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– Pobre de mí -gimoteó-, yo ya no puedo ayudar a nadie.

– A mí, sí -repuse-. ¿Ve aquel hombre?

Señalé al inválido a quien acababa de visitar Ivet. El comisario Flores hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– Me interesa saber quién es, cuánto tiempo lleva recluido en este asilo, a qué se dedicaba antes y qué relación tiene con la chica que estaba con él hace unos minutos. No le habrá pasado inadvertida. Es de las que a usted le gustaban cuando aún servía para algo.

– Hombre, vista sí la tengo. A poco que enseñe los muslos, me la como con los ojos, menudo soy yo con las tías. Pero de todo lo demás no sé nada. No me trato con esta gentuza, ni esta gentuza conmigo. Claro que lo podría averiguar. En eso nadie me gana: fui el mejor. Todavía lo soy, huevos aparte.

– Pues demuéstrelo, comisario -le sugerí-, pero con mucho tacto. Nadie debe saber que alguien se ha interesado por este sujeto. Esto es fundamental, ¿lo entiende?

Clavó en mí una mirada acuosa, en la que a la malicia se sumaba el fulgor evanescente de la idiocia.

– Claro -balbució-. Pero yo, a cambio, ¿qué sacaré?

– Conozco gente ahí fuera. Gente influyente. El alcalde de Barcelona y yo, sin ir más lejos, uña y carne -dije-. Podría mover algunos hilos para que revisaran su caso.

– No te creo -respondió.

– Haga como le plazca -dije-. Le dejaré un número de teléfono. Es un bar. Pregunte por el señor de la peluquería y me avisarán. Eso si averigua algo y me lo quiere contar. Y si no averigua nada o no se fía de mí, pues no me llame y tan amigos. Si pasa algo, yo le llamaré a usted.

Uno de sus ojos se volvió una rendija.

– ¿Seguro que podrías sacarme de aquí? -preguntó mientras yo le escribía el teléfono en el faldón del pijama-. Bah, no me lo creo. Tú no puedes hacer nada y si pudieras, no lo harías. A mí no me engañas.

– A usted no le engaña nadie, comisario Flores -respondí levantándome y dejándolo con la palabra en la boca desdentada.

Al salir busqué a la enfermera jefa y le anuncié que a lo mejor volvía y a lo mejor no.

– He encontrado a mi pariente muy consentido y muy gordo -añadí-: póngalo a dieta, y si protesta, duro con él.

Cuando salí de la residencia el cielo se había despejado y el sol del mediodía proyectaba la sombra de cada cual debajo de sus zapatos. Deshice el camino, ahora todo él cuesta abajo, hasta la estación. En la playa se habían instalado unos pescadores de caña. Se protegían del viento con unos capotes de hule y cada uno tenía tres o cuatro cañas plantadas en la arena por ver si picaban varios peces al mismo tiempo. Mientras esperaba el tren no picó ninguno.

Subí sin billete al último vagón y me coloqué junto a la puerta trasera para poder apearme si subía el revisor. En el vagón de al lado iba un gitano de pelo ensortijado y grandes patillas tocando el acordeón para no dejar leer en paz a los viajeros. En la primera parada salió el gitano del vagón donde viajaba, se metió en el mío y se puso a tocar con brío el acordeón. Debía de ser extranjero, porque en vez de un pasodoble tocaba una canción melancólica y rara. A lo mejor tocaba un pasodoble y le salía así de mal. Le ofrecí pasar la gorra si me pagaba el billete cuando pasara el revisor. Se avino al trato y como el revisor no pasó en todo el trayecto y la gente es dadivosa, el negocio le salió redondo. Al apearnos en la Plaza de Cataluña me propuso que nos asociáramos en forma permanente.

– Yo toco y tú pasas la gorra y echas la buenaventura. Lo que saques de la quiromancia, para ti. Lo de la gorra, para mí -dijo el gitano. Hablaba arrastrando las eses o las erres, según se le antojaba.

– ¿Y yo qué gano en el trato? -le pregunté.

– La protección de un hombre -respondió.

Le dije que tenía otros planes. Y churumbeles. Nos despedimos y yo salí corriendo a coger el autobús, porque se había hecho tardísimo.

En la peluquería encontré a Magnolio tranquilo y dueño de la situación. Con las primeras clientas, me dijo, se había puesto un poco nervioso y había cometido lo que él mismo calificó de «estropicios». Luego, sin embargo, le había ido cogiendo el tranquillo a la cosa y a la dienta número doce ya se sentía un profesional hecho y derecho.

– ¿La dienta número doce? -dije yo-, ¿pues cuántas han venido?

– Veintidós.

– No diga tonterías -le reprendí-. Aquí no vienen veintidós personas en todo el año.

– Pues veintidós han sido. Mire la caja y se convencerá.

Abrí la caja registradora y salieron volando billetes de banco. Los contamos e hicimos el reparto convenido. A continuación le dije a Magnolio que ya no le necesitaba y que podía irse. Magnolio se mostró remiso.

– Verá -acabó diciendo entre carraspeos-, mientras usted no venía yo iba pensando… A mí esto de la peluquería no se me da mal… en cambio lo de aparcar y los semáforos…

– Está bien -le atajé-. Tengo su ficha. Si le necesito ya contactaré.

– No, mire -insistió Magnolio-, es que se me ha ocurrido… Yo para el modelado tengo mano, y labia con las señoras. Naturalmente, ajustaríamos el porcentaje al rendimiento de cada cual. Pero si usted se acoge a los beneficios de la jubilación anticipada…

– Esto es el colmo -exclamé-. Le permito estar aquí dos horas en régimen de aprendizaje y ya pretende quitarme la titularidad. ¿Cómo se atreve? Usted es un pelagatos y un don nadie.

– Mi padre tenía un cebú.

– Hablo del gremio.

– Bueno, no se enfade, ya me voy. Pero si cambia de idea, llámeme. Conmigo el negocio daría un subidón, y Raimundita me podría ayudar.

– Eso, encima tráigase a su novia. Hala, fuera de aquí. Y si le veo rondando por el barrio le denuncio por no tener papeles.

*

Como es natural, las inadmisibles pretensiones de Magnolio me sulfuraron sobremanera, pero no tanto como para hacerme perder el apetito, de modo que hice un vale de caja por mil pesetas, cogí dinero en metálico por este importe y me planté en el bar de la esquina con la intención de engullir un bocadillo de calamares encebollados. Al empezar a mordisquearlo hube de volver corriendo a la peluquería, porque a través de la vidriera vi cómo varias clientas se congregaban allí y se daban tanda. Las cuales, al verme llegar derramando sonrisas y lisonjas, me preguntaron si las podía atender Magnolio, y al responderles yo que no, que Magnolio sólo había sido un episódico suplente al que no volverían a ver, pero que ya estaba yo para servirlas, se fueron todas. Esto me permitió comerme el bocadillo en santa paz, pero sumido en perplejidades.

A las seis y media vino Cándida. Llevada de su natural bondad (e inconsciencia), había rondado todos los hospitales de Barcelona preguntando por Santi, el alevoso recepcionista. Finalmente había dado con él en Can Ruti y un interno la había tranquilizado respecto de su estado: no era grave y en dos o tres días podría abandonar el hospital y reanudar sus actividades criminales, le había dicho el interno. Una herida de bala, le había explicado, era una risa en comparación con la salmonela, que tanto trabajo les daba. Si antes de ingerir una mayonesa equívoca la gente se pegase un tiro, otro gallo les cantara, había acabado diciendo el buen doctor. Reproché a Cándida su imprudencia, pero no pude por menos de agradecer el interés que mostraba por mis asuntos. Replicó que mis asuntos la traían al fresco, pero que la suerte de aquel muchacho galán y desventurado había despertado sus instintos maternales.

Estuvimos charlando (sin que viniera a impedírnoslo ninguna dienta) hasta la hora de cierre y ella se fue a su casa y yo a la pizzería, donde fui recibido con una justificada mezcla de estima y desabrimiento. Me disculpé alegando imprevistos y compromisos y prometí no alterar nunca más mis hábitos ni mi horario ni mi dieta.

– Ya veremos -dijo la señora Margarita-. Desde que empezaste a salir con aquella gachí de revista estás irreconocible.