– Si uno se atiene a tus palabras, todo es fácil.
– Lo es. Vamos a almorzar.
– Para que salgas con la tuya.
– Y no pases hambre. ¿Para qué están los amigos?
– De un amigo, quería hablarte. De Lemonier.
– ¿Qué hay con Lemonier?
– Eso te pregunto yo.
– Que yo sepa, nada, pero de seguir con la conversación, cuando entremos nos dicen que no sirven hasta la noche. -Hizo una pausa y preguntó: -¿O te has olvidado del número de Gabarret?
– Lo recuerdo.
Mascardi lo tomó de un brazo, cruzaron la calle y entraron.
– Le pedimos a la patrona que llame.
Por de pronto pidieron puchero. Como siempre, o casi, era el plato del día. No tardaron en servirlo, pero ya se habían comido una panera de felipes, pálidos y brillosos.
– El señor, acá, tiene que hablar con un número de Las Flores. ¿Podría su señora encargarse del llamado?
Almanza dio el número. Cuando el patrón se retiró, preguntó a Mascardi si estaba completamente seguro de no saber qué pasó con el Viejito.
– ¿Pasó algo?
– Se lo llevaron.
– ¿Lo metieron adentro? No pensarás que yo tengo algo que ver.
– Hay quien lo piensa.
– Se equivoca de medio a medio. ¿Qué clase de policía creen que soy? No estoy para perder el tiempo, ni tomo por peligroso activista a un charlatán de café. Te digo más: hoy mismo averiguo en la Jefatura si alguien sabe algo. Desde ya me comprometo a poner el hombro para que suelten a ese pobre farabute. Si me dan calce, ¿estamos de acuerdo?
Almorzaron, tomaron varias tazas de café y por último consiguieron la comunicación con Las Flores. Cuando Almanza volvió a la mesa, Mascardi preguntó:
– ¿Qué te dijeron los atorrantes?
– Que mandaron el giro. Me he sacado un peso de encima.
– Te sacaste un peso y te quedaste con la ansiedad.
– ¿Por qué?
– Se va a hacer esperar el giro. Si no, explicame por qué es tan rico don Luciano. Si aplicamos el método deductivo descubrimos que la plata ajena trabaja para él. Ahora está de turno la tuya.
– De todos modos voy a pasar por la pensión a ver si llegó la carta -dijo Almanza.
– Te apuesto que no llegó.
– ¿Vamos andando?
– Siento mucho. Para mí, se hizo tarde. No te olvides que yo tengo un trabajo en serio, con horarios que cumplir.
XXXIV
En la pensión encontró, por cierto, a doña Carmen en su ventana. La señora lo saludó. “Si hubiera llegado algo, me diría”, pensó. “Ahí, en la ventanita, parece una foto encuadrada.” Sintió, entonces, el impulso de fotografiarla. Este impulso de fotografiar en el acto lo que tenía delante, en ocasiones le resultaba cargoso. Lo había comentado con Gentile, que le dijo: “Es tu fuego sagrado. Esperemos que no se apague nunca”.
A la pregunta de si podía fotografiarla, doña Carmen respondió con una salida (“¿La máquina está asegurada? ¿No teme que se le rompa?”) que le hizo reír.
– ¿Cuándo quiere fotografiarme?
– Ahora.
– En un minutito me mudo. No me va a sacar con esta traza. Parezco una gitana.
– Está muy bien, señora, y no es necesario que se mude. Hoy le fotografío la cara, nomás.
– ¡Qué suerte! Siempre quise tener un cuadro de mi cara.
Mientras ella se pintaba la boca, se sombreaba las pestañas, se arreglaba el pelo, Almanza miraba a través del objetivo y pensaba “Qué cara grande. Cuando la señora la vea en el papel, capaz que se enoja”. Recordó un dicho de Gentile: “La salvación de nuestro gremio es el cariño de la gente por su cara”. La señora preguntó:
– ¿Para dónde miro? ¿Quiere que sonría? Dígame si estoy linda así.
Almanza le pidió que girara despacio la cabeza, de izquierda a derecha, levantando un poco el mentón. Cuando desapareció la papada y no se notaron los pliegues debajo de los ojos apretó el disparador. Después de sacar unas buenas fotos, le pidió que se envolviera la cabeza con el mantón floreado y que se asomara a la ventanita.
– ¿Como anoche, cuando usted vino?
Estaba seguro de que la fotografía iba a ser llamativa y extraña. La señora preguntó:
– ¿Cuándo las voy a ver?
– Mañana.
Parecía contenta.
– Gracias -exclamó-. Permítame darle un beso.
Almanza pensó: “Pobre señora, va a estar menos contenta cuando le diga que no recibí la plata para pagarle la pensión”.
Antes de que llegara a la puerta, lo llamó.
– No sabía que usted era tímido. Conmigo no lo sea. Deme su palabra que siempre va a decirme lo que piensa.
Asintió, aunque no entendía del todo; lo suficiente, sin embargo, para saber que faltaba a la palabra si no preguntaba:
– ¿Llegó algo para mí?
– ¡Con la excitación de la foto, lo olvidaba! -Tragó saliva y continuó: -Llamó su Griseldita. En este preciso momento lo está esperando en la confitería de 53 entre 5 y 6.
XXXV
Al entrar en la confitería vio a Griselda en una mesa del fondo y pensó que de lejos también era linda. “Mejor así”, pensó, aunque sabía que eso no iba a servir de mucho en la conversación que lo esperaba: más de una pregunta sobre la noche anterior y quejas. Debía aguantar lo que viniera, porque Griselda se portó bien y él (sin proponérselo, es verdad) le faltó.
Por algo solía decir Gentile que las mujeres nos dan veinte vueltas. Después de saludarlo, sin dejar ver ningún enojo, Griselda quedó callada mirándolo. El silencio duró lo necesario para que Almanza de nuevo se preguntara si no debía prepararse para un interrogatorio. Entonces oyó una pregunta increíble:
– ¿Estás enojado conmigo?
Contestó que no. Griselda se puso a explicarle por qué se había demorado en Brandsen más de lo previsto. Al principio no parecía enterada de la visita de Julia, después, sí. Almanza no sabía qué pensar.
– Te aviso que yo, por mi marido, no siento nada. Me largué a Brandsen para hablar con él, porque no quedaba otro remedio. Hay que pelearlo de vez en cuando; si no el desgraciado no se acuerda de la mensualidad de los chicos.
En el acto corroboró Almanza:
– La gente no paga si no la cargosean.
– Yo no cargoseo a nadie -replicó secamente Griselda.
– Estoy seguro.
– ¿Te gusta hablar en una confitería?
Tardó en contestar porque la pregunta lo sorprendió un poco.
– No entiendo -dijo.
– A mí no me gusta. Hay gente oyendo y mirando. Te digo más: hay demasiada gente. Quisiera que estuviéramos solos.
– Vamos al parque. Es claro que no me sobra el tiempo…
– Si te esperan lo dejamos para mejor oportunidad.
– Tengo que pasar por el laboratorio, para revelar y ampliar las fotos que saqué hoy.
– Ha de haber cosas más importantes que la fotografía.
Aunque no sabía por qué, la aseveración lo enojó. Contestó con despecho:
– Es mi trabajo.
– Hay cosas más importantes que tu trabajo. ¿O no? En todo caso, yo quería que habláramos de algo que es importante para mí.
– Vamos al parque.
– ¿A caminar, a cansarnos? Nada me aburre más. Quiero creer que hay otros lugares.
– No sé.
– Hoteles, por ejemplo.
Se dijo “Francamente no tengo ganas de llevarla a un hotel”. Como si le hubiera adivinado el pensamiento, Griselda aclaró:
– No creas que te voy a pedir que te acuestes conmigo.
– Le voy a preguntar al mozo si hay algo por acá.
Mientras tanto se preguntó si lo que tenía en el bolsillo alcanzaría. Ir a un hotel para conversar le parecía un despilfarro. Peor todavía en tiempos de estrechez.