– Recuerda lo que me has prometido. En ningún caso, ¿queda claro? En ningún caso.
Ella asintió con la cabeza, sonrió y le volvió a saludar, pero él se hizo el distraído, como si no se viera con ánimos de afrontar con entereza la separación. En conjunto había sido una escena tan conmovedora como aparentemente improductiva a los efectos de mi investigación.
Restañé mis propias lágrimas y me levanté con el propósito de seguir a Ivet. Pero cuando me disponía a salir tras ella se despertó el vejete del pijama de cuyo desmedrado bulto me había servido para espiar el encuentro de Ivet con el inválido, y agarrándose a un pliegue de mi falda tiró de él con inusitada energía y gruñó:
– ¿Se puede saber qué cono haces a mi lado? So guarra. Y fea.
Habría reconocido aquella voz en cualquier parte, pero no podía dar crédito a mis oídos. Escudriñé sus facciones, reparó él en las mías y abrimos ambos las dos bocas desmesuradamente. El vejete del pijama a rayas fue el primero en recobrar el don del habla y usarlo para exclamar:
– Arsa la leche. Esta vez sí que son alucinaciones.
A lo que yo, vencido en parte el inicial asombro, respondí con manso tono:
– No sabe cuánto me alegro de volver a verle, comisario Flores. Sobre todo en circunstancias tan gratas para usted.
Mi relación con el comisario Flores se remontaba a tiempos tan lejanos que habría podido decirse sin temor a exagerar que ya formaba parte de la Historia de España, si en la Historia de España tuvieran cabida semejantes pequeñeces y miserias, cosa que está por ver. En los recovecos más oscuros de mi memoria se pierden las causas y circunstancias de nuestro primer encuentro, aunque no sus efectos. Para entonces yo era un simple aprendiz de descuidero y él iniciaba lo que había de ser una brillante carrera al servicio de la ley y el orden. El destino nos unió, sin el menor deseo por mi parte, hasta hacer de nosotros un dúo inseparable. A falta de mejor instructor, él me enseñó cuanto sé: la eficacia del trabajo (no compensa), la importancia de ser honrado (si eres imbécil), la trascendencia de la verdad (nunca decirla), lo aborrecible de la traición (y su rendimiento) y el verdadero valor de las cosas (ajenas), así como, por inducción, lo indicado de la tintura de yodo para heridas, arañazos, hematomas, rasguños y excoriaciones. A su sombra me hice riguroso en la planificación de mis actos, cauto en la realización, meticuloso en la ocultación posterior de todo rastro. En vano: de poco me valieron estas mañas enfrentadas a su sagacidad, sus conocimientos prácticos, su ciencia y la ventaja que otorga disponer de muchos medios y carecer de control y de escrúpulos. Siempre me engañó y nunca se dejó engañar de mí, llegando incluso, en ocasiones contadas, con falsas promesas, a valerse de mi esfuerzo y mi persona en provecho suyo, para dejarme luego en la estacada. A menudo me preguntaba si tanto encarnizamiento y tanto encono no ocultarían, en el fondo de su alma, un rescoldo de afecto mal tramitado, pero después de sopesar cuidadosamente los indicios a la luz de las más acreditadas teorías sobre los actos fallidos y otras meteduras, acabé resolviendo que nanay. Aún ahora, de regreso al redil y en tan distinta coyuntura, no podía caminar por una calle oscura y silenciosa sin temor a oír el ruido de sus pasos a mi espalda.
– ¿A qué has venido? ¿Quién te envía? No me engañes que te parto la cara, eh -dijo.
Hice amago de esquivar el golpe y salir de naja. En sus años mozos, convencido de la conveniencia de cultivar el cuerpo y el espíritu, el comisario Flores gustaba de practicar una modalidad de boxeo basada en la pasividad del contrincante y en la cual él y yo nos lucimos incontables veces. Ahora, avanzado de edad, desprovisto de toda jurisdicción, endeble, mortecino y sujeto a la silla por una correa de cuero, recuerdos del ayer todavía me inspiraban temor.
– Una sola visita -siguió diciendo-, una sola visita en tantos años… y habías de ser tú.
– No se haga ilusiones -respondí-, no he venido a verle. No sabía que hubiera acabado aquí sus días. Si lo hubiera sabido, no habría venido.
El comisario Flores encogió sus descarnados hombros y se escupió en la rodilla.
– Yo tampoco quería venir, muchacho -dijo-. Me engañaron. Verás cómo fue: Estaba yo un día en mi despacho y entraron cuatro tipos de Madrid. Compañeros, hacían ver que eran. Camaradas. Hablaban como si lo supieran todo. Oyéndoles yo pensaba: joder, éstos se la meten cada día al ministro y luego el ministro se la mete a ellos. Ya sabes cómo funcionan estas cosas en Madrid. No nos conocíamos de nada, pero ellos nada más verme me tutearon. En esto hemos ido a dar, me dije. Yo ya se lo había advertido, primero a Carrero Blanco, después a Arias Navarro, y por último al Rey. Ni caso. Me enseñaron el BOE, me citaron no sé qué reglamentos hechos por maricas para maricas. Me dijeron: hemos encontrado un sitio ideal para tu retiro, macho. Estarás divinamente. Tócate los huevos. Me dijeron: hecho a tu medida, joder. El paraje, la gente, todo. Aire puro, pajaritos y tú tranquilo, tío, relajado. Conectado al mundo entero vía satélite, y la próstata, a tomar por el saco. El servicio, de puta madre, un médico siempre de guardia con un par de cojones, y las enfermeras, joder, niñas en tanga. ¿No te jode? Alcánzame aquella piedra.
– ¿Para qué la quiere?
– Anda, sé buen chico y alcánzamela.
– Si no me dice para qué la quiere, no se la doy.
– Para darle en la cabeza a aquel moribundo. Venga, hombre, que nos podemos reír un rato. Oye, ¿no tendrás un caliqueño escondido, por casualidad?
– Siga contándome lo que le dijeron.
Con una uña larga, sucia y astillada se rascó las mejillas secas, hundidas, que unidas a una barba rala y descuidada le conferían aspecto patibulario, mientras seguía diciendo:
– Me dijeron: amigo Flores, ha llegado el momento de dejar el servicio activo. Pero eso no significa vegetar, coño. No tienes familia ni nadie que te cuide. Vete a este hotel que te hemos buscado y dedícate a escribir tus memorias, joder. Con las cosas que has visto y has oído, te saldrá un best-seller como un par de cojones. Y yo: coño, no sé si sabré, y ellos: nada, hombre, treinta folios, lo que te salga de las pelotas; luego unos muertos de hambre te ponen las comas en su sitio y te conseguimos el Planeta. Cincuenta kilos y lo que cuelga. Anda, dame esa piedra. ¿Un caliqueño no tendrás? En fin, que me presentaron unos papeles a la firma y los firmé. Apenas lo hube hecho, entre los cuatro me cogieron en volandas y me trajeron aquí. Y ya está, joder. No me dejan salir. No me quieren dar lápiz y papel. Por si la angustia de la página en blanco me afloja los esfínteres, dicen. Además me han robado mi identidad: me han quitado el arma, la documentación y la ropa. Y estos viragos, como saben que no me puedo defender, se dirigen a mí en catalán. Hasta para ir al excusado he de pedirles permiso. Que puc anar a l'excusat? ¡Pues no señor! El Alcázar no se rinde. Me lo hago todo encima: pis y caca. Y el primero de abril, me la pelo. Y así no sé ni cuántos años llevo. Pero tú no me has dicho aún a qué has venido.
– Estoy en un caso, comisario, y no me vendría mal su ayuda.
Suspiró, bajó la frente, entornó los párpados enrojecidos y la nariz, larga, afilada y torcida, se le descolgó como la trompa de un mosquito.