El fresquito del alba me despertó y me hallé en el mismo sitio, pero despojado del dinero y de toda mi ropa, salvo de los calzoncillos, que difícilmente se habrían podido desprender de mi piel sin herramientas. Me hice un ovillo y continué durmiendo hasta que el ruido de la laboriosa ciudad vino a desvelarme sin remedio. Para entonces los comercios habían abierto sus puertas y allí proseguí mi búsqueda, considerando que aun cuando las alteraciones urbanísticas o el natural ciclo biológico hubieran retirado a Cándida del oficio, no se habría ido a vivir lejos si aún vivía. Por fortuna, había empezado la temporada turística y mi atuendo se confundía con el de los numerosos visitantes extranjeros que a cambio de contemplar nuestras curiosidades arquitectónicas nos ofrecen la contemplación de sus vellosas adiposidades, pudiendo así yo deambular sin otra molestia que algún ofrecimiento como el de pasear en calesa, adquirir un piso en la Villa Olímpica o degustar un suquet de bogavante, cuando no las tres cosas a la vez, y ser recibido en todas partes con serviles muestras de cordialidad. Que se trocaban en insultos, befas y amenazas al formular yo en la lengua propia mi pregunta. Al mediodía mis esperanzas de dar con Cándida se habían disipado. Me senté en un banco a pensar qué hacer, y estando en actividad improductiva me abordó un niño de tez morena, el cual, con más desparpajo que sintaxis, me dijo que me había estado siguiendo toda la mañana, que sabía lo que yo buscaba y que disponía de una información que él tasaba en dos talegos, tirando por lo bajo.
– Muchacho -le respondí-, no tengo un real. Pero te hago un trato. ¿Qué edad tienes y cómo te llamas?
Me respondió que pronto cumpliría veintiún años, pero que de momento sólo tenía ocho, y que podía llamarle Jamín, contracción de Jaime en catalán aljamiado.
– Está bien Jamín -le dije-, ahora escucha. Si sabes dónde vive Cándida, dímelo y quizá algún día te pueda pagar este favor. Si no me lo dices, acudiré a la policía y le diré que te he violado. A mí me dejarán en libertad y a ti te encerrarán en un reformatorio.
Era listo, aunque le faltaba experiencia y mundología. Echó a andar a paso vivo, y yo le seguí sin ocultar mi admiración por aquel genuino producto de la reforma escolar. Al cabo de poco se detuvo ante un edificio que había escapado al plan de embellecimiento e higienización a que parecía sometido el barrio entero: la fachada aún rezumaba hollín y del portal surgía un invicto pestazo a sardina frita, excremento y gas Lebón. Jamín señaló aquel negror y masculló antes de alejarse:
– Tercero segunda.
Con el ánimo hinchado por la esperanza y pinchado por la incertidumbre, subí los escalones resbalosos y llegué a lo que la claridad que dejaban entrar las grietas del muro me indicó ser la presunta vivienda de mi hermana. Pulsé el timbre y esperé un buen rato. Finalmente mis oídos percibieron el sensual deslizarse de unas zapatillas viejas por los baldosines desencolados de un piso en ruinas. Se abrió una mirilla, pero al no llegar la persona que la había abierto al agujero, se volvió a cerrar la mirilla y una voz cascada dijo:
– Aquí no hay nadie, ¿quién va?
– Busco a una señorita llamada Cándida -respondí-. Le traigo buenas noticias. Y un ramo de flores. Y un lote de productos alimenticios. Y la posibilidad de ganar muchos premios más.
– No siga, joven -dijo la cascada voz-. Cándida no puede atenderle. Está ocupada.
– Señora -amenacé-, si no me abre ahora mismo, echo la puerta abajo.
Sonaron aldabas, rechinaron goznes y por un resquicio asomó el rostro de una viejuca mientras yo introducía en él el pie, más por dar impresión de firmeza que con fin práctico alguno, pues iba descalzo y si aquella cacatúa hubiera optado por cerrar, habría tenido que batirme en retirada dejando en el interior del piso mis cinco deditos. Por suerte la cacatúa parecía demasiado aturdida para advertir su ventaja táctica.
– ¿Quién es usted?
Los dos habíamos formulado al mismo tiempo la pregunta, pero fui yo quien respondió, en parte por cortesía y en parte porque es inútil razonar con las personas de edad.
– Soy el hermano de la señorita Cándida.
– Cándida nunca me dijo que tuviera un hermano -replicó la cacatúa.
– No le gusta alardear. ¿Está en casa?
– ¿Quién?, ¿yo?
– No, Cándida.
– Ah. ¿Y usted por qué va en paños menores, joven?
– Para una visita familiar opté por un atuendo informal -dije a modo de excusa-. No soy un esclavo de la moda. Ni usted tampoco, señora, a juzgar por la bata astrosa que lleva.
– Sí, pero yo estoy en mi casa.
– ¿Su casa? -dije-. ¿Vive usted con Cándida?
– No, señor -replicó la cacatúa-. Cándida vive conmigo.
– ¿Puedo preguntarle en calidad de qué? -pregunté yo.
– Cándida -respondió la cacatúa- es mi nuera. Mi hijo y su esposa, esto es, mi nuera y su esposo, viven en mi casa y a costa de mi modesta pensión. Pero no son en puridad dos parásitos: mi hijo tiene un negocio floreciente y Cándida hace lo que puede, que no es mucho.
– O sea -exclamé más para mí que para los obturados oídos de la cacatúa- que al final la pobre Cándida se acabó casando. Nunca lo habría imaginado.
– Es raro que siendo usted su hermano no lo sepa -dijo la cacatúa-. Si ella no le participó el casamiento en su día, razones habrá tenido. Y ahora, si me lo permite, voy a cerrar la puerta, con fractura o sin fractura de los huesos del pie, según usted elija.
– Por favor, señora -le supliqué-, necesito hablar con Cándida. Mis intenciones no son malas, pero sí resueltas. Si usted no me deja entrar, me sentaré en el felpudo y aguardaré a que salga si está dentro o a que entre si está fuera, y cuanto más tarde en ocurrir eso, más probabilidades hay de que me vean los vecinos practicando una parodia de budismo.
Viendo la vieja que me disponía a cumplir mi amenaza y que al adoptar la posición del loto se me rasgaban los calzoncillos por la parte posterior, abrió la puerta de par en par y me invitó a pasar a un recibidor angosto pero amueblado con sencillo mal gusto, adonde a poco, convocada por los gritos de la cacatúa, desembocó mi hermana procedente de las simas de aquella porqueriza.
Hay mujeres sobre cuya apariencia física un cambio venturoso de estado civil produce un efecto casi mágico, una auténtica transfiguración. No era éste el caso de Cándida, a quien encontré, por decir lo menos, francamente empeorada, como si los años transcurridos desde nuestro último encuentro le hubieran ido propinando a su paso fieras coces.
– Hola, Cándida -musité-, estás preciosa.
Contra todo pronóstico, Cándida hizo un visaje que en un primate habría podido pasar por sonrisa y respondió:
– Tú también tienes muy buen aspecto. Pero no te quedes en el recibidor. Pasa y ponte cómodo. Estás en tu casa.
Al pronto, y habiendo visto en la televisión películas e incluso reportajes reales sobre el tema, pensé que la pobre Cándida había sido objeto de abducción por parte de algún alienígena, y su forma mortal suplantada por éste. Luego me dije que ningún alienígena en su sano juicio se habría posesionado de semejante cascajo como paso previo a la conquista o destrucción de nuestro planeta, y que si, a pesar de todo, algún extraño ser de otra galaxia había tenido aquel capricho, por fuerza el cambio me había de resultar beneficioso. De modo que me deshice en mieles y la seguí al interior del piso, que constaba de dos dormitorios, cocina, baño y living room, según pude colegir del mobiliario, la decoración y otras emplastaduras.