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– Te felicito, macho -le dije-. La farsa ha sido estupenda y este disfraz tan chusco te cae que ni pintado.

– Bah, no tiene mérito -rió él-. En realidad soy teniente coronel de la Guardia Civil y el uniforme es mío. Me lo pongo cuando vengo a ver a mi bomboncito. ¿Por qué lo llevaban preso?

– Por algo que no he hecho.

– Sí, sí. Lo mismo le digo yo a Garzón, y ya ve los resultados.

– Siento mucho no poder ofrecerles nada -dije.

– No te preocupes -dijo Purines-, ya nos vamos. Hoy Marcelino no me ha hecho los deberes y la señorita le va a poner un castigo muy, muy, muy severo.

Reiteré a ambos mi agradecimiento, quedamos en vernos más adelante y organizar una cena de vecinos y se dirigían ellos hacia la puerta del piso cuando sonaron en ésta unos discretos golpes.

– Vaya -mascullé-, ¿quién será ahora?

Y alzando la voz pregunté quién iba. Respondió alguien desde fuera:

– Soy el alcalde.

Reconocí, en efecto, su voz inconfundible y carismática. Algo confuso ante aquel inesperado honor, volví a preguntar:

– ¿Quién le ha abierto el portal?

– Dos guardias muy simpáticos que salían a todo correr.

– Preferiría que no me encontrara aquí -susurró a mi oído el teniente coronel Díaz-Bombona-. No es por nada, pero…

– Lo comprendo. Métase en el armario -le sugerí-. Purines puede esconderse en el aseo. Usted no cabe.

Recuperé la llave, abrí el armario y antes de que pudiera salir Ivet empujé dentro al teniente coronel Díaz-Bombona. Purines se metió en el aseo y yo fui a abrir. El alcalde entró derrochando cordialidad.

– Me gusta ver cómo viven los ciudadanos a las cuatro y veinte de la madrugada -dijo consultando su reloj de pulsera.

– ¿Cómo me ha localizado?

– Oh, llevo el padrón municipal en la cabeza. ¿Le molesto?

– Todo lo contrario. ¿En qué puedo servirle, señor alcalde?

– ¿A mí? No, no. Soy yo quien está al servicio de la ciudadanía. No te preguntes lo que tu ciudad puede hacer por ti, sino lo que tú puedes hacer por tu ciudad, como dijo no sé quién. ¿Utiliza los transportes públicos? ¿Practica el basureo selectivo? ¿Satisface puntualmente la contribución? Esto es lo único que me importa. No tengo ambiciones políticas, ni personales. Con no acabar en chirona me doy por satisfecho. Pero no he venido a hablarle de mí, sino de mí. Usted estaba esta noche en casa de Reinona. Lo recuerdo perfectamente. No sé si usted se acuerda de mí: soy el alcalde. Dicen que no estoy bien de la azotea y a veces me pregunto si no tendrán razón. Ahora mismo, por ejemplo, me ha parecido oír a alguien cantar Tom Dooley dentro de aquel armario. En fin, dejemos eso. He venido a recabar su ayuda. Soy un hombre honrado, pero mi diario quehacer discurre entre volcanes, arenas movedizas y everglades. No me quejo: un alcalde ha de ser un artista del equilibrismo. Hasta cierto punto. ¿Quién mató a Pardalot? Si lo sabe no lo diga: éstas no son cosas que yo deba oír. Pero en caso afirmativo póngase la mano izquierda en la rodilla derecha y en caso contrario, la derecha en la izquierda. No se caiga. Pardalot tenía tantos amigos como enemigos y unos y otros eran las mismas personas. Una sociedad compleja como la nuestra no funciona si no se untan de cuando en cuando los engranajes. Pardalot se ocupaba de esto. No pregunto la identidad de su asesino. No interferiré con el poder judicial. He leído a Montesquieu. Pero quien haya dado la orden se ha metido en un lío. No sé si me explico. Todos querían liquidar a Pardalot, pero a todos les convenía que siguiera vivo. Si no me entiende tóquese la oreja izquierda con el pie derecho.

*

Las revelaciones de mi egregio visitante despertaban vivamente mi interés y gustoso le habría incitado (con el debido respeto) a seguir desembuchando, si en aquel momento no hubiera sonado el timbre del interfono. Descolgué el auricular y me lo puse en su sitio.

– ¿Quién va? -pregunté.

– Soy Reinona, ¿te acuerdas de mí?

Dirigí al señor alcalde una mirada inquisitiva y el señor alcalde expresó con otra su resuelto asentimiento.

– Me acuerdo -dije pulsando el botón de apertura automática-. Suba.

– Esta mujer -dijo apresuradamente el señor alcalde- sabe más de lo que aparenta. Sería estúpido por nuestra parte desaprovechar la oportunidad de sonsacarla. Con todo, es mejor que no me vea. En mi presencia no dirá nada. Dígame dónde me puedo esconder. Y a ella, ni una palabra de lo que hemos hablado.

– Métase en el aseo -dije-, y no haga ruido pase lo que pase adentro o afuera.

Guardé al señor alcalde en el aseo y corrí a recibir a Reinona. Entró muy decidida en el apartamento y dijo:

– Cierra. No quiero que nadie sepa que he venido.

Llevaba una elegante bata de terciopelo rojo y chinelas. Con estas hogareñas prendas y una novela de Saramago bajo el brazo había hecho creer a su marido y a la servidumbre que se iba a dormir. Después, sin ser vista de nadie, había salido al jardín y allí, por el portillo, a la calle, donde había cogido un taxi. Esto me contó antes de disculparse por lo intempestivo de la hora. Los invitados, dijo, se habían ido tarde. Sin embargo, agregó, no había querido postergar nuestro reencuentro.

– Tenía que verte cuanto antes -siguió diciendo-. Sé que andas metido en el asunto de Pardalot. Te vi en el funeral. Alguien me dijo que eras el principal sospechoso del asesinato. No lo niegues.

– No lo niego -dije-, pero yo no fui.

– Tanto da -replicó-. No he venido a resolver el caso. No es que no me interese. Pardalot y yo éramos amigos. No… Bueno, dejémoslo en amigos. Pero no he venido a decirte esto, que, en definitiva, no es asunto tuyo. He venido a una cosa más importante para mí. Por otra parte, el ejecutor material del crimen es un simple peón. Un asesino a sueldo. Alguien le dio la orden. Posiblemente nadie le dio la orden. En una sociedad civilizada como la nuestra todos dan su aquiescencia y nadie da las órdenes. A un buen subalterno no hace falta decirle lo que ha de hacer. Basta con pagarle luego. Ay de mí.

Se dejó caer sobre la silla no sin antes haber hecho de mi traje alquilado un rebuño y haberlo arrojado al suelo y haberlo pateado con saña. Era una mujer de temperamento apasionado, que había aprendido a no exteriorizarlo, salvo en los momentos más inoportunos y de la peor manera.

– Dígame en qué puedo servirla -dije para que dejara en paz el traje.

Se puso a llorar con desconsuelo. Fui a la cocina y llené un vaso con agua del grifo.

– Bébase esto -le dije-. Agua tibia y maloliente de las termas de San Higinio, muy buenas para los estados de congoja.

Con este incentivo se bebió el vaso entero sin protestar y se calmó un poco.

– ¿Por qué no me cuenta lo que me ha venido a contar? -le dije.

– No puedo -respondió-, sé demasiado. Si hablo, se armará la gorda.

– Creí que no le importaba.

– Si fuera por mí no me importaría, pero…

Guardó silencio. Tenía la mirada clavada en el suelo, las cejas fruncidas, los labios apretados, en suma, la expresión crispada de quien está hondamente preocupado. Al cabo de un rato levantó la cara y dijo:

– ¿Puedo ir al cuarto de baño?

– No.

– Es que el agua termal me está haciendo efecto.

– Lo siento. El aseo está inutilizado. Pero puede hacer pis en el suelo: aquí no es Pedralbes.

– No importa -dijo con resignación-. Cuando se está en grave peligro, lo demás es secundario. ¿Me ayudarás? En mi casa dijiste que eras abogado y los abogados están para ayudar a sus clientes. Y subsidiariamente al género humano.

– Le mentí. No soy abogado.

– Ayúdame como si lo fueras -imploró-. Soy una pobre mujer acosada y desvalida. No hay más que verme.

– ¿Por qué no acude a la policía?