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– Vamos mañana.

– ¿Cuando llegue el giro? El precio de la entrada son monedas. ¿O te parece que si yo pago, te mantengo?

– No es eso. No quiero agrandar las deudas.

– La entrada cuesta menos de un peso.

Julia las pagó, lo tomó de un brazo, lo llevó adentro.

L

Almanza caminó debajo del esqueleto de una ballena que colgaba del techo. Contó los pasos: más de treinta. Julia le preguntó si iba a fotografiar “esa preciosura”.

– No -contestó, después de leer la chapa explicativa-. A esta ballena la pescaron en el mar del sur. Voy a sacar únicamente a los animales antediluvianos.

– ¿Son más lindos?

– No, pero dan que pensar. Se pregunta uno cómo habrán sido y cómo sería el mundo de entonces.

Fotografió el esqueleto de un plesiosauro. Julia dijo:

– En lo que decís trabaja la imaginación. No creo que sirva para eso la máquina fotográfica.

– ¿Por qué? -preguntó Almanza.

– Un esqueleto se parece a otro. Todos te recuerdan la muerte.

– Puede ser.

– Caramba, te desanimo.

– Nunca me desanimás -contestó.

Salieron por el sendero que los trajo. Almanza pensaba: “Me gustaría seguir con ella. Qué desgracia que no vino el giro. Cualquier lugar donde llevarla cuesta plata”.

– Quería hablarte de mi padre.

– Si no lo mencionabas, ni me acordaba. Me está esperando.

– ¿Mi padre?

– Me llamó esta mañana. Quería verme. Cuanto antes.

– No vayas.

– No puedo hacerle eso, después de tenerlo esperándome el santo día.

– Quiere usarte.

– Sea lo que sea, me comprometí.

– No dejes que te agarre. Soy la hija y lo quiero. Por algo te digo: cuidate.

– No tengas miedo. No me va a pasar nada. Yo creo que soy un hombre con suerte.

– ¿No te da miedo decirlo?

– No, ¿por qué? ¿Vamos andando?

– Hago unas compras y voy. Llegás primero.

LI

Cuando Almanza entró en la pensión de los Lombardo, la patrona lo recibió con el comentario:

– Menos mal. Yo me decía: si no llega ¿quién lo aguanta al viejo?

– ¿Está en la pieza?

– Como un león enjaulado.

Subió la escalera, no sin detenerse a mirar los vitrales. Eran tan lindos como en el sueño, pero tal vez menos que los otros, los que vio con Gladys. Qué raro: siempre fue partidario de las figuras y ahora prefería esos cuadraditos o losanges. Tal vez porque le recordaban el arlequín de una lámina que le gustó mucho, de un libro que tenía Gentile. Golpeó a la puerta.

– Adelante -dijo, desde adentro, don Juan.

Sentado en un sillón de hamaca, tendía una mano que retiró apenas tocó la de Almanza. Éste le dio las buenas tardes.

– ¿Se puede saber qué estuviste haciendo hasta ahora?

El tono en que fueron dichas las palabras era de irritación y de cansancio.

– Primero, fotografías.

– Vaya, vaya.

Don Juan lo miraba bondadosamente y en su boca se entreveía una sonrisa de diversión.

– Trabajé bastante bien.

– ¡Qué gran noticia!

– No puedo quejarme.

– Yo sí. Ayer te hago partícipe de un plan que me afecta en lo más hondo. Hoy te digo que vengas ¡y vean la hora de llegar!

Una confusa, rápida situación ocurrió entonces. La puerta se abrió y apareció Julia. Se levantó don Juan del sillón, recogió un sobre que había sobre la mesa y lo guardó en un bolsillo. Julia tomó de un brazo a Almanza, le dio un beso, le dijo:

– No aflojes -y en voz más alta-. Ingrato, ¿cuándo te veo?

Don Juan lo tomó del otro brazo y lo condujo hasta la puerta.

– Bueno -exclamó-. No te retengo más.

Almanza balbuceó:

– Pero usted me dijo…

Interrumpió don Juan.

– No es molestia. Salgamos. Te acompaño unas cuadras. El que no se ventila, se entumece.

– Yo pensaba… -insistió Almanza.

Julia le sonreía. Don Juan le dijo:

– ¿A quién le interesa lo que pensaste? Un mozo presumido. -Volvió a tomarlo del brazo y lo empujó hacia la escalera. -Por favor, salgamos.

Almanza logró decir:

– Créame, don Juan, no sé de qué habla.

– ¿Nunca te dijeron que no eras avispado?

– Que yo recuerde, no.

– Tampoco has de recordar lo que te dije ayer. No quiero hablar delante de las muchachas. Te lo dije y te lo repito: no deben enterarse Julia y Griselda; son demasiado sensibles. Hasta capaces de ofuscarse y traer dificultades. Por ese motivo te saqué, para hablar a solas, de hombre a hombre.

– Hable, señor.

– Vamos a un café, a conversar, como gente que se respeta.

LII

De nuevo estaba Almanza por sentarse en la primera mesa libre, cuando le preguntó don Juan:

– ¿Nadie te comparó con un caballo mañero?

– Yo no lo iba a permitir, señor.

– Bien contestado. Eso no quita que todo el tiempo endereces para donde no es. Me dirás que no lo haces adrede. De acuerdo, aunque al obrar así dejas ver tu desatención. ¿Y qué te he pedido, más de una vez, para contarte mis problemas? Tu atención por un miserable minuto. Ya lo sé: poner atención es el peor sacrificio que se puede pedir a hombres y bestias. Ahora, como queremos hablar sin que nos oigan, vamos a elegir una mesa alejada. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

– ¿Qué van a tomar?

– Un vermouth con bitter y un café cortado -contestó don Juan-. Traiga también ingredientes: aceitunas, queso, maní, lo que tenga.

“Otro cortado tibio y ni la señora me salva”, pensó Almanza. Don Juan comentó:

– Se complicó la cosa. Todo siempre se complica.

– Lo lamento.

– No hay motivo. Precisamente porque se complicó, puedes resultar ganancioso. Pero ya me olvidaba. Traje algo para mostrarte.

Sacó de un bolsillo interior un sobre y, de éste, media docena de fotografías que esparció en la mesa: una criatura sobre un almohadón, probablemente de terciopelo, acordonado y con borlas; un escolar, de guardapolvo y mochila en la espalda; un niño teniendo del cabresto un caballo, rodeado de tres o cuatro perros ovejeros; el mismo niño a caballo; un adolescente, de bombachas, empuñando una larga horqueta, junto a un bañadero de ovejas; un hombre joven, de traje y corbata.

– ¿Ventura?

– Ventura -contestó don Juan-, desde la primera infancia hasta poco antes de su partida. Si yo no lo quise, ¿por qué guardo este montón de fotos?

– ¿Para quién el cortado? -preguntó el mozo.

– Para el señor -Almanza contestó sin apuro.

Don Juan pestañó, abrió los ojos, miró a Almanza, al cortado que le arrimaban y cuando pareció al borde de un ataque de apoplejía, sonrió con afabilidad, recogió las fotos y dijo:

– El joven aquí presente -señaló con un dedo a Almanza- ha cometido un error. Usted y yo, por esta vez, lo vamos a perdonar. ¿A quién se le ocurre que voy a pedir un cortado? Pedí vermouth con bitter. Llévese este brebaje, tenga la bondad, y tráigame el vermouth de siempre.

Innecesariamente aclaró Almanza:

– Los cortados a mí no me gustan.

– Ahora viene la yapa -dijo el viejo-. Una última foto, la más ¿cómo te diré? significativa. Una a todo color.

Trajeron el vermouth con bitter, bebió un trago don Juan y Almanza esperaba la foto que iban a mostrarle. “Por lo que me importa”, pensó, como quien se encoge de hombros. En ese momento don Juan la puso en la mesa, con el ademán del jugador que echa un triunfo.

– Soy yo -dijo Almanza-. Está fuera de foco, tengo los ojos cerrados, pero se ve a la legua que soy yo.

– Acertaste. Yo creí, lo confieso, que la ibas a tomar por otra de Ventura. Es claro que tu caso es muy especial. Un fotógrafo no mira las fotos como el resto de la gente.