quien llamaba, como todo el mundo en el pueblo, don Pomponio.

Cuando empujó la puerta de la cochería, sonó una musiquita. Detrás de un escritorio había un hombre moreno, peinado para atrás, con gomina, de frente angosta, de pómulos salidos, de gruesos labios y dientes prominentes, con un traje de etiqueta que parecía chico para él, y corbata de moño negra. El hombre se levantó (era altísimo, de brazos muy largos) y sin decir palabra quedó mirándolo. Preguntó Almanza:

– ¿El señor Lo Pietro?

– ¿Quién pregunta por él?

– Yo -tras un silencio agregó: -De parte de Juan Lombardo.

El gigante lo hizo entrar en un salón donde se amontonaban, por todos lados, ataúdes. Le dijo:

– Espere.

En la pared de la izquierda había una puerta; a la misma altura, en la pared de la derecha, un enorme biombo de espejos, que reflejaba y multiplicaba los ataúdes. En el fondo había un escritorio bastante imponente. Después de un rato, un hombrecito movedizo y gordo apareció por la puerta de la izquierda.

– Soy Lo Pietro -dijo-. Disimule el desorden. Su grata visita me sorprende en la mitad de un cambio de moblaje. Vanidad aparte, voy a tener, esté seguro, un salón atractivo donde mi clientela se hallará cómoda. El señor, que es artista, me entiende, lo doy por cierto. Además de la mercadería, que por fuerza hay que tener en exposición, habrá objetos como este biombo antiguo, de espejos azogados, que realza el ambiente y de paso oculta la puerta que va a nuestro tallercito y laboratorio. Aquí -dijo señalando un lugar libre en el centro del local- voy a poner una columna de porcelana azul, de un metro veinte de alto, con una planta, un agave. En las paredes irán fotografías. El salón va a quedar más alegre, mucho más alegre. A lo mejor el señor se molesta y me visita de nuevo. Perdone si le hablo demasiado. Usted me trae un recado del señor Lombardo. ¿O me equivoco?

– No, señor -contestó Almanza-. Le traigo solamente una carta de don Juan Lombardo. Don Juan me dijo que…

Lo Pietro, que lo escuchaba con vivo interés, lo interrumpió para preguntarle:

– ¿Por qué no toma asiento?

Le indicó un cajón, que había cerca del escritorio.

Iba a decir “Estoy bien así” pero obedeció, para evitar una interpretación indebida. Lo Pietro dijo:

– Lo envidio. Un fotógrafo, un artista.

– Un fotógrafo, nomás.

– Si no es un artista ¿qué es un fotógrafo?

Tras alguna reflexión, Almanza confesó:

– Llevo años en el oficio, por lo menos uno o dos, y nunca se me ocurrió la pregunta.

– Con su permiso voy a presentarle a una joven colega -Lo Pietro abrió una puerta que daba al interior de la casa y gritó: -¡Carlota! ¡Carlota! ¿Me oyes, querida? ¿Podrías venir al salón de ventas, con tu máquina fotográfica? -Se volvió y explicó: -Es joven. Da todavía sus primeros pasos en este arte difícil, pero con tal entusiasmo, que no dudo: hay en ella una acendrada vocación.

Apareció una chica de unos diez años, baja, ancha, morena, con un vestido de terciopelo rojizo, con una ancha cinta del mismo tono en la cintura, medias blancas, zapatitos negros, con presilla y botón. Tenía en las manos una de esas cámaras que venden en las farmacias.