– Llamó el funebrero Lo Pietro. Me pidió que te diga que a cualquier hora que vengas, vayas a verlo. Que se trata de algo importante. Te espera.
– Con el sueño que tengo…
– No le hagas caso. Primero está tu salud.
Almanza pensó: “Ya don Juan le contó que no pudo convencerme. Ahora va a probar él”. Dijo:
– Si me está esperando, voy.
Pensó: “Y le digo cuanto antes que no”. Se lamentó doña Carmen:
– Vas a volver tardísimo.
– Voy y vuelvo -afirmó Almanza.
LIV
Empujó confiadamente la puerta de La Moderna, que no cedió. Tuvo ganas de postergar la visita para mejor ocasión, pero se dijo que no tardarían en llamarlo y que debería costearse de nuevo. Apretó el timbre. Poco después, una voz infantil, que reconoció como de Carlota, la hija de Lo Pietro, preguntó desde adentro:
– ¿Qué desea?
– Su padre me llamó. ¿Se acuerda de mí? Soy el fotógrafo, su colega.
La chica abrió y lo hizo pasar.
– Papá salió. Lo llamaron de casa de un cliente.
– Vuelvo mañana.
– Por favor, pase al salón. Papá no puede tardar. Voy a preguntar al Mono si dejó algo dicho.
En cuanto entró en el salón, oyó una musiquita, por momentos animosa, por momentos sentimental. Encontró el lugar muy cambiado. “Acá está la columna, con la famosa planta, de que habló Lo Pietro”, se dijo. “Acá, las fotografías.” En la pared del fondo colgaban dos fotografías en sepia; una a la izquierda del escritorio, otra a la derecha; las dos alargadas. La primera mostraba un cortejo de coches coupés, encabezado por un enorme coche fúnebre, tirado por cuatro caballos negros; delante de los caballos había un grupo de señores, de bigote y levita; la foto de la derecha, sin duda más reciente, mostraba un cortejo de grandes automóviles, encabezado por un furgón; delante del furgón había un grupo de señores correctamente vestidos, entre los que descubrió a un muchacho que se parecía bastante al señor Lo Pietro. “El señor Lo Pietro cuando joven”, pensó. También pensó que por suerte se le había pasado el sueño, porque a lo mejor iban a tenerlo mirando esas fotos y oyendo esa musiquita hasta quién sabe cuándo. Examinó la columna de porcelana, de un azul oscuro que le gustó mucho, y después el biombo de espejos. Aunque no eran pocos los ataúdes en el salón, reflejados en los espejos del biombo parecían más. Un poco fuera de foco, eso sí. Movió la cara frente a uno de los espejos y notó momentáneas deformaciones, como si la superficie del vidrio fuera ondulada. “Se ve que son antiguos. No se comparan con los de ahora”, se dijo. Estaba ocupado en tales consideraciones cuando le pareció ver otra cara. Por un instante creyó que era la propia, que se multiplicaba como los ataúdes. Luego notó que la otra estaba un poco más atrás y que era la del empleado de la cochería, el de traje de etique y traza de mono. Parecía inmóvil, agazapado, pero avanzaba lentamente. El individuo se acercaba muy despacio, con una mano en alto, empuñando una jeringa de larga aguja, a lo mejor resuelto a vacunarlo. Almanza golpeó esa mano, de abajo para arriba. Se le abalanzó el otro. Lo esquivó, haciéndose a un lado, lo empujó. Encima del hombre cayó el biombo, que se rompió en pedazos, con mucho estrépito y muchos reflejos. En el apuro por salir antes que se levantara el caído o apareciera Lo Pietro y descubriera el biombo roto, se golpeó la frente contra el borde de un ataúd. “Por suerte no es nada”, se dijo. Cruzó dos puertas y salió a la calle. No oír la musiquita, estar afuera, ver a Julia fueron sucesivas alegrías.
– ¿Qué te pasó?
Almanza refirió los hechos.
– Te dije que no te dejes agarrar.
– Por tu padre.
– Lo Pietro es el compinche malo.
– ¿Cómo supiste que venía?
– Quise hablarte, para ver cómo te había ido con mi padre, y la patrona me dijo que te llamó Lo Pietro. Noté, en la voz, que estaba preocupada. Las mujeres somos locas.
Antes que pudiera protestar, Julia paró un taxímetro.
– Me he golpeado la cabeza, pero no las piernas.
– ¿Te duele mucho?
– Nada.
En realidad estaba un poco débil; mareado quizá. Julia ordenó al taxista que los llevara a una farmacia. Preguntó:
– ¿Hay alguna de turno, por el barrio?
Almanza pensó: “Todo se me da en pares”.
– ¿Qué te pasa? -preguntó Julia-. Parecés preocupado.
Bajaron frente a la farmacia, en 22 y 63. Julia pagó en seguida. Almanza dijo:
– No puede ser que siempre pagues.
– Nos queda la posibilidad de ir presos.
– ¿Qué le pasó a su marido, señora? -preguntó el farmacéutico, un viejo de anteojos, que los trató paternalmente-. ¿Se llevó por delante una pared? A ver, tráigame acá esa herida. Más a la luz, que mis ojos ya no ven…
Julia preguntó si la herida era profunda.
– Una herida superficial y un buen hematoma -contestó el farmacéutico, y siguió curando y explicando-. Limpiamos, desinfectamos. Como ya no sangra, la dejamos al aire, para que se ventile. Es lo mejor. Mañana, señora, cuando se levantan, me la desinfecta. Usted vio cómo lo hice.
Le dio un frasquito, con un líquido colorado, y les cobró unos pocos pesos. Al salir, Julia dijo por lo bajo a Almanza:
– Después arreglamos.
– Justamente quería decirte que volvamos a pie. No me llegó la paga.
– Pobrecito. Estás sin un peso y yo te obligo a pasearme en taxi.
– El giro tiene que llegar de un momento a otro. Mañana arreglamos.
– Entre marido y mujer, eso no importa. ¿O no oíste que el farmacéutico nos casó? Me tocó un marido pobre, pero estoy conforme. ¿Tendrás fuerza para caminar hasta la pensión?
Dijo que sí pensando en otra cosa. Pensando en que no le había disgustado que el farmacéutico los creyera marido y mujer. Al parecer, a Julia tampoco. La tomó de la mano y se dijo: “Es Julia”, lo que significaba: “Es Julia la que siempre quise”. Por fin lo sabía. O tal vez lo supo desde el primer momento.
Aunque estaba cansado, de buena gana se hubiera avenido a que ese trayecto no terminara nunca. De pronto oyó con sobresalto que Julia decía:
– Mirá quién nos espera. Se acabó nuestro matrimonio.
LV
En la puerta la patrona levantaba los brazos en alto y exclamaba:
– ¡Ay, Jesús, María y José! ¿Qué le hicieron a mi muchachito? Voy a curarlo.
Rápidamente aclaró que lo habían curado, se despidió de Julia, pasó adentro y ya en la pieza quedó inmóvil, oyendo el clamoreo de las mujeres. Cerró con llave. Le había llegado el sueño, con toda la fuerza. Mascardi preguntó:
– ¿Qué sucedió, hermano? ¿Una de tus amiguitas te corneó?
– Es para matarse de risa. Me llevé un cajón por delante. Un cajón de muertos. Antes que preguntes dónde, te digo: en la cochería.
– Explicame un poco. ¿Por qué fuiste allá?
– Porque el señor Lo Pietro llamó por teléfono y pidió que fuera.
– ¿Una trampa?
– Así parece.
– No es para matarse de risa.
– Vas a ver. En la cochería me recibe la hija, Carlota de nombre. Me dice que su padre salió, pero vuelve pronto. Quedo esperando entre cajones lo más tranquilo, y de golpe descubro, por un espejo, que un sujeto que tienen allá, apodado el Mono, se me viene encima, con una aguja de vacunar en la mano. Cuando me embiste, lo esquivo, lo empujo, se va al suelo y se tira encima un biombo de espejos.
– ¿De espejos?
– Como oíste.
– Es para no creer.