– Me parece que sí.
El doctor Sugrañes recuperó su armonioso talante, abrió de nuevo el cartapacio y sacó un pliego impreso, que me tendió junto con un bolígrafo.
– Es el certificado acreditativo de su curación. Rellene usted mismo los blancos: nombre, edad, causas de la enfermedad, tratamiento recibido. Lo de costumbre. Podría hacerlo yo mismo, pero ya sabe: letra de médico… Y al pie, firme también usted en mi nombre. Un garabato servirá. Donde hay confianza… Y ahora, cumplimentados los trámites, si tiene a bien acompañarme, le mostraré la salida. No pierda tiempo recogiendo sus efectos personales, yo mismo se los haré llegar por servicio postal urgente.
A empellones recorrimos los pasillos y el jardín. La verja estaba abierta. El doctor Sugrañes me ayudó a franquearla y al levantarme del suelo vi aquélla cerrarse con estrépito.
– No trate de volver a entrar: por su bien hemos electrificado las rejas -me dijo desde dentro-. Tenga, un poco de dinero para los primeros gastos. Ya me lo devolverá cuando haya hecho fortuna. Tiene toda la vida por delante. Y también por detrás. Ay, quién pudiera volver a ser joven.
Traté de improvisar una frase con la que corresponder a sus buenos deseos, pero el ruido de las apisonadoras, las excavadoras y los dinamiteros hicieron inútil el esfuerzo. Por lo demás, el doctor Sugrañes ya había escupido en mi sombra, dado media vuelta y emprendido el camino de regreso. Algo aturdido me quedé contemplando el recinto donde había echado a perros lo mejor de mi existencia. Mal podía considerarlo un segundo hogar, pues nunca tuve un primero, ni durante los muchos años que pasé allí dejaron de rechinarme los dientes un minuto. Por nada del mundo habría vuelto a franquear motu proprio aquella malhadada verja. No fue el acre olor a pajaritos fritos, demostrativo de no haber sido vana la advertencia del doctor Sugrañes, lo que me hizo alejarme de allí a buen paso. Si sentí algo parecido a un nudo en la garganta, un temblor en las rodillas y el encogimiento de algunos órganos internos (y uno externo) no fue por sentimentalismo. Siempre soñé con verme libre. Pero ahora, cuando al fin y del modo más brusco e inesperado lo conseguía, me asaltaba la zozobra de saber que el mundo al que habría de enfrentarme había cambiado mucho durante mi larga ausencia, y yo también.
Concluidas estas reflexiones y no teniendo allí nada más que hacer ni que pensar, emprendí camino hacia donde mi escaso sentido de la orientación me sugería que debía de estar la ciudad de Barcelona. Con gran incertidumbre trataba de fijar, ora aquí ora allá, los cuatro puntos cardinales, o al menos tres de ellos, a partir de la sombra que de mi cuerpo proyectaba el sol en el asfalto, cuando me encontré a la orilla misma de una autopista sin duda recién inaugurada, en cuyo arcén estaba sentado Cañuto. Al acercarme para averiguar qué hacía allí, le vi mover los ojos, los labios y los dedos con gran agitación.
– Seis mil ciento nueve en esta dirección, ocho mil seiscientos catorce en aquélla. Aquélla gana.
Cañuto era un hombre de mediana edad, tirando a viejo. En los años 70 (de nuestra era) había robado varios bancos. No bancos de sentarse, sino oficinas bancarias. Operaba solo, con una media en la cabeza y la otra en el bolsillo (por si acaso), una pistola de juguete y una bomba de verdad. Él decía que era una bomba atómica. A tanto no llegaba, pero de todas formas le daban el dinero sin rechistar. Cuando el robo había sido perpetrado, Cañuto se quitaba la media, pronunciaba unas palabras adecuadas a la ocasión y se iba caminando por la acera. Lo curioso es que tardaron mucho en capturarlo. En su modesta vivienda encontraron la totalidad del dinero robado. No se había gastado ni una peseta y vivía de la caridad pública. Cuando finalmente lo llevaron a juicio, la galopante inflación de aquellos años convulsos había reducido el monto de sus fechorías a una cifra irrisoria. El abogado defensor de Cañuto mostró al tribunal una entrada de cine cuyo precio superaba lo que en tiempos de Cañuto había sido una fortuna. Lo habrían absuelto y puesto de nuevo en la calle si Cañuto no se hubiera empeñado en decir que sus atracos formaban parte de un plan mundial para sembrar el caos, y del cual él, Cañuto, era sólo la punta del iceberg, a la que, por otra parte, se empeñaba en llamar la punta del nabo. Por no saber qué pena imponerle, lo enviaron al manicomio, donde gozaba de justa fama de hombre metódico, riguroso, muy versado en cuestiones bursátiles, y donde yo lo conocí y traté.
– Oye, Cañuto, ¿tú sabes hacia dónde cae Barcelona?
– Hombre -respondió Cañuto-, eso depende de la dirección del viento. Déjame hacer una comprobación.
Se puso en mitad de la autopista y se metió en la boca el dedo índice con la intención de humedecerlo y hacer de él veleta. Elevé una plegaria por el eterno descanso de Cañuto y eché a andar por el borde de la autopista procurando mantener los dos pies en la parte de fuera del bordillo. En cuanto a la dirección, la elegí a ojo de buen cubero, ya que si bien mi intención era llegar a Barcelona, en el fondo lo mismo me habría dado llegar a otro lugar (por ejemplo a Copenhague) porque en ninguno tenía donde caerme muerto, si se me permite el aforismo.
El camino era llano y me sobraba tiempo, aunque no energía, porque entre unas cosas y otras no había comido ese día sino el agua sucia con medio adoquín que nos habían dado para desayunar, y el peculiar trazado de la autopista me obligaba a dar amplios rodeos a fin de contornear los bucles en que a trechos ella misma con mucha gracia se trenzaba. De este modo, derrengado yo y pasada la medianoche, la ciudad olímpica me acogía con similar desdén.
Careciendo de objetivo y no disponiendo de otro peculio que la moneda de cien pesetas que me había dado el doctor Sugrañes, acudí al barrio donde en los buenos tiempos y desde su más tierna infancia mi hermana Cándida hacía las aceras. Era un sector algo apartado de los bajos fondos, cuyas concavidades, un alumbrado tenue si no nulo, un aire viciado y hediondo y la presencia de seres como la propia Cándida atraían a un público escaso en número y también en gracias personales, juventud, salud, educación, finura, dinero y afición a la higiene personal, pero muy regular en sus malas costumbres, muy directo en sus tratos y muy fácil de conformar, y con el que Cándida mantenía una relación poco expresiva, pero hasta cierto punto afectuosa, porque si bien es cierto que la naturaleza no le había concedido encantos, ni talento, ni sentido común, la vida no había sido con ella misericordiosa, su talante era huraño y su genio vivo, y era tan dada a sufrir que le salían sabañones en el mes de julio, a la hora de faenar no había en toda Barcelona persona más buena ni acomodaticia que la pobre Cándida. Pero al llegar comprobé que el barrio había cambiado, y con él sus gentes y sus prácticas. Las calles estaban bien iluminadas, las aceras, limpias. Gente bien vestida paseaba admirando el tipismo del lugar. Me acerqué a varios transeúntes a preguntarles si conocían a Cándida y salieron huyendo nada más verme. Uno me hizo una foto (y salió huyendo), otro me amenazó con la guía Michelin, y un tercero, que se avino a escucharme, resultó ser extranjero, miembro de una secta y, al parecer, tonto. En vista de lo cual, y como no podía hacer sino esperar, mis fuerzas estaban agotadas y el clima era benigno, me recogí entre los cascotes de una obra pública y antes de que mi cabeza rebotara contra el suelo ya me había quedado profundamente dormido.