– No te enojes -dijo Mascardi.
– No me enojo. Quiero llegar a la hora. Aunque no me creas, soy puntual.
– Cuando se trata de esa familia.
Pensó que Mascardi, Gruter y la misma doña Carmen querían protegerlo. A lo mejor sabían por qué y lo hacían por su bien. Todos estaban contra la familia Lombardo. A lo mejor un día lograba amigar unos con otros y vivían en paz.
En la pensión de los Lombardo lo recibió Griselda, con muestras de afecto y resplandeciente de belleza. Almanza pensó que nunca había visto a una persona tan limpia. Le gustó, además, la vestimenta: una especie de túnica negra, muy apretada y corta, con infinidad de redondeles de vidrio o espejitos, que producían reflejos cuando se movía.
– Ya pensé que me había plantado. No me haga caso, soy una mala. El apuro es porque vamos al teatro. Empieza a las nueve.
Iba a decir gracias, pero pudo más la curiosidad y preguntó:
– ¿A qué teatro?
– Una ópera, El Demonio, del famoso músico Rubinstein. ¿Lo conoce?
– No -aseguró Almanza.
– La patrona, aquí, dice que es famoso. Papá y Julia ya se fueron, porque son unos impacientes y dicen que si uno pierde el principio no entiende nada. Yo me quedé para esperarlo.
– Gracias.
– No tiene que darme las gracias, porque voy a pedirle un gran favor. Lo hago porque usted es un gran amigo.
– Claro que soy -dijo con orgullo.
– ¿Me acompaña hasta la pieza?
En un primer momento no entendió; quién sabe por qué pensó que le hablaba del teatro. Todo fue tan inesperado que se sintió un poco aturdido. De buen ánimo siguió a Griselda escaleras arriba. Evidentemente la patrona trataba a las hermanas Lombardo con respeto. No pudo menos que advertir la diferencia entre una pensión y otra.
La pieza no parecía la misma de la tarde anterior. Todo estaba en perfecto orden, con las tres grandes camas, la camita donde dormía Rosalía y la cuna con el bebe. Los Lombardo le abrían de par en par la entrada a su vida familiar. Los que pensaban lo que no es, se equivocaban. Allí no había más que limpieza y decencia.
Griselda le dijo:
– Le iba a pedir que se quedara con los chicos hasta que volvamos de la función. Un rato nomás. No le van a dar trabajo, así que le dejo la revista que estoy leyendo, para que no se aburra.
También le dejó instrucciones precisas.
– No mecer la cuna por más que llore el bebe. Si no, usted se va a pasar la noche meciéndola. Los chicos, una mala comparación, se parecen a los animales. En cuanto uno afloja, se vuelven mañeros. Eso sí, le da la mamadera a las once en punto.
Le previno que en un primer momento, el tipo (así llamaba cariñosamente al bebe) presentaría resistencia.
– Oiga bien un consejo: impóngase. El tipo está acostumbrado a mi pecho y, es claro, si le meten otra cosa, berrea. ¿Usted no haría lo mismo? Aquí, en el termo, está la leche, bien calentita. La pasa a la mamadera y se la da. Aquí hay un pañal limpio, por si acaso. Usted me entiende.
Preguntó alarmado:
– ¿Sabré poner el pañal?
– Haga de cuenta que es un chiripá.
– Nunca puse un chiripá.
– Si tiene alguna duda, despierte a la nena. Es una mujercita hecha y derecha y sabe todo mejor que yo. ¿Puedo besarlo?
Le dio un beso en la frente.
XIII
Como Rosalía y el bebe dormían, colocó la silla bajo la lámpara, se repantigó, cruzó una pierna, pensó que en un momento así debía de ser agradable fumar un cigarro de hoja y con toda tranquilidad se puso a mirar la revista de Griselda. Las chicas que él había conocido leían revistas que se ocupaban de modas o de la vida de galanes y estrellitas de la televisión y de la radio. En cambio Griselda se interesaba en asuntos que no estaban al alcance de cualquiera. Llegó a esa conclusión tras una rápida ojeada y casi deseó que su amiga no volviera demasiado pronto, así le daba tiempo de leer un artículo titulado Entretelones de la lucha por la dominación del mundo. Explicaban allá cómo las grandes potencias y también nuestro país no eran más que una simple pantalla y cómo todo lo que sucede en esta tierra de Dios -hasta lo que nos pasa a usted y a mí- depende de la decisión de un puñado de señores, de traje negro, sentados alrededor de una mesa redonda. La parte escrita era bastante clara y los dibujos de las tiras, perfectos. Pensó que le gustaría entrar en la sala donde se encontraban los señores, levantar la mesa en vilo y con todas sus fuerzas tirarla sobre el presidente de esa banda de desalmados. Sin darse cuenta pasó de la imaginación a un sueño, donde el presidente, un señor furioso, de grandes bigotes renegridos, con las puntas para arriba, se desplomó bajo el peso de la mesa y echó a llorar. En ese momento Almanza comprendió que se había dormido y que no era el señor el que lloraba, sino el bebe. Tuvo tiempo de pensar que por suerte el llanto lo despertó, porque si no se hubiera expuesto a que la familia Lombardo, al volver del teatro, lo sorprendiera durmiendo. Se repetía: “Menos mal”, despertaba del todo y comprendía la situación. De pie junto a la cuna, Rosalía pasaba la mamadera por la cara de su hermano y tal vez con la mejor intención lo rociaba de leche y lo enfurecía.
– Dame que se la doy yo -dijo Almanza.
– Creo que la mamadera pierde -comentó Rosalía-. Vas a tener que preparar otra y cambiar los pañales.
– Ahora mismo vos ganás la cama y seguís durmiendo -ordenó con enojo.
La chica obedeció. Poco duró la satisfacción por esa victoria, porque el llanto del bebe se volvía apremiante y él se preguntó si sería capaz de enfrentar la situación. La tarea que le esperaba consistía probablemente en cumplir a un tiempo, a toda velocidad, sin errores, tres o cuatro operaciones complicadas. “No perdamos la cabeza”, murmuró y tuvo, sin poder evitarlo, un pensamiento que era un amargo reproche a Griselda, pero también un ansioso llamado. En ese momento se abrió la puerta y Griselda apareció, hermosísima entre los relumbrones de los espejuelos de su vestido, sonriendo de un modo irresistible. Con la mayor calma aplicó la mamadera al bebe. El cuarto, que un rato antes pudo convertirse en pandemonio, recuperó el silencio. Todo había entrado en el orden. Los chicos dormían pacíficamente.
– Papá y Julia se quedaron en un restaurante. Yo me vine porque me dije no sea que de pronto la situación se ponga fea para mi delegado. Porque esta noche usted es mi delegado. Llegué en el momento justo, ¿sí o no?
– Más justo imposible.
– Puede creerme: papá y Julia no vuelven en seguida. Cuando entran a comer, va para largo. Óigame bien: para largo.
Movió afirmativamente la cabeza. Griselda explicó:
– Los nenes duermen como dos benditos, de modo que, si usted quiere, lo premio.
Porque estas palabras, dichas con una sonrisa y en un murmullo, lo confundieron, siguió callado.
Arrimándolo contra ella, Griselda preguntó:
– ¿No quiere que lo premie?
– ¿Cuándo?
– Ahora.
Mientras lo estrechaban, atinó a agitar un brazo en dirección de los chicos, sin interrumpir por ello la suave pero vertiginosa caída conjunta. Ya en la cama, una explicación, poco menos que soplada, lo alentó:
– Duermen con un sueño pesadísimo, pesadísimo.
Sintió esas palabras como caricias.
XIV
Griselda quedó tirada en la cama, con la cabeza apenas ladeada, con el rubio pelo revuelto, que descubría la intimidad de una nuca de extrema blancura, con los ojos cerrados. La miraba.
– Por favor, abra los ojos.
– ¿No te gustan?