Volvieron a comentar y a comparar sus experiencias de la tarde en el hotel. Nunca lo hubieran creído: burlándose de ellos mismos, fraternizaban y se divertían. Empezó a llover. Como ya estaban cerca no se guarecieron en un zaguán, ni siquiera caminaron junto a las casas. Corriendo y entre risas el trayecto pareció más corto. Cuando llegaron, Mascardi se despidió y se fue. De pronto se preguntó Almanza: “Vino hasta acá ¿para acompañarme o para seguirme? Es una vergüenza que yo tenga esta duda”.
Al verlo, Gruter exclamó:
– Pobre chico. Mojado hasta los huesos. Gladys, le das una muda de mi ropero, para que el chico se ponga ropa seca.
Almanza no aceptó el ofrecimiento. Dijo que no tenía frío y que su ropa se iba a secar.
– ¿Puesta? -preguntó Gladys.
– Puesta -dijo.
Trabajaron en el laboratorio. Al principio lo reconfortó el calor de ese cuarto cerrado. Gruter le dijo:
– ¿Serías tan bueno de permitirle una impertinencia a un viejo?
– ¿A qué viejo?
– Al que ahora te habla.
– Lo que usted quiera, señor.
– Una pregunta, simplemente. Después del trabajo ¿dónde vas?
– A casa. A dormir.
– Menos mal.
– ¿Por qué menos mal, señor?
– Pensé que de aquí marchabas a ver a una de tus amigas. De la familia ésa que no te suelta.
– Con el debido respeto, las hermanas Lombardo son buena gente.
– Puede ser. De todos modos, no olvidemos que sin contar las Lombardo, en el mundo hay infinidad de cosas y que para conocerlas tenemos una sola vida. Ya sé que la otra, la que viene después, vale más, mucho más; pero no es de este mundo.
– No estoy seguro de entender.
– Lo que te digo es bastante claro. Si la principal ocupación de tu vida es acostarte con mujeres, vas a perder una porción de cosas.
– Ante todo, señor, está el trabajo y doy cumplimiento, como puede apreciarlo por mis fotos. No serán buenas, pero me esmero y son muchas.
– Muchas y buenas. Tienes vocación.
– Mejor así, ¿no?
– Claro, pero no hay que desperdiciarla. Te prevengo: la vida pasa pronto y estás en una edad peligrosa. Hasta los treinta, la gente no hace más que fornicar.
– ¿Y después?
– Nada cambia. Leí no sé dónde que la vida se compone de nacer, fornicar y morir. El resto no sería más que yugo, para ganar el sustento, y representación (la llamada cultura), un teatro para quedar bien ante los otros y uno mismo.
– Yo fotografío, señor.
– A eso voy. Cuando uno fotografía así -exclamó Gruter, mostrando una ampliación en que la plaza Moreno, al rayo del sol, parecía nevada y fantasmagórica-, tiene algo que cuidar.
– No me va a pasar nada.
– Está bien, pero no seas tan confiado. ¿Nunca te sucedió de avanzar por la oscuridad en un lugar que conoces perfectamente y de pronto extraviarte?
– Me sucedió; ¿qué tiene que ver?
– Tiene mucho que ver. A lo mejor te cuesta creerme: esas Lombardo me preocupan. Apostaría que no piensas demasiado en el mal.
– Es posible. Me dicen que no soy rencoroso.
– Ya me estás confundiendo, pero sigamos. No bien te mueras vas a encontrarte en un sueño como el de cualquier noche.
– Le digo la verdad: eso no me gusta. Pero usted ¿cómo lo sabe?
– Habrás oído, quiero creer, que el alma es inmortal. Aunque entierren tu cuerpo el alma sigue viviendo. Para prepararnos a esa vida soñamos. No busques. No hay otra explicación para los sueños. Son anticipos. Con una diferencia, es claro: tienen despertar.
– Casi nada la diferencia. Le juro que no le miento: lo que usted pinta no me gusta.
– No temas. Todo depende de tu voluntad. El sueño de la muerte no tiene por qué ser una pesadilla.
– ¿Puede ser una pesadilla?
– ¿Qué otra cosa es el infierno?
XLII
Cuando concluyó el trabajo, preguntó a Gruter si quería que lo ayudara en las revelaciones y en las ampliaciones prometidas para el día siguiente, a los clientes del laboratorio. El viejo le dio las gracias y le dijo que se fuera a la cama, porque parecía cansado. Lo estaba realmente, pero sobre todo sentía calor, más que nada en la frente y en la nuca, aunque de vez en cuando se refrescaba, porque un frío le recorría el cuerpo. Entre el laboratorio y la puerta de calle, Gladys le cerró el paso. Le apoyó las manos en los hombros y mirándolo muy seria le dijo:
– Te dejó preocupado.
Atinó a contestar:
– No.
– Es comprensible. Más que preocupado, perturbado. El señor Gruter descorrió, como quien dice, la cortina, el velo, y te mostró el más allá, donde pululan demonios, algunos de cara conocida, otros no. ¿Qué tal? Una conmoción. Te parece que la cabeza te va a reventar. Muy comprensible.
– Sí, me parece que la cabeza me va a reventar, pero no por lo que dijo el señor Gruter.
– Una coincidencia, entonces. Me apena que por orgullo no admitas los hechos. Para el pecado de soberbia, Nicolasito, no hay perdón.
– Ni siquiera sé de qué me estás hablando.
– Sabés perfectamente. Te hablo de esa familia. ¿Por qué no puedes apartarte a tiempo y salvarte? ¿Por las mujeres? No las has de querer tanto, si engañas a una con la otra.
– No las engaño.
Gladys retiró las manos de los hombros. Caminaron hasta la puerta. El abrió, salió y se detuvo. Quedaron uno frente a otro. Donde las manos de la chica estuvieron apoyadas, ahora sentía frío.
– ¿Las quieres a las dos? No entiendo.
– A lo mejor me gustan las dos, pero como querer, tal vez a una sola. No sé.
– Y ellas se avienen. ¿Es necesario algo más para que entiendas que Gruter dice la verdad? No solamente Gruter: todos los que te queremos. ¿O todos estamos equivocados? ¿Qué te dan esas dos? Lo que te daría, con un poco más de limpieza, cualquier mujer. ¿Me has oído? Cualquier mujer.
– Sí, Gladys, pero no estoy bien. Ahora tengo que irme.
– No sabía que eras tan malo.
Corrían lágrimas por la cara de la chica.
– ¿Qué te pasa? -preguntó Almanza, inútilmente, porque la puerta ya estaba cerrada.
XLIII
Afligido, se preguntó qué la habría disgustado a Gladys. Con la misma aflicción pasó a preguntarse por qué no le pidió prestados a Gruter unos pesos para el viaje. El trayecto a pie, con el malestar que le embotaba la cabeza y le enfriaba la espalda, parecía demasiado largo. El sobre con las fotografías pesaba más que nunca. Estuvo a punto de tocar el timbre, pero previó malentendidos, explicaciones con Gladys, que de antemano lo cansaron. Partió, entonces, no del todo seguro de que las fuerzas le alcanzaran para llegar. La primer dificultad que encontró fue inesperada. En ese trayecto, que conocía mejor que tantos platenses, lo sorprendió primero el miedo de extraviarse y bastante pronto la sospecha de ya estar extraviado. Se sobrepuso. Ante sus ojos se prolongó la habitual perspectiva de la avenida 51, hasta donde la iluminación dejaba ver. Con alivio reconoció en su camino la casa con la puerta en el centro y los dos balcones a los lados; el almacén El Emporio, con las cortinas metálicas bajas; la inmobiliaria Barrenechea, con su lista de departamentos y terrenos, en la que podía leerse: “Joven licenciada prepara ingreso cualquier facultad”. Almanza pensó que esas casas eran mojones: le probaban que andaba por tierra conocida. Con verdadera satisfacción divisó el obelisco de la avenida San Martín, cruzó después las vías del paso a nivel y llegó, sin notar la distancia recorrida, a la ruta 3, por la que dobló a la derecha, siguió la curva hacia la izquierda, vio el campo y por último, desconsolado y con alguna zozobra, el cementerio. Encontrarlo ahí le disgustó, porque ése era el cementerio de Las Flores. Aunque estaba muy aturdido pudo recapacitar y, por una sucesión de revelaciones, recordó que también eran de Las Flores la avenida San Martín, el obelisco, el paso a nivel, la ruta 3 y la curva que lo llevó al cementerio. Comprendió que estaba soñando, pero de un modo nuevo y desagradable. Por lo general, cuando soñaba, no sabía que soñaba o, si lo sabía, podía despertar. Ahora sabía que estaba soñando, pero no podía contener las ocurrencias del sueño.