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– ¿Por qué?

– Hay un lugar en el coche que sale a las veinte y veinticinco para Tandil.

– ¿Hoy a la noche? Prefiero viajar mañana o pasado.

El empleado dijo:

– ¡El siguiente! -como si hablara por encima de su cabeza, con el que lo seguía en la fila; pero no había fila ni había nadie.

– ¿Qué pasa, boletero? No le he faltado, que yo sepa.

– ¿Para qué hablar? No te conviene el coche de hoy a las veinte y veinticinco. Perfecto. Después no hay nada y, para las veinticuatro, se anuncia una huelga.

Pensó un poco y dijo:

– Deme ese boleto, por favor.

En camino a la pensión, reflexionó: “Qué raro. Ahora que sé que me voy, todo me parece un poco distinto. Las casas, la luz”. Cruzaba frente al hotel La Pérgola y se dijo: “Todo parece más triste. Quizá porque pienso que lo veo por última vez. Qué vergüenza. Uno creería que me engaño a propósito. No es por los lugares la gran tristeza de irme. Es por Julia”. Entró en la pensión, recogió la cámara y al salir dijo a doña Carmen:

– Si llama el señor Mascardi le pregunta dónde puedo encontrarlo, porque salgo a las veinte y veinticinco horas para Tandil.

La señora quedó mirándolo, inexpresivamente. Después preguntó:

– ¿Es la manera de anunciarle a una que te vas?

– Yo acabo de saberlo. Quería viajar mañana o pasado, pero a media noche, según parece, empieza una huelga.

– El señor tenía planes y los callaba.

– No fue a propósito.

– No importa.

– Si llama la señorita Julia…

– La señorita Julia, o la señorita Elsa, o la señora Butterfly.

– Ahora sí que no comprendo.

– Eso es lo más triste. ¿Me pedías?

– Que si llama la señorita Julia le diga lo mismo. Y usted, por favor, me prepara la cuenta de lo que debo. Voy a pasar por acá a eso de la una, para ver si llamó alguien.

– Siempre dije que el hombre es el bicho que no se entera de lo que siente la mujer.

LIX

Por la calle 4 llegó a 73 y, por ésta, siguió hasta la plaza Moreno. En la catedral buscó un vitral de pequeños losanges de colores, que era el que más le gustaba; graduó la cámara en 30 de velocidad y 2,8 de abertura, y sacó cinco o seis fotografías. “Qué suerte”, pensó, “que hoy no me siga esa vocecita de cuis. Trabajo con otra calma”. Era increíble: la vocecita salía de la boca cerrada o de la barriga de Gladys. “¿Cómo hará para hablar así?” Vagamente atribuyó el hecho a la ignorancia, aunque estaba seguro de que en todas las cosas, menos la fotografía, Gladys sabía más que él. Fotografió de nuevo el vitral, con el foco en cada uno de las tres aberturas inmediatas.

En 52 le pareció ver a Julia, de lejos, de espaldas, entre la gente que se disponía a cruzar la avenida 7. Corrió hacia ella, para descubrir, cuando estuvo a su lado, que era una desconocida. “Con tal que no sea un mal signo”, se dijo y después: “¿Por qué tengo este pensamiento, si nunca creí en cábulas? Con tal que no me vaya sin verla”.

En el restaurante preguntó por Mascardi. El patrón le contestó:

– No se deja ver por acá.

Pensó: “Qué problema si no lo encuentro”. Caminó rápidamente, rumbo a la estación. Cruzó las vías, entró en la parrillada. Desde la puerta vio a Mascardi, en una mesa del fondo.

– Te busqué en el restaurante.

– Francamente uno se aburre de ver siempre las mismas caras. Además, ¿para qué mantener a esos ladrones, cuando otros iguales te dan la comida por mitad de precio? Hoy no te hago compañía, hermano, porque se me hace tarde.

– No almuerzo. Ando con el tiempo justo.

– ¿Vamos yendo, entonces?

– Vamos yendo. Quiero pasar por la pensión.

– Te acompaño. ¿Vos también estás apurado?

– Salgo para Tandil, a las ocho y media.

– Es verdad, ibas a la terminal. ¿Dijiste que te vas hoy, a las ocho y media? Una barbaridad, una grandísima barbaridad, si no presentás la denuncia. Te toma media hora.

– No puedo.

– Te pido que me escuches bien: esa gente trató de dormirte, no sabemos con qué propósito, o de matarte. ¿Está claro?

– Te dije que no iba a presentar la denuncia.

– Tampoco estoy de acuerdo en que te vayas con ese apuro. Como el que se escapa. ¿Oíste? Como el que está muerto de miedo.

– No estoy muerto de miedo. Lo que piense Lo Pietro no me importa.

– ¿Y lo que piensen las muchachas? No van a quedar muy contentas.

LX

Llegaron a la pensión. Pidió a Mascardi que lo esperara un momento.

– Le pago a la patrona y vemos cuánto te dejo para la cena.

– No te entretengas. Estoy apurado.

– Yo también.

Tenía apuro por buscar a Julia.

Golpeó en la ventanilla. La patrona se asomó, sonrió, entornó los ojos.

– Entre -dijo mientras abría la puerta. Las fotografías de doña Carmen, desde la mesa, la repisa, el espejo, adornaban la habitación.

– ¿Llamó alguien?

– Nadie.

Ahora la señora parecía cansada. Preguntó Almanza:

– ¿Me dice lo que le debo?

– Cuando es malo, es malo. Yo te pregunto cuánto debo por esos prodigios -con un ademán indicó las fotografías-. ¡Nunca pensé que era tan hermosa! Le digo la verdad, señor Almanza, usted es un artista.

Hubo un silencio. “Es muy capaz de no cobrarme. ¿Qué hago entonces?”, pensaba, cuando entre remilgos y lamentos la señora le alargó un papel donde estaba debidamente anotada su deuda, día por día, con el total subrayado, al pie. Después de pagar, preguntó si podía dejar la valija en la pieza de Mascardi y buscarla a eso de las ocho.

– Qué maldad. Sabes perfectamente que estás en tu casa y que si ahora me decís “Me quedo”, no te cobro la habitación.

Dijo que estaba agradecido, que se quedaría con gusto, pero que le habían encargado un trabajo en Tandil. Volvió a la pieza. Tomó la valija, la abrió sobre la cama y preguntó a Mascardi:

– ¿Cuánto te debo?

– Qué manía con las cuentas. Ya es una enfermedad. Para mí, que la agarraste en el mostrador, junto a Gentile.

– ¿Te gusta que no te paguen?

– A nadie le gusta, pero entre nosotros no es lo mismo. Somos amigos, me parece.

La porfía siguió un rato. Después Mascardi sacó del bolsillo un papel donde había anotado, día por día, la deuda de Almanza. “Por fin”, se dijo éste. Empezaba a sentir que se le iba el tiempo y que no hacía nada por ver a Julia. Sobre la mesa repartió el dinero, en dos montoncitos.

– Esto es lo que te debo. Esto, para pagar la cena.

– Sobra. Es una barbaridad que no la presidas. ¿Qué les digo?

– Que a último momento tuve que irme.

– ¿Y si los invito para hoy a las ocho? Por lo menos habría tiempo de que te asomes unos minutos, para despedirte. ¿A quién invito?

– A todos. A los Lombardo, a Gruter, a Gladys, a la propia doña Carmen, a Lemonier, a Laura.

– ¿También a esos dos?

– También.

– No creo que vayan, si yo los invito. No me perdonan. Te juro que saben que no denuncié a Lemonier. Me odian porque pertenezco a la repartición. Si no fuera de la policía, yo no hubiera dicho ni media palabra y a lo mejor el charlatán ése todavía estaba adentro.

– De cualquier modo hay que invitarlos.

– De acuerdo; pero si no van, que se embromen. En cambio me remuerde la conciencia por no haberte obligado a denunciar a Lo Pietro y al Mono. Todavía esos dos van a presentar una denuncia en tu contra. Yo siempre digo: hay que ganar de mano. Pero no te preocupes. Si la presentan, pobre de ellos.