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– ¿Qué quiere usted?

Casi se desmaya. Dio un grito y un salto y se llevó las manos al pecho.

– ¡Esto no se hace, caramba! -exclamó una vez repuesto del susto- De poco me da un infarto.

– Se lo tiene merecido por andarme siguiendo a estas horas -repliqué-. ¿O se cree que a mí me hace gracia caminar por estas calles inseguras, en la soledad de la noche, con un sayón pegado a los talones?

– Yo no le seguía -protestó el chófer-. Yo sólo trataba de darle alcance. Pero usted se ha puesto a zigzaguear y como no veo muy bien y no conozco el barrio, si usted no se llega a parar, habría acabado dándome contra un farol. Además, pensé que no me reconocería.

– Hombre, un negro de dos metros y vestido de chófer no pasa inadvertido -contesté.

Me miró con fijeza, como si dudara entre darme un abrazo o partirme la cabeza de un cosco. Yo le aguanté la mirada, procurando disimular el canguelo, porque visto de cerca todo en él era terrible. Medía mucho más que yo, tanto a lo alto como a lo ancho, y fuera del coche se veía que era definitivamente negro. Tenía cara de pocos amigos y, para colmo de males, del pelo ensortijado y oleoso le resbalaban unos churretes que entrándole por el cuello de la camisa debían de llegarle ya hasta los calcetines, lo que me dio a entender que era aquel individuo quien había entrado en la peluquería, había hurtado el aceite de macasar y se lo había aplicado sin encomendarse a Dios ni al diablo. Y a juzgar por el tamaño de sus zapatos, también debía de ser quien había dejado impresas sus huellas en el talco de mi rellano. No obstante, su actitud, tono de voz y modales no evidenciaban malicia, sino al contrario: una afable inclinación.

– Vaya, yo creía que todos los negros éramos iguales -comentó-. Al menos, en mi poblado es así. Claro que allí no andamos todos vestidos de chófer. ¿Ve?, en eso no había caído. Pero no nos vayamos por los cerros de Uganda. He venido a traerle un mensaje. No mío, claro, sino de otra persona a la que usted conoce.

– ¿Su encapuchado jefe? -pregunté.

– No, la señorita Ivet -respondió-. Ya sabe cuál le digo.

– No sabía su nombre. ¿Por qué no ha venido ella en persona? -dije yo.

– La señorita Ivet no me lo ha dicho. Pero cuando oiga el recado de la señorita Ivet, usted mismo lo deducirá. El recado dice así: Haz lo que yo te ordeno o el individuo que te lleva el recado te retorcerá el pescuezo. ¿Lo ha entendido?

– Sí -dije-, pero preferiría hablar directamente con la señorita Ivet.

– Pues tendrá que conformarse conmigo.

– Si me niego, ¿me retorcerá realmente el pescuezo?

– Le agradecería que no me pusiera a prueba -respondió el chófer-. Yo no soy un salvaje. Yo sólo pienso en el bien común.

– Esta actitud le honra a usted y me complace a mí -dije-. Siempre pensé que era usted una persona cabal. Con mucho gusto escucharé su mensaje y, a mi vez, si usted no tiene inconveniente, le haré algunas preguntas de tipo general y también particular.

– Bueno -respondió el chófer tras una breve vacilación-. Pero he dejado el coche mal aparcado y ya sabe cómo las gastan los de la grúa. Si quiere oír el recado que le traigo y además entablar diálogo, acompáñeme a un sitio donde dejar el coche. Le invito a un trago.

Nada tenía que perder accediendo a su invitación, de modo que le seguí hasta donde había estacionado en doble fila el coche. El cual resultó no ser la limusina de la vez anterior, sino un Seat de aquella época gloriosa en que cada vehículo era bendecido por el obispo y filmado por el NO-DO a la salida de la fábrica. Advirtiendo mi sorpresa y mi decepción, me confesó que la limusina era de alquiler.

– Este cacharro, en cambio, es mío -acabó diciendo-. Nunca lo uso, ¿sabe? En realidad, hoy en día, el coche sólo es un símbolo de estatus, igual que las gafas progresivas o la ropa interior de caballero, dos ítems a los que aspiro acceder tan pronto me lo permitan mis ahorros. Esto de integrarse es un palo.

– Dígamelo a mí -convine.

Subimos al coche, lo puso en marcha, partimos y al cabo de un rato nos detuvimos a la puerta de un local nocturno que parecía ser y era una antigua fábrica, habilitada posteriormente como bar, sin que esta transformación hubiera supuesto su embellecimiento, su limpieza ni su aireación. Antes de entrar le pregunté si conocía el bar y me respondió que no, que nunca había puesto los pies allí, y que lo había elegido porque al pasar había visto en sus proximidades un espacio holgado donde aparcar el coche. Por lo demás, añadió, el bar le parecía acogedor y tranquilo, no obstante el neón en forma de esvástica que refulgía sobre el dintel y la pintada que decía putos negros al paredón, bien porque atribuyera a estos detalles una función puramente decorativa, bien porque fuera tonto y burriciego. Por fortuna a aquella hora no había en el bar otro ocupante que su dueño, un gigante musculoso que lucía en el torso un tatuaje con la efigie del cardenal Goma y que al vernos entrar dejó de trasegar una barrica de cerveza y vino a nuestro encuentro con estas amables palabras:

– Aquí no quiero sarasas ni chimpancés.

– No hable tan fuerte -le susurré al oído-, su alteza el sultán de Brunei no aprecia este tipo de bromas. ¿Le gustaría tener un Rolls descapotable? Pues dénos una buena mesa, tráiganos algo de beber, baje el volumen de la música y procure que nadie nos moleste. Su alteza el sultán aborrece la popularidad. Por eso va vestido de chófer.

El gigantón nos condujo a una mesa del fondo y regresó trayendo el combinado de la casa (medio litro de ginebra y medio de vodka) y una ración de aceitunas que preferí no probar al advertir que el relleno se movía. Como mi sistema digestivo no tolera bien las bebidas alcohólicas y mi cabeza, menos, dejé que mi acompañante diera cuenta de ambas consumiciones. Pedí al gigantón que nos rellenara los vasos y a mi acompañante que me transmitiera el recado que le había encomendado la señorita Ivet.

– Es muy sencillo -dijo el chófer-. Ha de permanecer usted callado respecto de lo sucedido la otra noche. Esto se refiere a la noche del robo. Usted no ha visto nunca a la señorita Ivet y la señorita Ivet, como su nombre indica, tampoco le ha visto a usted. Ni en pintura. No lo digo yo, sino ella, y con estas mismas palabras: ni en pintura. Para mí no tienen ningún sentido. En mi pueblo no usamos la pintura para estos fines. ¿Me ha entendido?

– Sólo a medias.

– ¿Porque soy negro?

– No. Porque las cosas son más complicadas de lo que parece -respondí-. ¿Qué tiene que ver el robo de la carpeta azul con el asesinato del señor Pardalot? ¿Es mera coincidencia o se trata de un plan meticulosamente urdido? ¿Qué contiene la carpeta azul? ¿Por qué vino a recogerla la señorita Ivet en un taxi y no el enmascarado en la limusina conducida por usted? ¿Era el enmascarado el señor Pardalot y la señorita Ivet la hija del enmascarado y por lo tanto la hija del señor Pardalot?

– A todo esto no le puedo responder -dijo mi interlocutor-, porque estoy, como usted, in albis. Verá, después de dejarle a usted frente a las oficinas, fuimos a dar unas vueltas para hacer tiempo. La señorita Ivet se puso muy nerviosa, dijo que no se encontraba bien y que tenía que apearse de inmediato. El enmascarado me ordenó parar y la señorita Ivet se bajó del coche. Nosotros seguimos dando vueltas y a la hora convenida nos plantamos delante de las oficinas, donde habíamos quedado. Pero usted no estaba. Esperamos un rato y no vino. Entonces el enmascarado me dio orden de abandonar el campo. ¿Adonde le llevo?, pregunté. Por toda respuesta me dijo que condujera, que ya me diría dónde había de parar. En una plazoleta oscura de Sarria o de Pedralbes me lo dijo. Pare, dijo. Paré, me pagó, se apeó y me fui. Si era o no era el señor Pardalot, no se lo puedo decir. En ningún momento se quitó la máscara ni me dijo: soy Pardalot. Eso, por lo demás, no habría servido de nada, pues podía haber mentido, ya que yo jamás había visto antes al señor Pardalot. Sólo puedo decirle una cosa: que cuando lo dejé estaba vivo. Por el espejo retrovisor alcancé a ver cómo, aún enmascarado, se dirigía a una calle transversal y doblaba la esquina. Entonces lo perdí de vista. Si algo le sucedió luego, yo nada vi. No sé nada más ni quiero saberlo.