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«En estos momentos no puedo atenderle. Deje su nombre y su teléfono de contacto al oír la señal y yo le llamaré a la mayor brevedad.»

Comprendí que al recular y tropezar con un mueble había accionado involuntariamente el contestador telefónico, del que salió a continuación otra voz, dubitativa y femenina, que decía:

«Somos de la floristería. Es en relación con las flores que nos encargó para la cena del martes en casa de Reinona. Por favor, llámennos y díganos lo que tenemos de hacer.»

Oí este recado incomprensible y en mi opinión baladí (para mí) mientras cruzaba la sala de juntas como un gamo (dícese de quien, siendo un mamífero rumiante, va muy rápido) y saltaba al camarín del ascensor, que me condujo a la planta baja. Allí patiné por el bien encerado suelo hasta la garita y me acodé en ella cuando el guardia hacía su aparición por la puerta situada al fondo del vestíbulo por la que había salido unos minutos antes.

– ¿Ha visto algo anormal, intrépido guardia? -le pregunté procurando disimular la agitación de mi caja torácica.

– Nada -respondió él procurando disimular el castañeteo de sus mandíbulas.

– Pues yo le veo pálido y sudoroso -dije-, y si no fuera usted guardia, diría que se ha meado. ¿Y la cachiporra?

– Lo siento -replicó él en tono tajante-. No estoy autorizado a comentar los incidentes del servicio con la población civil. Váyase y considere top secret lo ocurrido.

Sacó de una bolsa de papel una botella de aguardiente y le echó un buen tiento, y a renglón seguido me indicó con la mano, la mirada y el aliento que me fuera.

*

Al regresar a mi casa, me encontré con una desagradable sorpresa. Yo ya contaba con la posibilidad de que en mi ausencia hubieran registrado el apartamento, pero no con la de que lo hubieran hecho de aquella manera tan desconsiderada. Los muebles estaban patas arriba y el contenido de armarios y cajones esparcido aquí y allá, como si los transgresores, no contentos con revolverlo todo, hubieran jugado a voleibol con mis queridos objetos personales. Un rápido balance reveló no faltar nada, salvo un yogur de la nevera. Llamé a Purines, le pregunté si había notado algo y dijo que sí, que a eso de las ocho había llegado a sus oídos una tremenda batahola proveniente de mi vivienda, pero que había juzgado más prudente no hacer indagaciones ni avisar a la policía. Le di las gracias y le aseguré que había hecho lo mejor para todos, es decir, para ella y para mí.

– Chico, no sé en qué lío andas metido, pero entre lo de antes y lo de ahora, tendrías que encontrar un término medio -dijo ella. Y sin pausa ni transición añadió-: Lo que tienes que hacer es buscarte una chica formal y de tu clase y constituir una familia.

Por lo visto, todas estaban empeñadas en casarme.

– No pongas esa cara, hombre -rió Purines al leer en mi rostro el desconcierto y la contrariedad-. ¿Has cenado? Acabo de comprar media docena de frankfurts en el supermercado que están diciendo comednos, y te convido.

Habría aceptado de buena gana su proposición, porque no había cenado, ni comido al mediodía por causa de la bomba, pero no quería postergar el arreglo de mi maltrecho apartamento ni causarle molestias adicionales, de modo que la decliné expresándole de nuevo mi más profunda gratitud y la esperanza de poder compartir mesa y compañía en un futuro no lejano. Y habría añadido más finezas si un bostezo horroroso no las hubiera interrumpido.

– Haz como quieras -dijo Purines-. Yo sólo pretendía ayudarte.

Y tras una pausa, cuando yo ya tenía puesta la mano en el picaporte, añadió en voz baja y titubeante:

– No soy quién para darte consejos, pero ándate con cuidado. Esa chica no es trigo limpio. No digo que sea mala persona. Ya no existen malas personas. Antes había mujeres fatales, lagartonas y pájaras de cuenta. Ahora todas somos buenas. Pero por si acaso…

– Purines -le interrumpí-, eres un cielo.

Volví a mi maltrecho apartamento y me puse manos a la obra. Restablecer el orden, incluidos los esteres de percal y las flores (de plástico) que le infundían una calidez no reñida con la sobriedad, me llevó un par de horas tirando corto. Luego dormí como un leño.

*

Veinte minutos antes de las nueve de la mañana siguiente entré en el bar de la esquina, y pedí al camarero medio bocadillo de calamares encebollados y permiso para consultar el listín telefónico. Concedido éste de malos modos, busqué en el listín el vocablo Reinona, mencionado en el mensaje telefónico registrado la tarde anterior en el contestador de Pardalot (la policía no lo había unido al resto del material confiscado) y referente, según me parecía recordar, pues en su momento no le había prestado la atención debida, a una cena el martes, unas flores y el nombre propio ya dicho, que, por más vueltas que di, no conseguí encontrar en el listín. En vista de lo cual y con el bocadillo de calamares encebollados entre los dientes, fui a la peluquería y abrí.

Puntual y amodorrado acudió Magnolio a la cita matutina concertada entre él y yo la noche anterior y resumió lo ocurrido frente al portal de la casa de Ivet con lacónica precisión: nada. Al menos, agregó apresuradamente, hasta que sonaron las doce campanadas de la medianoche en el reloj de una iglesia vecinal, pues entonces, no por miedo a los espíritus ni a nada parecido, sino porque le convenía descansar, se había ido a su casa.

– ¿Y usted -preguntó- qué hizo?

– Poca cosa -respondí-. ¿Ha oído hablar alguna vez de alguien llamado Reinona? Sobre todo en los últimos días.

– No.

– No conteste a la ligera, hombre -le recriminé-. ¿Cómo puede estar tan seguro?

– Nunca olvido los nombres de los blancos -dijo-, porque me dan risa. Por la noche, en la cama, les paso revista y me desternillo. Anteayer conocí a un tal Capdepera, ¿qué le parece? Ja, ja, ja. Ja, ja.

Aún se reía a mandíbula batiente cuando se fue dejándome solo con la clientela de la peluquería, es decir, solo. Esperé un rato y luego me llegué en un salto a la librería-papelería La Lechuza y pedí prestado un callejero de Barcelona a la señora Piñol. Con esta bibliografía, un trozo de papel y un bolígrafo (también prestado) regresé al bar.

Como la clientela del bar era tan numerosa a aquella hora como la de la peluquería, le rogué al camarero que fuera a la peluquería por si venía alguien, porque yo tenía que hacer unas llamadas que tal vez me llevaran algún tiempo, comprometiéndome a avisarle si aparecía algún parroquiano en el bar. La propuesta no le hizo ninguna gracia, pero como yo era cliente habitual del bar (a mediodía) acabó por acceder. Una vez a solas, abrí el listín telefónico (páginas amarillas) sobre una mesa y también el callejero y extendí el papel y empuñé el bolígrafo y en menos de una hora confeccioné una lista de las diez floristerías más cercanas al edificio de oficinas de El Caco Español. Hecho lo cual llamé a la primera de ellas y dije:

– Buenas tardes. Soy el señor Pardalot y tengo encargado un ramo de flores para casa de Reinona en su tienda, ¿verdad?

– No, señor. No sé de qué me está hablando -respondió al otro extremo de la línea un individuo, de profesión florista.

– Pues yo tampoco. Adiós.

Mantuve el mismo diálogo cuatro veces más en otros tantos intentos. Al quinto, una mujer en cuya voz creí reconocer la del contestador telefónico de Pardalot exclamó:

– ¿Es usted el señor Pardalot?

– Sí, señora.

– Pues espero que le haya gustado la corona que enviamos a su entierro.

– Ah, señora -me apresuré a decir-, no soy el llorado señor Pardalot, sino su albacea testamentario. De ahí que utilice el nombre del difunto, pues lo represento, por así decir, en esta tierra. Y precisamente ha sido revisando con esmero sus papeles que he visto el nombre de su establecimiento y el encargo de unas flores con destino a casa de Reinona. Si no me equivoco.