Un largo silencio siguió a estas ponderadas razones. En la quietud de la noche se oía el lejano tictac de un reloj, el crujido de las maderas, el susurro del viento y el acongojado trasiego de las ánimas benditas del purgatorio.
– Yo creía -dijo Ivet con voz ronca, apenas perceptible en medio de tanta algarabía- que te interesaba resolver el caso.
– El caso no -respondí-, sólo mi caso. Yo no pertenezco a ningún estrato social. Que no soy rico, a la vista está, pero tampoco soy un indigente ni un proletario ni un estoico miembro de la quejumbrosa clase media. Por derecho de nacimiento pertenezco a lo que se suele denominar la purria. Somos un grupo numeroso, discreto, muy firme en nuestra falta de convicciones. Con nuestro trabajo callado y constante contribuimos al estancamiento de la sociedad, los grandes cambios históricos nos resbalan, no queremos figurar y no aspirarnos al reconocimiento ni al respeto de nuestros superiores, ni siquiera al de nuestros iguales. No poseemos rasgos distintivos, somos expertos en el arte de la rutina y la chapuza. Y si bien estamos dispuestos a afrontar riesgos y penas por resolver nuestras mezquinas necesidades y para seguir los dictados de nuestros instintos, resistimos bien las tentaciones del demonio, del mundo y de la lógica. En resumen, queremos que nos dejen en paz. Y como no creo que después de esta exposición haya coloquio, me marcho a mi casa, a descansar. Si vuelven a detenerme, no hace falta que me envíe a su abogado. Tampoco hace falta que me acompañe a la puerta, yo solo encontraré el camino.
Le tendí la mano para demostrarle que no me caía mal. Seguramente por la misma causa ella la aceptó.
– Veo -dijo- que me he equivocado contigo. Pensaba que no interpretarías un gesto de amistad en términos puramente monetarios. La culpa del malentendido es mía: por tener demasiado dinero no valoro lo que doy y calculo mal el efecto de la generosidad en la sordidez ajena. Ya iré aprendiendo. Por lo demás, no te preocupes: no pienso presentarte factura por mi intervención y no necesito de tus servicios, ni para llevar a término mis planes ni para aliviarme los picores. Habríamos podido acabar mejor, pero al menos nos hemos entendido. Si quieres te pido un taxi.
– Gracias -respondí-. La red de autobuses de nuestra ciudad es inmejorable.
Desanduve el pasillo cuidando de apagar las luces en el recorrido, de modo que dejé la casa sumida en la oscuridad, salvo por el distante reflejo anaranjado del candelabro en el dormitorio y la suave luminiscencia proveniente del ascensor cuando éste acudió a mi llamada y abrió educadamente sus compuertas. Dejé que se cerraran. La luz del ascensor se redujo a una raja vertical, que menguó de prisa, de arriba abajo, y desapareció tragada por la horizontal del suelo.
Durante un largo rato no pasó nada. Si creyéndome ido, Ivet hacía algo, no era algo que yo pudiera percibir con el oído a la distancia que mediaba entre la lúgubre alcoba y el tenebroso recibidor. Me puse muy nervioso. Finalmente el resplandor de las velas se agitó, bailó una sombra en las paredes del pasillo y salió Ivet llevando el candelabro en una mano, como una fantasma. Habría sido fatal para mí si se hubiera dirigido adonde yo estaba, pero tomó la dirección contraria. Para seguirla con sigilo me quité los zapatos y los dejé junto a la puerta del ascensor con la intención de recuperarlos al salir, porque sólo tenía (y sigo teniendo) aquel par. Ivet acabó de recorrer el hondo pasillo, entró en un aposento y cerró la puerta, dejándome en tinieblas. Me aplasté contra la pared de la derecha para no chocar contra la pared de la izquierda y seguí avanzando con exasperante lentitud. Por la parte inferior de la puerta que acababa de cerrar Ivet se filtró una rayita de luz eléctrica. Apliqué el oído a esta rayita y percibí un murmullo. Supuse que Ivet estaría haciendo lo que, según tengo entendido, hacen las mujeres cuando la agitación les quita el sueño y nadie las ve comer pero me equivocaba, porque de inmediato oí su voz clara y sin tropiezos decir:
– Soy yo. ¿Dormías? Lo siento… Sí, el pazguato se ha ido… No, el pazguato se muestra remiso a colaborar. Ni se lo he planteado. Sólo un tanteo… Un tanteo verbal, tontín. Sí, de capirote, como tú decías… No importa: acabará cooperando y sin cobrar un duro… No, dinero no, pero le he insinuado que me acostaría con él si se avenía… Sí, con el pazguato. No, tontín, lo decía en broma… Que no, tontín… ¿Y a ti qué te importa?… Oh…, oh…, oh… No, tontín, estoy vestida…, un vestido sin mangas, con frunces, de Sonia Rykiel… ¿Mañana? No sé. He de mirar la agenda… No, ahora no me hagas decidir nada. Me caigo de sueño, tontín. Llámame si quieres. Si no, te llamaré yo. Buenas noches. Que duermas bien, tontín.
Colgó (supongo) y retrocedí a gatas (cosa difícil siempre; más a oscuras; pruébelo si no me cree) por si salía por aquel lugar, pero debió de tomar otra ruta o quedarse donde estaba, porque se apagó la luz y ya no pasó nada más. Todavía permanecí un rato en el pasillo, a la espera de nuevos acontecimientos, hasta que me di cuenta de que yo también me estaba durmiendo, como tontín. Regresé adonde me esperaban los zapatos, llamé al ascensor, bajé sin novedad a la portería, salí a la calle. Había amanecido en la ciudad y el tráfico era denso. Fui a la parada del autobús. Lo que le había dicho a Ivet sobre nuestros transportes públicos de superficie había sido una bravata. Por fin llegó el autobús, subí, conseguí sentarme. Me di cuenta de que aún llevaba los zapatos en la mano. No se puede estar en todo.
Magnolio me encontró delante de la peluquería, donde me había quedado dormido sin darme cuenta, despatarrado en la acera, cuando me disponía a abrir. Temeroso del qué dirán, me introdujo en el establecimiento a rastras y me metió la cabeza bajo el grifo del lavabo.
– Anoche me detuvieron -dije al despertar, no fuera Magnolio a formarse de mí un concepto innoble- y casi no pegué ojo. Ni anteanoche. La verdad es que me alegro de haberlo readmitido como subalterno interino, porque esta mañana, mientras usted hace prácticas, me tomaré un merecido descanso en un rincón.
– Ah, no, señor -respondió Magnolio-, justamente venía a decirle que esta mañana no cuente conmigo. Me ha salido un trabajillo de chófer y no he podido negarme. Vendré esta tarde.
– ¡Cómo! El segundo día y ya empezamos con éstas -rugí con sobrados motivos.
Prometió que no volvería a suceder y se fue. Metí de nuevo la cabeza bajo el grifo. Cuando desperté, el agua que me entraba por la oreja me salía por la boca. Cerré el grifo, recogí el agua del suelo y puse a secar la palangana. Eran casi las nueve y media y la peluquería seguía cerrada al público. Una vergüenza. Corrí a la puerta, di la vuelta al rótulo que por una cara rezaba: «Momentáneamente cerrado», y por la otra: «Permanentemente abierto», y subí la cortina confeccionada tiempo atrás con mis propias manos y con los restos de un delantal que me había dado la señora Pascuala de la pescadería (cuando aún se hacía ilusiones respecto de nuestro futuro), y yo había embellecido añadiéndole (con grapas) un fruncido y colgado de una caña sobre el cristal de la puerta con objeto de preservar el mobiliario de los rayos del sol, aun a sabiendas de que la peluquería estaba orientada al Norte, pero en previsión de los cambios climatológicos que a menudo anunciaban las organizaciones ecologistas. Hecho lo cual me senté a esperar.
Transcurrieron dos horas verdaderamente tranquilas. Luego, de repente, sin haber pedido hora, irrumpieron en la peluquería cuatro guardias urbanos y se pusieron a revolverlo todo. Yo iba del uno al otro con el peinador, por si alguno deseaba un corte, un afeitado o una loción, pero ellos mismos, por boca de su cabo, se encargaron de desengañarme con respecto a sus intenciones.
– Inspección rutinaria. En breve le visitará alguien importante. Entregue los objetos cortantes y punzantes.