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– Me infravaloras -dijo ella-. Yo no venía a pactar contigo. Yo venía a ofrecerte dinero a cambio de información. Y no sé quién es Santi, ni qué está haciendo en la UVI, aunque me lo puedo imaginar.

Reflexioné unos instantes apoyado en el mango de la escoba. Luego dije:

– Guárdese su dinero. La información de que dispongo no lo vale.

– Eso lo decidiré yo -dijo ella-. Aún no te he dicho qué tipo de información busco.

– Ah, ¿no es sobre el asesinato de su padre?

– Eso también. Pero por ahora me interesa más lo que puedas contarme sobre Ivet. No sobre mí, sino sobre la otra Ivet.

– ¿De qué la conoce? -pregunté.

– Las preguntas las hago yo -respondió.

– Sólo si llegamos a una entente. ¿De qué conoce a Ivet?

– Estudiamos juntas de pequeñas. Éramos amigas. No teníamos secretos la una para la otra. Yo quería ser modelo y ella, teniente de la División Acorazada Brunete. Se pirraba por Tejero, hasta que descubrió que era calvo. Como ves, éramos dos criaturas. Yo soñaba con parecerme a una modelo llamada Lauren Hutton, ¿la recuerdas? Salía cada dos por tres en la portada de Vogue, Cosmopolitan y Vanity Fair.

– Adonde yo vivía en aquellos años felices sólo llegaban El Caso y Cadeneta, la revista del preso diligente. ¿Dónde estudiaron Ivet y usted?

– En un internado. De monjas. Esto aún te resultará más raro.

– Sí, pero menos de lo que usted se imagina. Siga hablándome de Ivet. ¿Cuál es su verdadero nombre?

– ¿El de Ivet?

– Sí.

– Ivet.

– Continúe e inclúyase en el relato.

– Ivet tenía un año más que yo. La admiraba mucho. En el fondo yo pensaba que ella acabaría siendo modelo y yo no. Algo así sucedió, pero a Ivet nunca le interesó la pasarela. Es raro, porque le sobraban cualidades y el dinero no le habría venido mal. Según decían y se echaba de ver, su familia era pobre, al menos para los estándares del internado. Un curso dejó de venir.

– Pero ustedes dos se siguieron viendo.

– Poco, y siempre por casualidad. Yo no sabía cómo localizarla y ella, que sí sabía, nunca lo intentó. Aun así, coincidíamos a veces en la calle, en las tiendas, en un cine o en actos sociales. En estas ocasiones ella se mostraba muy reservada respecto de su propia vida. Nunca me dijo lo que hacía, ni si tenía novio, ni ninguna de estas cosas. Finalmente yo me fui a estudiar al extranjero y dejamos de vernos.

– Hasta que…

Ivet Pardalot sonrió con amabilidad por primera vez y movió la cabeza.

– Ya he hablado bastante. Si te lo cuento todo, no habrá trato.

– No habrá trato en ningún caso. No se ofenda. Yo tampoco quiero hacer juicios precipitados. Todavía no sé si puedo fiarme o no de usted. El otro día me pusieron una bomba, cuyos efectos sobre el local aún se echan de ver, y esta misma mañana alguien me ha tirado un tiro en mi propia casa. Ya ve que no me sobran motivos para confiar en la primera persona que se me acerca con una proposición. Si desea mi colaboración, primero habrá de demostrar que está de mi parte.

Pensé que se enfadaría, pero no se enfadó.

– Entiendo tu postura -dijo-, pero cometes un error. Si cambias de opinión, házmelo saber. No te digo dónde ni cómo: no te faltan medios cuando te quieres comunicar con la gente. ¿Qué te debo?

– Nada. Ni siquiera le he tocado un pelo.

– Todos hacen lo mismo. Pero aun así, te he hecho perder un buen rato. A una clienta normal le cobrarías.

– Si quedara satisfecha, sí. Si no, no.

Se fue y al llegar a la puerta se dio media vuelta para mirarme a la cara y dijo:

– Los negocios de mi padre no eran del todo limpios, pero esto no explica por qué lo mataron. Si hubieran querido perjudicarle habrían cursado una denuncia o habrían filtrado información a los periódicos. Muchas personas se habrían visto implicadas en los trapicheos de la empresa, pero nada habría llamado tanto la atención como un asesinato. Si buscas un móvil, no lo busques en el Registro Mercantil. Considera este consejo como un pago en especie. Y una cosa más: todos necesitamos que nos quieran y nos cuiden.

– Esto último no sé a qué viene -dije yo.

– A nada -dijo ella-, es la propina.

*

Cuando salí el cielo estaba negro y por la parte de la derecha, conforme se mira al puerto, podían percibirse truenos y otros fenómenos. Hube de recorrer media docena de establecimientos comerciales (el videoclub del señor Boldo, el quiosco del señor Mariano, la mercería de la señora Eulalia, la agencia de viajes El Bisonte, la farmacia del licenciado Vermicheli) hasta encontrar quien me prestara un paraguas (todos aducían necesitar el suyo), provisto del cual cogí tres autobuses y fui adonde estaba Magnolio ejerciendo la vigilancia que yo le había encomendado. Un espectáculo de relámpagos acompañó nuestro encuentro.

– Mucho le agradezco que venga a relevarme -dijo Magnolio-, ya tenía el corazón en un puño.

– ¿Le asustan las tormentas y su aparato? -le pregunté.

– No, señor. Pero he aparcado el coche en la calle Bruc y una riada se lo podría llevar.

Le tranquilicé al respecto asegurándole que la calle Bruc disponía de un sistema de recolección de aguas pluviales a prueba de aguaceros y le rogué me hiciera un resumen de lo ocurrido en el decurso de la jornada.

De buena mañana, empezó diciendo, se había apostado tras el tronco añoso de un viejo plátano (que en su país llamaban por error banano) frente a la casa de la señorita Ivet y desde allí, protegido de la curiosidad de los viandantes por el tronco y de los rayos del sol por la frondosa copa (del árbol añoso) había estado observando el portal de la casa de la señorita Ivet hora tras hora. Durante las cuales, agregó, el misterioso, amenazador y seguramente ficticio personaje de la gabardina que había seguido a Ivet no había dado señales de vida ni, en términos generales, había ocurrido nada digno de mención. Sólo a las diecisiete horas y veintidós minutos, prosiguió Magnolio, Magnolio había visto salir de la casa a la propia señorita Ivet y caminar por la calle Mallorca hasta llegar al Paseo de Gracia y por el Paseo de Gracia abajo en dirección a la Plaza de Cataluña. Como no se podía poner en contacto conmigo para recabar instrucciones, continuó relatando Magnolio, Magnolio decidió tomar la iniciativa de seguirla, siempre guardando las debidas precauciones para no ser avistado por la señorita Ivet. El haber perdido Magnolio un tiempo precioso en estas reflexiones y el haber en aquella zona céntrica de nuestra ciudad transeúntes y árboles añosos que sortear casi le habían hecho perder el rastro de la señorita Ivet. Finalmente empero, dijo Magnolio, Magnolio la había vuelto a vislumbrar cuando la señorita Ivet en persona desaparecía por las escaleras que conducían a la estación subterránea de ferrocarril «Plaza de Cataluña», situada precisamente en el subsuelo de la Plaza de Cataluña, de la que tomaba su nombre. Allí (en la estación «Plaza de Cataluña» de la Plaza de Cataluña) la señorita Ivet se había dirigido a una ventanilla de información al usuario (del ferrocarril) y dialogado brevemente con el empleado de adentro. Luego había consultado un panel electrónico indicador de los horarios, destinos y otras características de los ferrocarriles. Por último la señorita Ivet se había dirigido a una máquina expendedora de billetes de ferrocarril (al usuario) y había examinado la lista de precios. Satisfecho su interés a este respecto, la señorita Ivet había emprendido el camino de regreso a su casa (o inverso), siempre seguida de Magnolio, adonde ella se había reintegrado a las diecisiete horas y cincuenta y seis minutos, aproximadamente, no sin antes haberse proveído de víveres en una charcutería. Después de esta excursión a la Plaza de Cataluña, no había pasado nada más, salvo que estaban cayendo goterones mientras él hablaba, concluyó Magnolio.