– Ah, no. Eso no. Sobre todo, nada de acudir a la policía. Júrame que tú tampoco acudirás a la policía. Júramelo.
– Por mí pierda cuidado -la tranquilicé-. Yo soy el principal sospechoso, usted misma lo ha dicho.
– Es verdad -admitió-. Pero no creo que seas un asesino. Déjame ver tus manos. ¿Ves? Las manos no engañan, y tú no tienes manos de asesino. Tienes unas manos delicadas, como de peluquero.
Era indudable que trataba de ganarse con halagos mi voluntad y así obtener mi colaboración. Al cabo de un par de intentos, advirtiendo mi natural modestia, decidió dejarse de tonterías, se puso en pie, se quitó la bata y la arrojó al otro extremo del apartamento. Llevaba un camisón tan exiguo y transparente que nada justificaba llevarlo salvo el llevarlo.
– Haz lo que yo te diga -dijo cambiando súbitamente de voz y de actitud- y no te arrepentirás.
Este argumento me pareció irrefutable.
– Dígame de qué se trata.
– Escucha -susurró a mi oído-, me han llegado rumores de que en este asunto, quiero decir en el asunto de Pardalot, no en el nuestro, está metida una chica. Más joven que yo y más guapa que yo, pero no tan expeditiva. Quiero que la encuentres. Encuéntrala. Tienes que encontrarla. Es preciso. II le faut!
Vacilé. Habría podido quedar muy bien revelándole que no sólo conocía a Ivet, sino que en aquel preciso momento la tenía encerrada en el armario en compañía de un teniente coronel de la Guardia Civil, pero ni siquiera a cambio de las delicias que de palabra y obra me ofrecía aquella dama de personalidad distinguida y aún más distinguida estampa quería traicionar la confianza que Ivet decía haber depositado en mí.
– Dígame antes cuál es el motivo de su interés por esa chica -balbucí.
– Lo haré -respondió ella con voz trémula- cuando acabemos. Antes bésame, sáciame y quítate la camiseta de la Unió Esportiva Lleida.
Con incredulidad primero y asombro luego me di cuenta de que lo que había empezado como un zafio intento de seducción había acabado por hacer perder la chaveta a aquel ser de espíritu impetuoso. Y no siendo yo de los que se hacen de rogar, sin duda se habrían producido allí escenas cuyo recuento haría las delicias del lector adulto, si el áspero sonido del interfono no me hubiera obligado a postergar la satisfactoria consumación de mis deseos (y mis empeños) y a volverme a poner la camiseta.
– Disculpe. Voy a ver quién llama.
Descolgué, hice la pregunta pertinente y una voz masculina respondió:
– Soy Arderiu, el marido de Reinona. ¿Puedo entrar?
Cubrí el auricular con la mano e informé a la interesada, que dio muestras de contrariedad.
– Maldito aguafiestas -masculló mientras se ponía la bata-. Si no le abres sospechará que estoy aquí. Quizá me ha hecho seguir por un detective. Recíbelo y dile lo primero que se te ocurra. Se lo tragará: es tonto. ¿Puedo esconderme en el armario?
– No. En el armario, no. La cerradura está averiada. Métase debajo de la cama.
Lo hizo con tal precipitación que se olvidó las chinelas que un minuto antes había lanzado contra el techo con ardor. Como ya sonaban golpes en la puerta, me las puse y fui a abrir. El marido de Reinona hizo su entrada diciendo:
– Buenas noches. ¿Se acuerda usted de mí? Nos hemos conocido hace unas horas. Soy Arderiu. Abelardo Arderiu. Puede llamarme Arderiu o Abelardo Arderiu, pero no Abelardo.
– Coño, Arderiu, cómo no te voy a reconocer, si estás igual. Para ti no pasa el tiempo -dije con cierto nerviosismo, porque no acababa de hacerme con el control de la situación.
El afable marido levantó la mano para atajar estas finezas y dijo:
– Le hablaré sin rodeos. Como usted sabe, soy tonto, y los tontos no podemos dar rodeos, porque nos perdemos. Mi mujer se ha ido de casa esta noche subrepticiamente y tengo motivos para pensar que usted conoce su paradero. Le hablaré sin rodeos: Reinona está en peligro. Todas las mujeres están en peligro, habiendo como hay tanta violencia contra las mujeres. Pero en Reinona a la violencia general se superpone otra particular y específica de ella. Le hablaré sin rodeos. Tengo motivos para pensar que Reinona forma parte de una conjura. Esto a mí me trae sin cuidado. Yo no soy de los que creen que toda mujer ha de estar en la cocina. En mi casa siempre ha habido una mujer en la cocina y meter allí a todas las demás me parece innecesario. A Reinona siempre le he dejado hacer su voluntad. Sale caro, pero con mi patrimonio y mis rentas me lo puedo permitir. Por ejemplo, si hubiera querido dedicarse a la expresión artística, yo no le habría puesto cortapisas. Acuarela, pastel, óleo, guache o buril, me habría dado lo mismo. Es sólo un ejemplo ilustrativo de mi liberalismo. Y si lo que la hace sentirse útil es participar en una conjura, por mí que participe. ¿Me entiende?
Le dije que sí y aprovechó esta muestra de entendimiento para bajar la mano. Luego agregó:
– Ahora, sin embargo, las cosas se han complicado. ¿Puedo hablarle sin rodeos? Por lo visto nuestra ciudad atraviesa por momentos difíciles. No sé en qué consisten, así que deberá aceptar mi palabra de caballero: momentos realmente difíciles. ¿En qué me afecta a mí esta situación? Lo ignoro, pero no soy de los que se quedan con los brazos cruzados. Me pidieron que participara en una conjura y yo, sin pensarlo ni un minuto ni preguntar de qué se trataba, di un paso al frente. Con los dos pies a la vez. Yo no me ando con rodeos. Ahora, sin embargo, me encuentro en una difícil situación, que yo calificaría de auténtica tesitura si supiera lo que significa esta palabra. Yo soy parte de una conjura y mi mujer es parte de una conjura y tengo motivos para pensar que mi conjura y la conjura de mi mujer son dos conjuras diferentes. Yo las calificaría sin rodeos de antitéticas. Si sólo se tratara de pagar dos cuotas, no me importaría. Pero tengo motivos para pensar que actuamos en bandos opuestos. Bandos que yo no vacilaría en calificar de antitéticos. Permítame que interrumpa un attimo mi discurso para quitarme el abrigo de mohair: con este calor estoy a punto de transpirar. Ayer comí pavo y pensé que estábamos en Navidad. ¿Tiene una percha?
Le dije que no, pero que con gusto le sujetaría el abrigo.
– Está bien -siguió diciendo una vez concluida la maniobra-, en tal caso le hablaré sin rodeos. Tengo motivos para pensar que alguien está planeando asesinar a alguien. Quizá a mi esposa. Incluso tengo motivos para pensar que pretenden encomendarme a mí esta tarea. Naturalmente, si me propusieran asesinar a mi esposa, me negaría. Con firmeza, si hiciera falta. Pero esto no resolvería el problema. Otro se ocuparía de darle «el pasaporte». Se lo digo en lenguaje velado por si las paredes cantan, como se suele decir. Sea como sea, estoy en una tesitura francamente antitética. Con respecto a mi esposa y con respecto a todo lo demás. Mi esposa se llama Reinona. Se lo digo por si lo ha olvidado. Yo soy el marido de Reinona. Nos conocimos anoche. No es mucho tiempo, pero el suficiente para hablarle sin rodeos. No estoy dispuesto a que nadie asesine a mi esposa. Las relaciones conyugales son complicadas, sobre todo entre marido y mujer, pero un hombre ha de resolverlas por su cuenta, de puertas adentro, sin interferencia de terceros. ¿Adonde nos conduce todo esto? No lo sé. Reinona se ha fugado de casa y tengo motivos para pensar que usted conoce su paradero.
– ¿Qué le hace pensar tal cosa?
– ¿El qué?
– Que yo tengo algo que ver con la desaparición de su esposa.
– No disimule. En casa vi cómo ella le metía la mano en el bolsillo del pantalón. Del pantalón de usted. Lo hace con todos, pero siempre se fuga con el último. No tenga ningún miedo. No soy un moro. Ya le he dicho que no me opongo a las expresiones artísticas de mi mujer. Pero en este caso es distinto, por lo del peligro que le comentaba antes. Y usted también es distinto, ahora que me fijo. ¿Éste es su picadero?
– Mi domicilio.
– Oh. Parece cómodo. Todo al alcance de la mano.