– Son las doce y veintitrés -prosiguió el enmascarado-. Dispone de veinticinco minutos para llevar a cabo la maniobra. Emplear más en ella sería un riesgo, por no decir un lujo. Veintitrés y veinticinco hacen cuarenta y ocho. A esta hora precisa, o sea, a las doce y cuarenta y ocho en punto, le estaremos esperando en este mismo sitio. Sincronicemos nuestros relojes.
En esta operación perdimos bastante tiempo, porque hubo que adaptar todos los relojes, incluso el del coche, a los caprichos del mío, que un moro mal afeitado me había vendido por diez duros en un andén del metro y que no poseía la virtud de la regularidad. Finalmente la chica suspiró y dijo:
– Los hombres valientes me vuelven loca, pero vete ya.
Animado por esta declaración, me apeé y el coche se puso en marcha y desapareció de mi vista al doblar la primera esquina. Mucho piropo, pero a la hora de la verdad siempre me dejan solo.
Con paso tranquilo rodeé el edificio. La entrada principal estaba situada en la confluencia de la calle donde habíamos estacionado y la Vía Augusta, y consistía en una puerta de cristal en la que figuraba grabado al ácido el nombre de la razón sociaclass="underline" El Caco Español, S.L, y a través del cual podía verse el espacioso vestíbulo, la garita del guardia de seguridad y al propio guardia de seguridad, un individuo uniformado, al menos de cintura para arriba, quedando el resto oculto por el mostrador, y dedicado a la sazón a la lectura de un libro bastante grueso, de tapas amarillas. De cuando en cuando levantaba los ojos del libro y los fijaba en un monitor de televisión. Acabé de dar la vuelta al edificio y llegué a la entrada del garaje, situada en una callejuela lateral y protegida del exterior por una verja primero y una compuerta después. Esto no debía ser ni fue obstáculo para quien disponía (era mi caso) del correspondiente pulsador. Accioné, pues, el pulsador y se deslizó la verja horizontalmente por su riel y la compuerta por el suyo verticalmente. Una vez dentro, volví a presionar el pulsador y las puertas recobraron su (falsa apariencia de) regularidad. El lugar donde me hallaba estaba por completo a oscuras y olía a la mezcla de humedad, carburante y sobaco de gorila que caracteriza a los garajes cerrados y a veces también a los abiertos. Ni faltaba en el suelo de aquél una espesa capa de aceite y lubricante en la que resbalaron mis elegantes mocasines. Di en tierra y me deslicé, ora decúbito lateral, ora supino, ora prono, hasta chocar con la pared del fondo. No quise ni pensar cómo se me habría puesto el traje verde jaspeado, mezcla de fibra y viscosa, que casualmente y a falta de otro llevaba aquel día. Era increíble que un edificio tan ostentoso y emblemático tuviera así de puerco el suelo del garaje, pensé mientras me desplazaba procurando no volver a resbalar y buscando a tientas la puerta de acceso a la escalera señalada en un croquis donde todo parecía más sencillo y más a mano que sobre el terreno. Di con ella y la abrí girando el pomo. Dentro seguía estando oscuro como boca de lobo, pero con la puntera de los mocasines palpé el arranque de unos escalones, lo que me confirmó que estaba en el buen camino. Inicié el ascenso. Los peldaños eran o simulaban ser de metal y a cada paso sonaban como si yo pesara seis toneladas (no paso de los sesenta y cuatro kilos) y no anduviera con el máximo sigilo. Entre el ruido y la oscuridad me hice un lío y al cabo de un rato me di cuenta de que no sabía en qué piso estaba. Habría encendido una cerilla, pero tal como llevaba el traje de pringado me exponía a convertirme en una antorcha humana. Volví a bajar y emprendí de nuevo la ascensión procurando contabilizar rellanos y descansillos. Cuando calculé haber llegado al cuarto piso y hube dado con su correspondiente puerta, la abrí y entré. Hasta el momento no había tropezado con ningún obstáculo, porque siendo aquella escalera salida de emergencia, todo estaba dispuesto para la diligente evacuación del edificio. Así daba gusto trabajar.
Por fortuna el pasillo en el que desemboqué estaba sutilmente iluminado por la fría luz de las farolas de la Vía Augusta a través del vidrio ahumado de la fachada, lo que me permitió leer en el papel de las instrucciones (no confundir con el croquis del edificio) los números correspondientes a la combinación correcta (1-1-1-1-1) y apretar los botones del tablero situado sobre el dintel de la puerta antes de que sonara la alarma. Una vez hecho esto y procurando hurtar el cuerpo a la cámara de televisión colgada de un pivote que allí había y que, a juzgar por la ausencia de luz roja, en aquel momento debía estar registrando lo que ocurría en otro sitio, fui recorriendo sucesivos pasillos, antesalas y despachos hasta llegar a una sala de juntas. Sobre la mesa se alineaban cartapacios de cuero, bolígrafos, posavasos y unos rótulos donde se podía leer: Assistant Manager, Área de Expansión y Recursos, División de Sinergética y otras imponentes credenciales. Al fondo estaba la puerta del despacho del director. Hacia ella encaminé mis sigilosos pasos.
La puerta estaba cerrada. Por fortuna la cerradura era de máxima seguridad, que son las que cuestan menos de abrir. Siempre llevaba en el bolsillo dos horquillas, un peine y unas tijeras, por si había de ejercer mi profesión de peluquero en una emergencia. Con este material y mi habilidad, en pocos segundos estuve dentro.
El despacho estaba a oscuras, con las persianas bajadas. El ruido procedente del exterior me indicó que la ventana debía de dar a la fachada principal y, por consiguiente, a la Vía Augusta. La penumbra no impedía apreciar la suntuosidad del mobiliario. En una fotografía noblemente enmarcada se veía un caballero distinguido vestido de frac estrechar con efusión la mano de otra persona que le estaba imponiendo una medalla. Se les veía contentos. Seguramente había más cosas que me habría gustado contemplar, pero no podía perder tiempo. Consulté el reloj, que con el sobo de la sincronización se había parado de modo irreversible, y procedí a ejecutar la última parte de mi misión. Abrí el cajón de la derecha. Allí estaba la carpeta azul, rebosante de papeles. Debajo de la carpeta azul había otras carpetas, pero llevadas una a una junto a la ventana demostraron no ser ninguna de ellas de color azul, de manera que las volví a colocar en su sitio. Al hacer esto se quedó la carpeta azul al fondo del cajón y hube de llevarlas todas nuevamente a la zona iluminada para distinguirla de las demás carpetas. Los minutos iban pasando con la fluidez que les es propia. Individualizada sin duda la carpeta azul, la puse a un lado, cerré el cajón, saqué del bolsillo trasero del pantalón una especie de crustáceo que otrora había sido un pañuelo y con él borré las huellas dactilares que había dejado y que la grasa inmunda del garaje hacía por demás patentes, cogí la carpeta azul y salí de allí.
La carpeta tenía las gomas rotas y me vi obligado a abrazarla para que no salieran volando los documentos por el pasillo, por lo que me costaba bastante caminar y aún más orientarme. Tardé un rato en dar con la puerta de la escalera de emergencia, y descendiendo por ella, por más que puse cuidado, no pude evitar que se me cayera rodando un par de veces la maldita carpeta. A oscuras tuve que recoger los documentos y volverlos a meter allí sin orden ninguno. Por culpa de estos percances, gané finalmente la calle en estado de total confusión y hube de dar dos vueltas a la manzana para encontrar el lugar de la cita, adonde llegué sudando de mala manera.
Allí no había coche ni nada parecido. Esperé un rato con la carpeta en los brazos, tratando de poner orden en los documentos que por causa de mi torpeza asomaban entre las tapas y de eliminar con saliva y el vigoroso frotamiento de la manga las manchas de grasa, hasta que se detuvo junto a mí un taxi, se abrió la ventanilla del usuario y asomaron por ella la cara, cuello y extremidades superiores de la chica de siempre.
– Disculpe -dije acercándome a ella- los desperfectos y, en la medida en que le pueda afectar, la sudadera, pero he resbalado en el garaje y este mamotreto se las trae. Quizá encuentre los papeles un poco desordenados pero a oscuras…