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Huelga decir que con mi diligencia y mi honradez, mis prendas y mi donaire, encajé sin el menor problema en este sano ambiente. Era conocido, respetado y muy apreciado en el barrio. Los padres me pedían consejo sobre el futuro de sus hijos, los comerciantes sobre la marcha de sus empresas, los pensionistas sobre la forma de invertir sus haberes. Aprovechando una buena ocasión, alquilé un apartamento algo angosto y mal ventilado, pero cercano a la peluquería. Más tarde adquirí de segunda mano una nevera y un televisor. Para recuperar tantos años de atraso, me suscribí a unos cursos de cultura general por correspondencia. Cada mes me enviaban unos apuntes fotocopiados, una lista de preguntas y, por un módico suplemento, también las respuestas. Desprovisto del hábito del estudio, a menudo me desanimaba advertir el escaso rendimiento de mis esfuerzos. En estos casos, una vez más, mi cuñado Viriato me brindaba el sostén de su sabiduría.

– No te desanimes, hombre -me decía-, y estudia sin fijarte demasiado. Piensa que sólo te hará provecho lo que no entiendas.

Me inscribí en varias asociaciones vecinales y si alguna vez había que llevar el viático a un moribundo, yo lo precedía agitando sin cesar la campana y el paraguas. De este modo me pulí por dentro y por fuera y colmé mis necesidades materiales, mis ambiciones sociales y mis aspiraciones intelectuales. En cuanto a las mujeres, hacia quienes en otras épocas había sentido una inclinación rayana en la licantropía, habían dejado de interesarme. Las trataba con especial respeto, y procuraba con ahínco eliminar de nuestros mutuos contactos cualquier asomo de atrevimiento. Con este proceder conseguí tener tantas como quería, es decir, ninguna.

Y así estaba, a punto de recibir la Creu de Sant Jordi, cuando ella hizo su entrada en la peluquería.

2

Me encontraba solo y como de costumbre acurrucado en el rincón más discreto, enfrascado en mis estudios. Tal vez por esta razón no paré mientes en su forma externa. Sólo me fijé en que no llevaba perro. Me coloqué con garbo la bata blanca para dar impresión de profesionalidad y diligencia y de paso para disimular la erección que me había sobrevenido repentinamente, y le señalé el sillón, que ella ocupó sin dejar de mirarme con fijeza.

– Lamento haber interrumpido su lectura -dijo con voz indolente y acariciadora.

– No, no, de ningún modo. Estoy para servir al cliente en todo momento y lugar. Sólo en los rarísimos instantes de calma que me deja este próspero negocio aprovecho para ampliar el horizonte de mis conocimientos -respondí. Y a continuación, viendo en su expresión algo de estimulante, añadí-: Todo cuerpo sumergido en el agua, excepto el agua, sufre un empuje de abajo arriba igual al volumen de líquido que desaloja.

– Es usted un sabio -dijo ella.

– No, por Dios, todo lo contrario -respondí con respeto y modestia-. ¿Champú?

– Lustrar los zapatos -repuso; y tras echar un vistazo, al utillaje, agregó apresuradamente-: Bastará con que les pase un Kleenex.

Me puse de hinojos y ella levantó una pierna y apoyó el zapato en el taburete que yo le había colocado delante. El resultado de mi flexión y su cambio de postura fue para mí la visión umbrosa y subrepticia, en el lejano confín de sus muslos, de un fragmento de cinta o ribete de organdí.

– ¿Es usted nuevo? -oí que me preguntaba.

Tragué saliva para desobstruir el gaznate y respondí:

– No, señora. Llevo unos años en la profesión. La que es nueva es usted. Quiero decir en este establecimiento.

– Habría venido antes si hubiera sabido que había una persona tan dotada como usted, señor…

– Sugrañes. Onán Sugrañes, para servir a Dios y a usted -dije.

Y de inmediato me di cuenta de haber incurrido por primera vez en mucho tiempo en una inofensiva mentira, y también de que lo había hecho movido por un súbito sentimiento de peligro, no porque desconfíe de las mujeres guapas, sino porque desconfío de mí cuando estoy en presencia de mujeres guapas. Por lo demás, si con mi respuesta no había dicho estrictamente la verdad, tampoco había faltado a ella, pues el trajín de los últimos años me había impedido hasta la fecha solicitar el Documento Nacional de Identidad e incluso regularizar mi situación legal, ya que al venir yo al mundo, mi padre o mi madre o quienquiera que me trajo a él, no se tomó la molestia de inscribirme en el registro civil, por lo que no quedó de mi existencia otra constancia que la que yo mismo fui dando, con más tesón que acierto, por medio de mis actos; y comoquiera que en épocas recientes, de resultas de sucesivas amnistías promovidas por gentes de bien y refrendadas con sospechoso entusiasmo por algunos políticos, habían sido retirados de la circulación los registros penales y las fichas policiales, mi situación era comparable a la de ciertos animales extintos, bien que sin interés científico alguno.

En estas reflexiones y en otras que no me parece oportuno describir se me pasó un buen rato, hasta que ella volvió a preguntar:

– ¿Le gusta su trabajo?

Habría dicho que me estaba tanteando (figuradamente) si tal cosa hubiera entrado dentro de lo imaginable. Por si acaso, respondí:

– Oh, sí, mucho.

– Y antes de ser peluquero, ¿qué hacía? -siguió preguntando ella, y acto seguido, advirtiendo quizá el recelo en mi mirada, añadió-: Disculpe mi curiosidad. Yo soy así.

Y al decir esto volvió a cruzar las piernas en sentido opuesto y creí oír una voz armoniosa que procedente del éter me decía: Respetable público, la función está a punto de empezar.

– Por favor -acerté a decir-, puede usted preguntarme lo que desee. Estoy para servirla. Antes de ser peluquero trabajé varios años en un centro de acogida para personas discapacitadas. Fuera de Barcelona. Y antes de eso fui monaguillo.

Al oír este sugestivo curriculum, sonrió y dijo levantándose del sillón:

– ¿Qué se debe?

– Nada -dije yo para no complicar las cosas.

Me dio cuarenta duros, se fue, y yo, después de contabilizar las ganancias, sacar el polvo al sillón y poner el instrumental en orden, volví a enfrascarme en la lectura, decidido a olvidar el encuentro.

Casi lo había conseguido cuando después de cenar en la pizzería regresaba a mi hogar dando un paseo tan agradable como digestivo. Como en la peluquería por no entrar no entraban ni los fenómenos naturales, no me había dado cuenta de que habían llegado incipientes tibiezas veraniegas. El aire era templado y sensual y una fragancia lejana se mezclaba con la que exhalaban los tubos de escape y las basuras. Era viernes y en las terrazas de los bares grupos de jóvenes se esparcían practicando alegres actos de violencia entre sí o con los viandantes; el ruido ensordecedor de la música y del tráfico rodado sofocaba los gritos de los beodos y los energúmenos y los gemidos de los ancianos y enfermos abandonados por sus parientes, que aprovechaban el descanso semanal y los primeros calores para trasladar el estruendo de la ciudad a sus segundas y aún peores residencias. Arropado por estas muestras de vitalidad y por el continuo ulular de las sirenas de la policía y de las ambulancias que corrían de aquí para allá atendiendo a las víctimas de los accidentes, las reyertas y las sobredosis, llegué a mi pisito monísimo. Me puse el pijama de verano (unos pololos rotos) y encendí la televisión. Un futbolista escandinavo o quizá de Nigeria trataba de explicar en nuestro idioma el resultado de un partido jugado dos meses atrás.

– Ranag somaícerem orep odidrep someh.

Apagué la televisión, me lavé los dientes, me acosté, me metí un pulgar en cada oreja para no oír el ruido de la calle y traté de dormir, pero a las tantas aún no había conciliado el sueño.