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Sin maquillaje y despeinada Ivet parecía aún más joven: a la tenue luz que arrojaba mi lámpara (a media luz) aparentaba tener a lo sumo veinte años, como ocurre con todas las mujeres que aún no los han cumplido y con algunas (muy pocas) a partir de los cuarenta. Estaba pensando estas cosas (y también en los potitos) cuando advertí que Ivet entornaba los párpados.

– Es evidente, por lo que me cuentas -dije-, que han descubierto que fuiste tú y no yo quien se apoderó de la carpeta. Tarde o temprano tenía que pasar. Algo habrá que hacer al respecto, pero no ahora. Los dos estamos cansados y necesitamos dormir. Aquí estarás a salvo, al menos por esta noche. Dadas las dimensiones de la vivienda, sólo dispongo de un camastro muy estrecho y desfondado. En el colchón, las sábanas y la almohada más vale no fijarse. Con todo, sigue siendo el mueble más cómodo para acostarse. Te lo cedo. Yo dormiré en la butaca o en el plato de la ducha.

– De ningún modo -repuso Ivet-, no quiero causarte más molestias. Dormiremos los dos en la cama. Es decir, si no tienes inconveniente.

La proposición me dejó como el lector podrá fácilmente imaginar (si le apetece) y también profundamente conturbado. Desde mi más tierna infancia he procurado conducirme con arreglo a los dictados del entendimiento, la compostura y la estricta legalidad. Y si en alguna ocasión (reiterada) he conculcado estas directrices (de mi vida) dejándome llevar por mis impulsos emocionales y cometiendo, por ejemplo, alguna falta contra la propiedad, la honestidad, la integridad física de las personas, las normas civiles o penales, el código de la circulación, la ley de tasas o el orden público, las consecuencias han sido desproporcionadamente negativas para mí, al menos desde mi punto de vista. En vista de lo cual me había propuesto rehuir situaciones como la que acabo de describir. Temía zambullirme de nuevo en un remolino o mar gruesa que hiciera zozobrar la frágil barca de mi existencia y me ocasionara penas del alma, daños del cuerpo y problemas profesionales. A estas consideraciones, por si fueran pocas, se unía el temor a hacer daño sin querer a Ivet, por quien seguía sintiendo la misma atracción del primer instante, pero por quien ahora, por añadidura, iba sintiendo una ternura que no auguraba nada bueno. Todo esto por no hablar del temor al gatillazo. Sin embargo, y como Ivet, mientras yo perdía el tiempo en reflexiones, ya se había puesto en paños menores, opté por dejar aquéllas por el momento y no desaprovechar la única ocasión de mojar que el destino había tenido a bien brindarme en lo que iba de quinquenio.

Mas cuando me aprestaba a desvestirme, se puso a sonar el timbre del interfono con una persistencia que no admitía desaire.

– Será una equivocación -dije para tranquilizar a Ivet-. La aclararé y en un santiamén volveremos a lo nuestro.

Descolgué el auricular del interfono y pregunté:

– ¿Quién?

– La policía -respondió una voz de trueno-. Abre ahora mismo o echamos abajo la puerta y la escalera.

Pulsé el botón de apertura automática y dije a Ivet:

– Más vale que no te encuentren aquí. Escóndete en el armario y yo me desharé de ellos. No te inquietes: sé cómo tratarlos.

Y ellos a mí, agregué para mis adentros. Ivet recogió del suelo el vestido, se metió en el armario, cerré con llave, escondí la llave en un bote de Cucal y acudí a la puerta del piso, donde ya sonaban estrepitosos golpes, dispuesto a mostrar la máxima firmeza y, si esto no funcionaba, la más impúdica y babosa sumisión. Ni esta elección me dejó hacer la pareja, compuesta de un número de la policía nacional y un mosso d'esquadra, que irrumpió en el piso. En virtud de sabe Dios qué pacto, habló éste antes que aquél diciendo:

– Que nadie se bellugue. Venimos a escorcollar.

– Habl'n'cristian, cag'n Ceuta -dijo el otro.

– ¿Traen ustedes el correspondiente mandamiento judicial? -pregunté. Y acto seguido, viendo su expresión y sus intenciones, añadí-: Es para que no se molesten en exhibirlo. Porque yo, siempre al servicio de sus cuerpos. ¿De qué se me acusa?

– De robatorio.

– Con agravantes.

– Sin duda se trata de un error, señores. Yo no he robado nada.

– No le hagas caso, Baldiri -dijo el policía, más resabiado-. Tos icen lo mesmo. Tú escorcóllalo bien escorcollao y verás como algo sale.

El mozo de escuadra fue directamente al traje de alquiler que se oreaba en la silla, le rasgó las costuras y extrajo del bolsillo un anillo de oro con brillantes engarzados.

– Aja -dijo.

Reconocí al punto el anillo y comprendí demasiado tarde que Reinona me lo había puesto allí cuando unas horas antes en el salón de su casa y en una muestra exagerada de cortesía me había dado un abrazo entre fraternal y pechugón. Tras lo cual, según se echaba de ver, me había denunciado a la policía. Y encima me había dicho que no me fiara de nadie.

– ¿Niega haberse expropiado debidamente de este valioso objecto de valor?

No valía la pena negarlo. Por otra parte, si seguían registrando encontrarían a Ivet en braguitas dentro del armario, y yo no estaba en condiciones de justificar dos hallazgos de semejante magnitud y precio en un apartamento de protección oficial.

– Cumplan ustedes con su deber -dije-. Todo se aclarará. Tengo plena confianza en la equidad y rapidez de nuestros tribunales.

Me retorcieron los brazos, me pusieron las esposas y me propinaron la media docena de capones reglamentarios. Luego dijeron:

– ¡En marcha!

Pero he aquí que al abrir la puerta del piso apareció en el rellano, como por arte de magia, la figura imponente de un hombre corto y grueso, ataviado con el uniforme de gala de la Guardia Civil, el cual exclamó con grandes voces:

– ¡Cuádrense, capullos! ¡Soy el teniente coronel Díaz-Bombona!

Los dos agentes se llevaron las respectivas manos a las gorra con entrechocar de tacones y de dientes.

– ¿Adonde se llevai a este hombre? -bramó el recién llegado.

– A las dependencias, mi teniente coronel.

– Por presunto sospechoso de haber chorizao una joya, mi teniente coronel.

– ¿Y a vosotros quién os ha dado permiso para responder, so capullos? Veamos a ver, ¿dónde cono está esa joya de los cojones?

– Aquí, en el meñique me la había puesto, mi teniente coronel, a ver cómo me quedaba.

– Pues devolvérsela a su dueño, quitarle las esposas y salir de aquí pitando si no queréis que os caiga un puro de maría santísima. ¿Estáis sordos o sordos o qué?

Obedecieron los agentes y al instante se perdió escaleras abajo el ruido de sus pasos precipitados. Se frotó las manos satisfecho el desconocido y sonó una voz familiar a sus espaldas que decía:

– Lo has hecho muy bien, Marcelino.

Tras lo cual entró en el apartamento mi vecina Purines, muerta de la risa. Iba vestida de institutriz, con falda plisada de franela gris, rebeca de angorina, moño y gafas. En una mano llevaba una regla y en la otra, un catón. Por lo visto, estando ella en el suyo con un asiduo de sus servicios, allí presente, oyeron primero el timbrazo y luego los golpes y las imprecaciones. De esto y de lo oído aplicando la oreja al tabique dedujeron que me encontraba en una situación comprometida. Entonces Purines, llevada de su espíritu filantrópico y con la gentil colaboración de su cliente, montó el número que acababa de ser representado allí. Le di a ella las gracias más sinceras y a su espontáneo colaborador unas palmadas en las espalda que hicieron tintinear sus condecoraciones.