Expresé mi aprobación y su marido dijo:
– ¿Qué novedades hay?
– Bueno… -dije yo-, según se mire…
El genuino abogado de Pardalot intervino en este punto para decir:
– Al parecer, al imbécil de la peluquería le pusieron ayer una bomba del carajo y salió indemne.
– En efecto -exclamé, incapaz de contenerme-, alguien puso una bomba en El Tocador de Señoras, un prestigioso centro de boité, causando en el local daños materiales de elevada cuantía. Y ya que ha salido el tema a colación, me gustaría saber si el Ayuntamiento tiene previsto algún tipo de subvención para estas eventualidades y si el señor alcalde podría interceder en la presente.
– Por favor -susurró el alcalde-, éstas no son cosas que yo deba oír. Y menos resolver en el curso de un guateque.
– Es verdad, no podemos disiparnos en fruslerías. El tiempo apremia -dijo el marido de Reinona. Y volviéndose a su mujer, añadió-: ¿Qué acabo de decir, cariño?
– No te esfuerces, ratoncito, no te vayas a lesionar -repuso ella.
En aquel momento se acercó al grupo un caballero y dirigiéndose al alcalde, dijo:
– Señor alcalde, le vendo una partida de diez mil faroles al precio de catorce mil faroles. Una ganga.
– Por favor -respondió el alcalde sin despegar los labios-, éste no es momento ni lugar.
– Habrá un pellizco para usted y también para estos señores -agregó el diligente proveedor abarcando a todos los presentes con gestual magnanimidad.
– ¿Cuánto? -pregunté.
– Éstas no son cosas que yo deba oír -dijo el alcalde.
El abogado de Pardalot hizo señas al joven recepcionista y cuando éste acudió a su llamada le dijo:
– Llévese a este señor a la cocina y que le den un plátano.
El joven recepcionista se llevó a rastras al inoportuno proveedor. Esto creó un instante de confusión que aprovechó Reinona para susurrar a mi oído:
– He de hablar contigo a solas. Si no esta noche aquí, mañana en otro sitio. Desconfía de todos y no digas nada.
Iba a pedir aclaraciones cuando nos interrumpió de nuevo otro personaje. Provenía, como el anterior, del conjunto de los invitados, pero se distinguía del resto por ser el hombre más orejudo que yo jamás había visto. El cual, tomando al alcalde por el brazo como si lo quisiera para sí, le dijo:
– Señor alcalde, debería dirigir la palabra a estos ilustres ciudadanos, que llevan rato poniéndole verde a usted como institución y como ser humano.
– ¿Ve como el tiempo se nos echa encima? -dijo el marido de Reinona.
– Está bien -asintió el alcalde-. Hablaré a estas buenas gentes. ¿De qué va el tema?
– De nada, señor alcalde, como de costumbre -repuso el orejudo.
– Está bien -dijo el alcalde-. Anúncieme, Enric -y dirigiéndose a nosotros añadió-: Tengan la bondad de disculparme. Estaré con ustedes de nuevo en un plis-plas.
El orejudo se subió a un velador y desde allí hizo sonar varias veces lo que yo hasta entonces había tomado por sus orejas y no eran sino unos platillos que la Orquesta Ciutat de Barcelona i Nacional de Catalunya le había prestado para la ocasión. Y atraída sobre sí con semejante estruendo la atención de los presentes, dijo:
– Señoras y señores, a continuación el excelentísimo señor alcalde les dirigirá unas palabras tan breves como mi permanencia sobre este velador.
Dicho lo cual perdió el equilibrio y se vino al suelo. De inmediato las voces se acallaron, convergieron en nosotros las miradas y yo, aun consciente de ser mi rostro de una desesperante vulgaridad, procuré ocultarme detrás de Reinona, cuya estatura aventajaba la mía, y desde allí ver, escuchar y tomar nota.
Mientras tanto el alcalde se frotaba las manos, expectoraba y se concentraba. Luego empezó diciendo:
– Ciudadanas y ciudadanos, amigos míos, permitidme interrumpir vuestra vacía cháchara para explicaros el motivo de esta convocatoria intempestiva y del sablazo que la acompaña. Hace un momento nuestro gentil anfitrión, el amigo Arderiu, a quien tanto debemos, sobre todo en metálico, me decía que el tiempo vuela. Al amigo Arderiu Dios no le ha concedido muchas luces; todos estamos de acuerdo en que es un imbécil. Pero a veces, pobre Arderiu, dice cosas sensatas. Es cierto: el tiempo vuela. Acabamos de guardar los esquís y ya hemos de poner a punto el yate. Suerte que mientras nos rascamos los huevos la bolsa sigue subiendo. Os preguntaréis, ¿a qué viene ahora esta declaración de principios? Yo os lo diré. Se avecinan las elecciones municipales. ¿Otra vez? Sí, majos, otra vez.
El señor alcalde hizo una pausa, miró a la concurrencia, y luego, animado por el silencio respetuoso con que aquélla hacía ver que le escuchaba, prosiguió diciendo:
– No hace falta que os diga que me presento a la reelección. Gracias por los aplausos con que sin duda recibiríais este anuncio si no tuvierais las manos ocupadas. Vuestro silencio elocuente me anima a seguir. Sí, amigos, vuelvo a presentarme y volveré a ganar. Volveré a ganar porque tengo a mis espaldas un historial que me avala, porque lo merezco. Pero sobre todo porque cuento con vuestro apoyo moral. Y material.
»No será fácil. Nos enfrentamos a un enemigo fuerte, decidido, con tan pocos escrúpulos como nosotros, y encima un poco más joven. Arderiu tenía razón: el tiempo vuela, y hay quien pretende aprovecharse de esta enojosa circunstancia. Los que pretenden tomar el relevo alegan que ya hemos cumplido nuestro ciclo, que ahora les toca a ellos el mandar y el meter mano en las arcas. Tal vez tengan razón, pero ¿desde cuándo la razón es un argumento válido? Desde luego, no es con razones con lo que me moverán de mi poltrona.
Hizo una pausa por si alguien deseaba aplaudir o decir hurra y viendo que no era así, continuó:
– No, amigos, no nos moverán. Al fin y al cabo estamos donde estamos porque nos lo hemos ganado a pulso. Hubo una época en que el poder nos parecía un sueño inalcanzable. Éramos muy jóvenes, llevábamos barba, bigote, patillas y melena, tocábamos la guitarra, fumábamos marihuana, íbamos salidos y olíamos a rayos. Algunos habían estado en la cárcel por sus ideas; otros, en el exilio. Cuando finalmente el poder nos tocó en una rifa, voces se alzaron diciendo que no lo sabríamos ejercer. Se equivocaban. Lo supimos ejercer, a nuestra manera. Y aquí estamos. Y los que nos criticaban y dudaban de nosotros, también. El camino no ha sido fácil. Hemos sufrido reveses. Algunos de los nuestros han vuelto a la cárcel, bien que por motivos distintos. Pero, en lo esencial, no hemos cambiado. De coche, sí; y de casa; y de partido; y de mujer, varias veces, gracias a Dios. Pero seguimos con las mismas convicciones. Y con más morro.
»Sin embargo, las palabras, por inspiradas que sean, como son siempre las mías, de poco sirven. Necesitamos actos. Y algo más: hombres capaces de llevarlos a cabo. Porque los actos no se hacen solos, salvo las poluciones nocturnas y algunos proyectos urbanísticos. Y ésta es la razón, queridos ciudadanos y ciudadanas de mi alma, de que os haya convocado en esta noche de inciertos luceros. El verdor descolgaba su fronda de rocío amarillo. Perdonadme si en momentos como éste me dejo llevar por la lírica. Dicen que estoy loco, pero no es verdad. A veces se me va el santo al cielo, nada más. Es este zumbido incesante y estas jodidas alucinaciones. Enric, ¿le importaría volver a tocar los platillos? Ay, gracias, ya estoy mejor.
»Os iba diciendo, queridos ciudadanos y ciudadanas, que necesitamos un hombre para una misión. Pensaréis en una misión espacial. No. No pido ir a Marte, ni a Venus, ni a Saturno. La mía es una misión terrestre, pero igual de difícil y trascendental.
»Al decir esto, me viene a la memoria un recuerdo infantil. Me veo a mí mismo, con el desdoblamiento de personalidad propio de los esquizofrénicos, en el aula de la escuela donde hice mis estudios de bachiller. En mi pupitre tengo abierto el libro de Historia Universal, y en la página de la izquierda, arriba, en un recuadro, hay una ilustración. Esta ilustración pinta un soldado romano, con aquella minifalda que tanto excitaba mi incipiente lascivia, y con una espada en la mano, guardando un puente de las hordas bárbaras que intentaban cruzarlo. Vete a saber dónde estarían los demás. Un hombre solo, un simple soldado, un legionario, quizá un hijo de puta, defendiendo el Imperio Romano. Nunca olvidaré esta imagen. En cambio he olvidado por completo lo que os estaba diciendo. Y mi nombre. Ah, sí. Este soldado valiente nunca llegó a alcalde de Roma. Ya sabéis cómo funcionan estas cosas en Italia. Pero su gesta sirvió para algo, supongo.