– Perdón, señora, si molesto.
Miró la boca pintada. Tal vez por el aspecto de la señora, más vale desaliñado, la pintura de la boca resaltaba tanto.
– No, en absoluto. Es muy raro. Me habré dormido, yo que duermo tan mal.
– Una picardía, despertarla -se lamentó Almanza.
– Nunca duermo la siesta -aseguró doña Carmen.
– Perdone, señora, quería saber si llegó algo para mí.
Los labios rojos se fruncieron en un mohín de contrariedad.
– Cuando llega correspondencia, la entrego.
– Espero una carta del hombre que me contrató.
Los labios rojos volvieron a fruncirse.
– No me gusta que me tomen por sonsa.
Con su arrebato doña Carmen impidió el comentario que estaba por hacerle sobre la demora del giro. “Mejor para mí”, recapacitó Almanza. Quizá no convenga alertar a una posible víctima.
XXVI
Del cuarto número 5 salió un matrimonio con el que se había cruzado varias veces. No lo saludaban. Lo miraban entrecerrando un poco los ojos, con mal disimulada extrañeza o desconfianza. Eran gente mayor. El señor, de cráneo en forma de huevo, cara pálida, verdosa, opaca, lampiña y traje negro; la señora, parecida en cuanto a cabeza ovoide y ropa oscura, tenía la cara tan pálida como su marido, pero sombreada por la vellosidad. Doña Carmen les dijo algunas palabras cordiales y, cuando se alejaron, comentó:
– El matrimonio Kramer, ¡qué gente encantadora!, un verdadero pilar de esta pensión. Viven con nosotros desde el día en que la inauguramos y espero que nos acompañen por largos años.
Al final de la tarde trabajó en el laboratorio. Las revelaciones y las ampliaciones le probaron que a pesar de la luz vertical del mediodía había fotografiado bien. Conversaron como siempre y Gruter le dijo:
– Año tras año me gusta más mi trabajo, aunque me paso la vida ampliando fotografías comunes.
Explicó el viejo que solamente en el laboratorio podía uno hacer justicia a la incomparable luz de La Plata, a esa niebla sutil que algunas tardes envuelve los edificios y les da un encanto particular, como el nimbo a los santos. Concluyó:
– A veces me pregunto si el verdadero oficio del fotógrafo no empieza en el cuarto obscuro, en las piletas y en la ampliadora.
– Hasta ahí no lo acompaño. Sé que no soy nadie para discutir con usted, pero estoy convencido de que toda la fotografía depende del momento en que apretamos el disparador.
– ¿Y la máquina hace clic?
– Y la máquina hace clic.
– El disparo siempre es igual, aunque sostenga la cámara un fotógrafo de plaza, o el señor que la compró en la farmacia para sacar a su familia o un profesional como Gentile, como vos o como yo.
– Igual, sí, pero con la diferencia, como se dice en el truco.
– Vean cómo se agranda cuando habla de su oficio -comentó con aprobación Gruter.
– Está bien -observó Gladys-. El verdadero artista no se equivoca sobre su capacidad, ni para arriba ni para abajo.
Más alentado, Almanza declaró:
– Yo creo que es fotógrafo el que sabe cuándo debe apretar el disparador.
– Está bien -concedió Gruter-. Es fotógrafo el que sabe qué parte del mundo que nos rodea permite una buena fotografía.
– A veces me pregunto si no me hice fotógrafo porque me gustaba apretar el disparador.
– ¿Las cámaras no te atraen? Yo siento por las cámaras una atracción casi erótica -dijo Gladys.
Reflexivamente comentó el viejo:
– En boca de una niña ciertas libertades lo toman a uno de sorpresa.
– Yo creo en el poder de la mente -dijo Gladys- y concentro el que tengo en salvarlo de esa familia.
Como si él ya no estuviera ahí, comentó Gruter:
– Va a darnos trabajo. Cree en ellos, los quiere. Es un hombre que no prevé la mentira.
XXVII
Fue hasta la pensión, por si hubiera llegado el giro. No había llegado.
– ¿Qué sucede? -preguntó Mascardi, que salía de la pieza.
– Nada. Casi nada. Se me acaba el dinero.
– Hoy comemos en el restorancito. Una buena alimentación reanima. Es un remedio que no falla.
– No estoy para derrochar.
– Haceme caso. Yo pago.
Conversando, salieron a la calle.
– No puedo comer en restaurante, aunque pague otro, si no tengo lo que debo.
– Haceme caso. El giro va a llegar.
– ¿Y si no llega? ¿O si llega y no alcanza para nada?
– Entra a funcionar el plan Mascardi. En la mitad de la noche, cuando todo el mundo está en el séptimo sueño, dos amigos, cargados con sus pertenencias, abandonan en puntas de pie la pensión y con la mayor tranquilidad se dirigen a otra, en otro barrio.
– Todo el mundo estará en el séptimo sueño, menos la patrona, que no cierra el ojo.
– ¿Nicolás Almanza creyó eso? Un cuento que ella misma pone en circulación, para que los pensionistas no se le escapen en la mitad de la noche.
En tono grave dijo Almanza:
– No está bien que te juegues por mí. Para peor, siendo de la policía.
– ¿Peor siendo de la policía? En ese punto estás completamente equivocado. Te aseguro que la señora va a pensar dos veces antes de presentar una denuncia que puede envolver a un miembro de la repartición.
En el restaurante les dieron la mesa de siempre. El Viejito y Laura, que llegaron al rato, se sentaron con ellos. Laura comentó:
– Hoy al almuerzo no apareció ninguno de ustedes.
– Almorzamos en un café -dijo Almanza.
– Qué le vamos a hacer -dijo Mascardi-. El señor quiere ahorrar. No le mandan la paga.
El Viejito comentó:
– Yo creía que solamente el empleado público pasaba por ese trance. La verdad es que nadie se apura en pagar y que nadie te da respiro a la hora del cobro.
– Me perdonan si tardé -dijo el patrón-. ¿Qué les puedo servir?
– Para nosotros, un puchero -dijo Laura.
– Como ven, no pierde la manía de alimentarme -dijo el Viejito.
– Para el señor, un churrasco a la pimienta, bien picante -dijo Mascardi, señalando a Almanza-. Esta noche tiene que estar al pelo.
– ¿Por qué? -preguntó Almanza.
– ¿No esperabas una visita? -preguntó Mascardi.
– No estoy seguro.
– Por si acaso es mejor que te sirvan comida picante. No queremos que hagas un papelón.
– ¿Qué papelón? -preguntó Almanza.
Los otros se rieron.
– No les hagas caso -dijo Laura-. Son unos groseros y unos envidiosos.
XXVIII
Se había hecho a la idea de que tal vez no viese a Griselda esa noche, pero después de las bromas de Mascardi, que daban por segura la visita, en dos o tres ocasiones preguntó la hora, como si estuviera impaciente. Cuando llegaron a la habitación, Mascardi le recordó:
– Dijiste que ibas a poner el biombo entre las camas.
– ¿Para qué? No va a venir.
Sin duda no quería llevarse una desilusión.
– Te dijo que venía. Yo que vos estaría preparado.
– Estoy seguro que no viene.
– Y en caso de equivocarte, que se arregle sola… Me la imagino: una pobre cieguita, golpeando con su bastón las puertas, despertando a toda la casa.
– No tiene nada de ciega.
– Pero llega a un lugar que no conoce y lo encuentra a oscuras.
Almanza movió la cabeza con incredulidad. Le previno Mascardi:
– Nunca se sabe. Pensemos lo peor. Si la patrona sorprende a tu convidada, ahí nomás la echa y te echa. En ese momento, tan propicio, le anunciás que no vas a pagar la cuenta, por falta de plata. Te come crudo.
– Habrá que aguantarse.
– Me parece que te importa poco de esa chica, o señora, o lo que sea.