Conor se había jurado que nunca la olvidaría. Por las noches, se imaginaba su suave y oscuro cabello, su cálida sonrisa, el modo en que lo acariciaba mientras hablaba con él y el orgullo que veía en sus ojos cuando tenía buenas notas en el colegio. Los gemelos y Liam solo la recordaban vagamente. Los recuerdos de Dylan y Brendan estaban tergiversados por su pérdida, haciéndola parecer una persona irreal, como una princesa de cuento de hadas, vestida con un traje de oro.
– … Debéis recordar esto -les advertía su padre, interrumpiendo así la ensoñación de Conor-. Como el sabio Eamon, que echó al dragón por el acantilado y salvó a muchos pescadores de un destino peor que la muerte, un hombre pierde la fuerza y el poder si se entrega a la debilidad del corazón. Amar a una mujer es lo único que puede destruir a uno de los poderosos Quinn.
– ¡Yo soy un poderoso Quinn! -gritó Brendan, golpeándose en el pecho-. ¡Y nunca voy a dejar que una chica me bese!
– ¡Shh! -susurró Conor-. Vas a despertar a Liam.
Seamus se echó a reír y golpeó suavemente la rodilla de Brendan.
– Eso es, muchacho. Pero tened esto muy en cuenta. Las mujeres sólo nos traen desgracias a los Quinn.
– Papá, es hora de que nos vayamos a la cama -dijo Conor, cansado del mismo consejo de siempre-. Tenemos colegio.
Dylan y Brendan se pusieron a protestar e hicieron un gesto de desaprobación con los ojos. Sin embargo, Seamus sacudió el dedo.
– Conor tiene razón. Además, tengo mucha sed, tanta que solo me la podrá saciar una buena pinta de Guinness.
Tras revolverles el pelo, se levantó de la cama y se dirigió a la puerta. Conor salió corriendo detrás de él.
– Papá, tenemos que hablar. ¿No puedes quedarte en casa esta noche?
– Suenas como una vieja, Conor. No seas pesado. Podemos hablar por la mañana.
Con eso, Seamus agarró la chaqueta y se marchó, dejando a su hijo con nada más que una fuerte corriente de aire y un temblor por todo el cuerpo. Sintiéndose derrotado, Conor se volvió a meter en el dormitorio. Dylan y Brendan ya se habían metido en sus literas, por lo que Conor apagó la luz y se tumbó en un colchón que había en un rincón, tapándose bien con la manta para combatir el frío.
Estaba casi dormido cuando una vocecita surgió de la oscuridad.
– ¿Cómo era, Conor? -preguntó Brendan, repitiendo la cuestión que llevaba preguntándole cada noche desde hacía unos meses.
– Cuéntanoslo otra vez -suplicó Dylan-. Háblanos de mamá…
Conor no estaba seguro de por qué de repente necesitaban saber cosas sobre ella. Tal vez sospechaban lo precaria que se había vuelto su vida y lo cerca que estaban de perderlo todo.
– Era muy buena y muy hermosa -dijo Conor-. Tenía el cabello oscuro, casi negro, como el nuestro. Y tenía unos ojos del color del mar, verdes, una mezcla de verde y azul.
– Me acuerdo del collar -murmuró Dylan-. Siempre llevaba un hermoso collar que relucía a la luz.
– Háblanos de su risa -dijo Brendan-.
Me gusta esa historia…
– Cuéntanos lo de la barra de pan, cuando se la diste al perro de la señora Smalley y mamá te pilló. Me gusta esa…
Conor empezó a narrar su historia, haciendo que sus hermanos se durmieran con imágenes de su madre, la hermosa Fiona Quinn. Sin embargo, al contrario de las historias de su padre, Conor no tenía que embellecerla. Cada palabra que decía era la pura verdad. Aunque Conor sabía que sentir amor por una mujer causaba problemas a cualquier Quinn, no creía en la advertencia de su padre. En un secreto rincón de su corazón, siempre amaría a su madre y sabía que aquello le haría fuerte.
Capítulo 1
El disparo surgió de ninguna parte, haciendo que el cristal del escaparate de Ford-Farrell saltara en mil pedazos. Al principio, Olivia Farrell pensó que una de las estanterías que tenía en el escaparate se había desplomado o que un jarrón de cristal se habría caído de su estante. Sin embargo, entonces se oyó un segundo disparo y la bala le pasó silbando muy cerca de la cabeza antes de incrustarse en la pared. Frenética, levantó la mirada y vio que los cristales caían muy cerca de un escritorio.
Su primer impulso fue lanzarse sobre el mueble para protegerlo, dado que se trataba de una rara pieza valorada en más de sesenta mil dólares. Sabía que el mueble no tendría prácticamente ningún valor para su distinguida clientela si la madera presentaba arañazos. No obstante, el sentido común se adueñó de ella y se escondió debajo de una chaise-longne de estilo Victoriano, que seguramente se beneficiaría de tener unos cuantos agujeros de bala.
– Maldita sea -murmuró, sin saber lo que hacer a continuación.
¿Debería echar a correr? ¿Debería esconderse? Lo que no podía hacer era devolver los disparos porque no tenía pistola. Pensó en cerrar con llave la puerta principal, pero quien quiera que fuera quien estuviera disparando podría entrar por el agujero que se había hecho en el escaparate.
– ¿Por que no escuché? ¿Por qué no me marché?
Se puso a evaluar la distancia que había entre el lugar en el que se encontraba y la parte trasera de la tienda, pero, ¿y si estaban esperándola en el callejón? No sabía si quien estaba intentando matarla estaba decidido a conseguirlo en aquel momento a cualquier precio o si decidiría volver a intentarlo en otra ocasión. Una vez más, habían fallado. Tal vez solo quisieran asustarla.
– Tengo que telefonear -murmuro, metiéndose la mano en el bolsillo para sacarse el teléfono móvil que siempre llevaba encima-. Nueve uno nueve.
Tras marcar el número, se puso inmediatamente a rezar. Tal vez lo mejor era que se hiciera la muerta en el caso de que irrumpieran en la tienda con la intención de terminar lo que habían empezado.
Mientras esperaba que la operadora contestara, las lágrimas se le agolpaban en los ojos y temblaba sin parar. Sin embargo, se negó a dejarse llevar por el miedo. Había aprendido a controlar sus emociones, a mantener una actitud tranquila, aunque aquello solo había sido con propósitos comerciales. Tal vez que la dispararan a través de la ventana era una buena excusa para sentir un poco de histeria.
Nada de aquello le habría ocurrido si hubiera mantenido la boca bien cerrada, si se hubiera limitado a darse la vuelta y a marcharse aquella noche, hacía unos meses. Se había asustado mucho. Había sentido miedo de que le arrebataran de las manos todo lo que tanto se había esforzado en conseguir.
Lo único que había hecho para violar la ley había sido inflar un poco las cifras en su declaración de la renta y no prestar atención al límite de velocidad en la autopista. En aquel momento, sus libros de cuentas estaban embargados, su pasado estaba siendo analizado, su socio estaba en la cárcel y su reputación estaba por los suelos. Era una testigo ocular en un juicio por asesinato y por blanqueo de dinero contra un hombre muy peligroso, un hombre que, evidentemente, quería matarla antes de que tuviera la oportunidad de contar su historia en un tribunal.
Olivia escuchó ansiosamente mientras la operadora le contestaba y entonces le contó rápidamente su situación y le dio una breve descripción de lo que había ocurrido. La operadora le pidió que siguiera al aparato y trató de tranquilizarla. Olivia siempre había oído que cuando alguien está a punto de morir, toda su vida le pasa en un momento por delante de los ojos. En lo único en lo que podía pensar en aquellos momentos era en lo mucho que odiaba sentirse tan vulnerable, tan dependiente de la ayuda de otra persona.
– Siga hablando conmigo, señorita -le decía la operadora.
– ¿Y de qué puedo hablar? -preguntó ella, algo nerviosa.