Acostumbrado a oír más duras acusaciones en el consistorio, el señor alcalde no perdió la calma ni la compostura.
– La llamada debe de estar anotada en el registro de llamadas del Ayuntamiento -dijo-. Cualquier ciudadano lo puede consultar. Es un servicio gratuito.
– No hace falta consultar ningún registro -repliqué-. Sin duda hubo una llamada, pero no fue Pardalot quien la hizo, sino Santi. Santi trabaja para usted, además de trabajar para todos los demás. Usted no podía permitir que Pardalot dispusiera libremente de unos documentos que podían arruinar su carrera. Por eso colocó a Santi en las oficinas de El Caco Español De esta forma tenía vigilado a Pardalot y, de paso, a los restantes personajes de este drama. Cuando Pardalot descubrió la sustracción de los documentos, lo primero que hizo fue llamar a Santi, sobre quien recaía aquella noche la responsabilidad de vigilar el edificio. Y a Santi le faltó tiempo para avisarle a usted. Entonces usted dio orden a Santi de matar a Pardalot.
– Esto es absurdo -dijo el señor alcalde-, ¿qué interés podía haber tenido yo en matar a Pardalot precisamente cuando los documentos ya no estaban en su poder? Y si realmente hubiera ordenado a Santi matar a Pardalot, ¿por qué habría corrido el riesgo innecesario de acudir en persona a las oficinas de El Caco Español la noche misma del crimen? Es probable que las cosas sucedieran como usted dice, pero de otra manera. A saber: Pardalot descubrió la sustracción de los documentos, me llamó y me pidió que fuera a verle. Luego llamó a Santi para echarle una bronca, y Santi, ante la perspectiva de quedarse sin empleo, lo mató. No parece muy lógico, pero los asesinos actúan como Dios les da a entender. Tal vez discutieron. Al fin y al cabo, de todos los posibles asesinos, Santi es el único que disponía de un arma.
– Oiga, señor alcalde -dijo Santi-, con el debido respeto, a mí no me cargue el mochuelo. Ciertamente tenía el arma y la ocasión, pero ¿dónde está el móvil? Y aun cuando tuviera alguna razón para liquidar a Pardalot, ¿por qué había de elegir para hacerlo una noche tan concurrida? No olvide que con posterioridad al suceso alguien me disparó estando yo en casa de este caballero, sin duda con la intención de silenciarme. ¿No es eso incompatible con la autoría del crimen? No, excelentísimo señor alcalde, señoras y señores: yo no fui. En cambio, si me permiten una sugerencia, ¿no les parecería lógico que la propia Ivet, que se había quedado con la carpeta azul para sacarle un dinero extra al encapuchado, viendo que contenía documentos comprometedores para Agustín Taberner, alias el Gaucho, su propio padre, soliviantada y cocida como cada noche, regresara a las oficinas de El Caco Español, entrara por el camino ya sabido y disparara contra Pardalot?
Iba a protestar Ivet de esta insinuación, pero Reinona se lo impidió poniéndose en pie y pidiendo la palabra con gesto tan decidido cuanto atribulado. Le prestamos la atención que reclamaba y ella se disponía a tomar la palabra, cuando Arderiu se le adelantó y, subiéndose a la silla que el señor alcalde acababa de suministrarle, dijo:
– No hace falta seguir acusando a todo el mundo por riguroso turno. Ahora que estamos todos reunidos, quiero hacer una confesión. Por este motivo me he subido a la silla, desafiando el vértigo y la ley de la gravedad al mismo tiempo. Bien, voy a hacer, como digo, una confesión, y la haré sin rodeos. Yo maté a Pardalot. ¿Cómo, cuándo y por qué? Ahora mismo se lo explicaré sin rodeos. Aquella noche yo había salido a dar una vuelta en mi coche. Tengo un Porsche Carrera de 3.600 centímetros cúbicos. En plena Vía Augusta me quedé sin gasolina. Y también sin batería y sin líquido de frenos. Estas cosas pasan. Por suerte estaba cerca de las oficinas de El Caco Español. Vi luz en la ventana del despacho de Pardalot. No recuerdo por dónde entré, pero entré, fui al despacho de Pardalot y le pedí que me dejara llamar por teléfono al taller. No quiso y lo maté. Bien, podemos dar el caso por resuelto.
Bajó de la silla y, asumiendo dignamente su condición de inculpado, se quitó la corbata, el cinturón y los cordones de los zapatos. Luego, como no sabía donde dejar estos adminículos, se los metió en el bolsillo de la americana. Reinona, que seguía en pie, se llegó hasta él, le puso la mano en el hombro, sonrió enternecida y dijo:
– Cariño, súbete los pantalones y vuélvete a poner el cinturón. Lo que has hecho es de una gran nobleza. No merezco tanta generosidad. Yo maté a Pardalot.
Hizo Arderiu lo que su mujer le decía sin dejar de refunfuñar y de asegurarnos que en su casa mandaba él y que a él no le decía nadie lo que tenía que hacer. En resumen, que si él decía que era un asesino es que era un asesino y punto. En aquella ocasión, sin embargo, cedía a los ruegos de su mujer por no contrariarla, pues la veía muy afectada por la tesitura, acabó diciendo. Al final, como nadie le hacía caso, se sentó y cedió a Reinona el uso de la palabra.
– Aquella noche -empezó diciendo Reinona- Ivet me llamó por teléfono y me contó lo del robo de los documentos. Los había hojeado y estaba muy alterada al ver lo que su padre había hecho. También se había chutado. Le dije que se tranquilizara, que yo me ocuparía del asunto y lo arreglaría todo. Llamé a Pardalot. No estaba en casa. Supuse que estaría en su despacho de El Caco Español, donde solía aliviar la soledad de sus noches, unas veces incomunicado, jugando con el ordenador, otras conmigo. Fui. Santi me abrió la puerta, como ya había hecho anteriormente en repetidas ocasiones. Yo mantenía un estrecho ligamen con Pardalot. Él todavía estaba enamorado de mí y yo me dejaba querer para tenerlo controlado. De este modo, pensaba yo, protegía a Agustín Taberner, alias el Gaucho, de cualquier posible represalia por parte de Pardalot o de sus socios. En realidad, todo en esta vida lo he hecho por Agustín Taberner, alias el Gaucho. Una es así. Pero no hablemos de mí. Estarán ustedes ansiosos por saber cómo lo hice. Ahora mismo se lo contaré.
Tras este preámbulo hizo una pausa, que aprovechó Ivet Pardalot para intervenir diciendo: