– ¿Por qué?
– No te importa que pase un mal momento. Estarás resignado, quiero creerlo, a que tu Griselda, aunque no conozca lo que se llama el orgullo, te haga la cruz. Quién te dice que no salgas ganando.
Minutos antes que el reloj de péndulo diera las doce, Almanza, no del todo convencido, puso el biombo entre las camas, entreabrió la puerta, avanzó a tientas por la penumbra del salón, hasta que sus manos extendidas tocaron la puerta cancel. Si Griselda llegaba, desde luego convenía que él estuviera ahí para recibirla. Es verdad que esa llegada le parecía increíble; de todos modos pasó un largo rato atento únicamente al esperado rumor de la llave en la cerradura, que no se producía. No pensó que Mascardi lo hubiera mandado a ese plantón para mofarse.
XXIX
Cuando el reloj de pie dio las doce y cuarto, Almanza se dijo que ya podía irse tranquilamente a la pieza. Más le valía no prolongar el plantón. A Griselda, con el viaje, se le había hecho tarde para visitarlo esa noche. Por su parte, llegaría a la pieza con alivio, como el que se salva de un engorro, pero a los pocos minutos se preguntaría si no se había apurado. Para qué negarlo: tenía ganas de ver a Griselda. Nunca había tratado a una mujer igual, tan aseada, tan linda. Tan sincera también. Y aparte de todo eso, porque le había gustado estar con ella, la extrañaba. Se dijo entonces que lo más atinado era quedarse ahí hasta que el péndulo del reloj marcara el próximo cuarto de hora. A lo mejor le daba tiempo a Griselda para llegar. De gente conocedora había oído que las mujeres, principalmente las bien vestidas y lindas, no se preocupan por el horario. Es claro que de cuarto de hora en cuarto de hora; podría muy bien pasarse ahí toda la noche. Lo que de veras lo sorprendió fue el rumor inconfundible, tan esperado un rato antes, de la llave en la cerradura. Miró con la mayor atención, la puerta que se abría y la vio a ella o, mejor dicho, casi no la vio. Estaba en la oscuridad, con la cabeza envuelta en un pañuelo y el cuello del impermeable levantado. Perplejo y confuso, recordó comentarios de los muchachos del pueblo, sobre señoras que entraban con aparatoso disimulo en hoteles, y lo enojó que su amiga se portara como ellas. Con un ademán, por no saber qué decir, le indicó la puerta del cuarto. La muchacha se deslizó adentro. “¿Por qué esta pantomima?”, se preguntó, pero recapacitó que tal vez él tuviera la culpa, ya que había insistido en el peligro de que la patrona los descubriese. “Peligro ¿de qué, háganme el favor? Yo fui el chiquilín.” Justo en el momento en que se disponía a entrar en la pieza, oyó a sus espaldas la voz de la patrona, que preguntaba:
– ¿Se puede saber qué ocurre, señor Almanza?
Caminó hasta la ventanita, miró, muy serio, a doña Carmen y dijo:
– Nada, pero desde ya, si usted quiere, me voy.
– ¡Qué malo es, Almanza! ¿Cómo voy a querer que se vaya?
¿Por qué le hablaba así? Él no había tenido intención de amenazar ni de mostrar enojo, sino de avenirse a la voluntad de la señora, que era la dueña de casa. Dio las buenas noches, entró en la pieza, encendió la luz. “No está acá”, pensó, de nuevo perplejo. Vio en seguida la ropa tirada por el suelo, miró la cama, descubrió que la chica estaba debajo de las mantas. Arrimaba la mano para levantarlas, cuando resonó el grito sofocado: “Soy yo”, volaron las mantas por el aire y apareció desnuda, tapándose la cara, risueña pero avergonzada, Julia.
No podía creer lo que veía.
– Yo te quise primero que ella -protestó, mirándolo ansiosamente-. ¿Quién te acompañó a fotografiar? Creía que congeniábamos, por eso vine. Nunca se me ocurrió que te ibas a enojar.
Pensó que Julia, en su llanto, no hacía muecas y que le gustaría fotografiar esa cara tan linda, empapada en lágrimas. Le dijo que era muy linda. Julia contestó:
– Entonces besame.
XXX
Descansaron un rato, en silencio; después conversaron. Julia le confesó que a la tarde, cuando él se asomó, don Juan le pegaba.
– Vio que yo sacaba de la mesa de luz la llave que le diste a mi hermana.
– ¿No quería que vinieras?
– Quería que viniera Griselda. No vayas a creer que le divierte mucho que su hijita preferida ande con hombres, pero no pierde la esperanza de que por vos olvide a Raúl. ¿Todavía no descubriste cuál es el juego que le gusta más a mi padre?
– Nunca pensé en eso.
– Sos una buena persona. A mi padre le gusta manejar a los otros, sin que sepan que los maneja ni para qué.
– ¿Quién es Raúl?
– El marido, o ex, de Griselda. Ella se largó a Brandsen para verlo, con el pretexto de que no paga lo que el juez ordenó. La pura verdad, por otra parte.
– ¿Lo quiere?
– No sé si lo quiere o si quiere impedir que yo vuelva a él. Yo tendría que estar loca.
– ¿Que vuelvas a él?
– Era mi novio o como quieras llamarlo. Me lo sacó Griselda. Por suerte. El tipo no vale nada. Lo más lindo es que mi padre dice que yo le saco los hombres a mi hermana. Ahora me voy, porque me cansé de hablar susurrando.
– No te vayas todavía.
– Tengo que irme. Te dije en broma lo de hablar susurrando, aunque en verdad es cansador. Tengo que irme porque no puedo llegar tan tarde.
– Te acompaño.
Lo besó y le dijo:
– No te levantes. Quedate bien tapado, que hace frío. Me voy sola. Te aseguro que no es necesario que me acompañes hasta casa.
La acompañó y, cuando llegaron a la otra pensión, quiso entrar, para llevarla hasta el cuarto. Julia dijo:
– Mejor que ahora te vayas.
Un poco en broma, un poco en serio, agregó que él era muy valiente.
– ¿Por qué?
– ¿Cómo, por qué? Estabas dispuesto a ir conmigo hasta la propia boca del lobo.
No aclaró si el lobo era Griselda o don Juan.
En el trayecto de vuelta le pareció ver, a lo lejos, en una esquina, a Mascardi. Almanza lo saludó con la mano. El otro, fuera quien fuera, se perdió en la oscuridad.
Al entrar en la pensión oyó una severa voz inconfundible.
– Joven Almanza.
– ¿Doña Carmen?
Desde su ventanita (un rectángulo iluminado en la pared oscura) la patrona muy pintada y con la cabeza envuelta en un mantón negro, de flores rojas, hizo un mohín que pretendía ser pícaro, pero que traslucía irritación. Exclamó:
– Cuántas idas y venidas. Cuántas vueltas y revueltas. ¡Qué horas!
– Tiene razón, doña Carmen. Ha de ser tarde.
Se deslizó a su cuarto, y no se acordó de retirar el biombo, para ver si Mascardi estaba. Tenía sueño. Se aflojó el cuello, se tumbó en la cama.
XXXI
Se levantó a la hora de siempre. Cuando se acordó, apartó el biombo. Mascardi no estaba. El desorden de sábanas y mantas parecía indicar que durmió ahí. Al pasar al salón oyó:
– ¿Gusta un mate?
Le hacía la pregunta la señora del inspector de estaciones de servicio. Con ella mateaba una muchacha, de grandes ojos y largas trenzas, relucientemente oscuras. Tardó un instante en contestar, porque se admiró ante la desconocida. Así encuadrada en el alto respaldo del sillón de mimbre, la veía como si ya la tuviera en una foto. Una postal, quizá.
– No se moleste, señora -contestó.
– No es molestia -dijo la señora Elvira y le pasó el mate.
Tras una chupada comentó:
– Está muy bueno, señora.
– Algunos dicen que tengo buena mano para cebar.
Almanza recordó que el viejo Gentile siempre comentaba que sería una gran idea preparar una colección de postales para las fiestas de fin de año. Cuidando las palabras dijo: