– No, señor -contestó Almanza-. Le traigo solamente una carta de don Juan Lombardo. Don Juan me dijo que…
Lo Pietro, que lo escuchaba con vivo interés, lo interrumpió para preguntarle:
– ¿Por qué no toma asiento?
Le indicó un cajón, que había cerca del escritorio.
Iba a decir “Estoy bien así” pero obedeció, para evitar una interpretación indebida. Lo Pietro dijo:
– Lo envidio. Un fotógrafo, un artista.
– Un fotógrafo, nomás.
– Si no es un artista ¿qué es un fotógrafo?
Tras alguna reflexión, Almanza confesó:
– Llevo años en el oficio, por lo menos uno o dos, y nunca se me ocurrió la pregunta.
– Con su permiso voy a presentarle a una joven colega -Lo Pietro abrió una puerta que daba al interior de la casa y gritó: -¡Carlota! ¡Carlota! ¿Me oyes, querida? ¿Podrías venir al salón de ventas, con tu máquina fotográfica? -Se volvió y explicó: -Es joven. Da todavía sus primeros pasos en este arte difícil, pero con tal entusiasmo, que no dudo: hay en ella una acendrada vocación.
Apareció una chica de unos diez años, baja, ancha, morena, con un vestido de terciopelo rojizo, con una ancha cinta del mismo tono en la cintura, medias blancas, zapatitos negros, con presilla y botón. Tenía en las manos una de esas cámaras que venden en las farmacias.
– El señor es un fotógrafo. Podrá aconsejarte.
La chica miraba inexpresivamente.
– Es muy -dijo Lo Pietro cuando fue interrumpido por el primer fogonazo. Después explicó sonriendo: -Le iba a decir que era tímida.
Sobreponiéndose a los repetidos fogonazos dijo Almanza:
– Pero la afición puede más. Así me gusta.
– Bueno, bueno -exclamó Lo Pietro-. Ya lo fotografiaste bastante al señor. Y sin pedirle permiso. Qué vergüenza, mi Carlota, qué vergüenza. Mientras ustedes dos hablan de fotografía, voy de una corridita hasta mi pieza, a buscar el informe que me pide el señor Lombardo.
Almanza buscó una frase para salir del incómodo silencio. Como nada se le ocurría, levantó los ojos hacia Carlota. Parpadeó en seguida, ante otro fogonazo. Innecesariamente preguntó:
– ¿Te gusta fotografiar?
Lo Pietro volvió con un gran sobre blanco, en la mano. Casi no lo advirtió Almanza, porque estaba ocupado en un proceso que ocurría en su mente. Para expresarlo retomó una conversación anterior:
– Estoy pensando -dijo con alguna exaltación- que un fotógrafo es un hombre que mira las cosas para fotografiarlas. O a lo mejor un hombre que mirando las cosas ve adonde hay buena fotografía.
– Es lo que llamo el ojo profesional -exclamó Lo Pietro-. Uno se lo hace. Yo veo por primera vez a una persona y calculo el tamaño de su cajón.
Algo, no sabía qué, lo indujo a mirar hacia el biombo de espejos. Entrevió entonces la cabeza, con el pelo engominado peinado para atrás, del gigante que parecía un mono. En cuanto se cruzaron las miradas la cabeza precipitadamente desapareció detrás del biombo.
XX
Al salir vio en la vereda de enfrente a Gladys, la auxiliar del viejo Gruter. La muchacha corrió a su encuentro y le preguntó qué hacía en ese lugar. Agregó:
– Quiero creer que nada malo te trae.
Tardó en comprender. Por último dijo con apuro:
– Vine por encargo de otros.
– ¿Otros? Los de siempre, más bien, apostaría. La santa familia ¿o estoy equivocada?
– ¿Cómo adivinaste?
– Pasemos. ¿Alguien murió? No, claro, ésos no mueren. Lo primero ahora es la purificación. Podríamos ir a un templo, pero yo prefiero otro recurso. El verdadero. El infalible. Trabajar un rato.
La miró con perplejidad. Ella dijo a modo de explicación:
– El trabajo purifica todo.
– Puede ser.
– Te acompaño a sacar algunas fotografías para tu libro.
– Don Juan Lombardo me espera. Tengo que darle este sobre.
– La santa familia, de nuevo. Por el señor ése dejaste para después las fotografías que ibas a sacar esta mañana. Parece justo que ahora te espere un rato. Nada hay más importante que tu trabajo.
– Muy justo.
Primero fueron hasta la casa de Almafuerte, en la calle 66. Pidió a Gladys que le tuviera el sobre, porque le molestaba, y se volcó en el trabajo, de muy buen ánimo. Cuando concluyó se encaminaron a la plaza Moreno, desde donde fotografió la Catedral. Cuando entraron a verla, se admiró de la altura. “Nunca pensé que hubiera un local tan alto”, comentó. Le gustaron mucho los vitrales. Tan embelesado los contemplaba que apenas oyó el murmullo de una vocecita, que le recordaba el zumbido de un moscardón. Distraídamente vio por ahí cerca una mujer en un reclinatorio y, sin pensar más, dedujo: “Es ella. Está rezando”. Seguido de Gladys caminó hasta la baranda que rodea el altar. Después de un instante descubrió algo raro. Donde él fuera, la vocecita aparecía. Cuando oyó la pregunta: “¿Quién es el diablo que está adentro?”, se hallaban detrás del coro, en un corredor en forma de herradura: por ahí no había reclinatorios ni mujeres rezando. Salieron de nuevo al cuerpo principal de la iglesia y se detuvieron debajo de una ventana con vitrales. No bien levantó la mirada para contemplarlos, oyó la vocecita. Parecía de alguien que hablaba con furia, pero sin abrir la boca. Aunque la pronunciación no era clara, oyó perfectamente unas palabras que lo sorprendieron: “A Satanás yo le ordeno que ahora mismo salga del cuerpo de Nicolasito Almanza”. Reflexionó que más valía salir cuanto antes a la plaza, porque tal vez Gladys había contraído una enfermedad y le iba a caer bien el aire libre. Al pasar junto a la pila del agua bendita Gladys mojó los dedos, le trazó en la frente una cruz y retomando su propia voz le dijo:
– Te ofrezco mi cuerpo. Quiero salvarte de esa mujer. -Cuando enfrentaban la luz de afuera, que les obligó a cerrar los ojos, Gladys continuó, con marcada animación-. Qué día lindo. Vas a sacar las mejores fotografías.
Almanza pensó: “No andaba errado. Salir de la iglesia le hizo bien”.
– Prefiero la niebla de ayer -contestó-. Es un poco tarde y el sol está demasiado alto.
Sin embargo, no suspendió la tarea. Cruzaron la plaza, blanquísima, y sacó el Palacio Municipal, el Palacio de Gobierno y, desandando camino, en 50, la casa de Dardo Rocha y después la plazoleta Benito Lynch, donde había un árbol en una maceta de azulejos, con nombres como La Florida, que lo dejaron pensando. Gladys explicó:
– Benito Lynch es una figura que amo, no sé por qué.
– Se hace tarde.
– No has perdido tiempo.
– Muy cierto, pero debo entregar el sobre a don Juan.
Era notable cómo Gladys lo había arrugado y hasta ensuciado. Almanza dejó ver, tal vez, su desconcierto, porque la muchacha dijo:
– No te preocupes. Me lo llevo a casa, le paso una goma de borrar, lo plancho un poco y queda como nuevo.
– No hay tiempo -dijo, preocupado-. Lo llevo como está.