– Señora, su marido es tonto, pero usted es tonta y además cursi. Ahora pretende incriminarse a sí misma para proteger a Ivet, como si alguien, salvo usted misma, pudiera tomarse en serio la culpabilidad del paradigma de la ñoñez que es su hija. ¿De veras cree que Ivet habría sido capaz de entrar en las oficinas de El Caco Español, encontrar el despacho de mi padre, dispararle siete tiros y acertar al menos uno, si ni siquiera sabe hacer funcionar el mando a distancia del televisor? Ivet se pasa la vida en órbita, a ver si se entera de una vez. En cuanto a usted, querida Reinona, princesa de las joyas falsas y los sentimientos falsos, no crea que ha hecho una proeza tratando de encubrir a su hija. Su confesión no tiene ninguna credibilidad. ¿Por qué habría de tenerla? Hace años estuvo usted a punto de confesarle a mi padre su traición, pero no se la confesó; se fue a Londres a abortar, pero no abortó; quiso suicidarse, pero no se suicidó. ¿Y ahora pretende hacernos creer que ha matado a alguien? Nada, nada, usted, como todas las mujeres de su generación, siempre está a punto de hacer algo decisivo, pero al final se queda cruzada de brazos y espera a que aparezca un lila y pague los platos rotos. Y a esto le llama dejarse llevar por los sentimientos. Pues no, señora, esto es vivir del cuento. Y déjeme decirle una cosa más: habría sido más honrado por su parte dejar que el pobre Arderiu cargara con el asesinato. Si él le ha consentido a usted tantos años sus caprichos, déjele que ahora vaya también a la cárcel por usted. Asuma su papel, señora, y no lo quiera arreglar todo con una hombrada de última hora. Quizá conmueva a los carcamales de su generación, pero para la gente de hoy, para la gente normal, usted es un espantajo, una broma. No hablo por hablar: su marido me ha contado muchas cosas de usted. Las personas siempre cuentan muchas cosas cuando creen que alguien las escucha. Yo escucho. Dejé hablar a Arderiu y acabó cantando el Parsifal. Por él supe la vieja historia de Reinona y Agustín Taberner, alias el Gaucho. Supe que él seguía aquí, que estaba inválido. Pero Arderiu no supo decirme dónde se había metido. Entonces decidí encontrarlo y acabar con los dos, con el inválido y con Reinona. Ellos habían destruido la vida de mi padre e indirectamente también la mía. Yo destruiría la suya. Pero para eso tenía que hacerle salir de su escondrijo. Me lié con Miscosillas. Con él fue más fácil aun que con Arderiu. Ni siquiera hacía falta escucharle. En su infinita petulancia creía que yo lo amaba y lo admiraba y no paraba de hablar. ¡Infeliz! ¿Qué sentimientos puede inspirar un badulaque achacoso, que viste ropa de Armani, lleva un Rolex y es tan retrógrado que aún le hace gracia Mafalda? Se preguntarán ustedes cómo he podido tener tanto éxito con los hombres sin valer gran cosa. No tiene mérito. Los hombres son muy exigentes a la hora de emitir juicios estéticos sobre las mujeres, pero a la de la verdad, se conforman con cualquier cosa. Cuando descubrí esto, mi vida se volvió mucho más interesante. No me importa admitir que he utilizado a los hombres. Forma parte de mi profesión. Un empresario lo utiliza todo: hombres, mujeres, minerales, créditos bancarios, todo lo transforma, todo lo aprovecha, a todo le saca un rendimiento. Menos a una empresa como la de mi padre. En cuanto vi los libros me di cuenta de que aquello no podía seguir así. Había que disolver la sociedad antes de que se fuera definitivamente al garete. Pero para eso había que retirar a los pitecántropos que aún pretendían vivir del privilegio y la fachenda. Me refiero a mi padre, al alcalde, a Miscosillas y compañía. No era mi intención hacerles daño. Ni siquiera sus intereses económicos habrían salido perjudicados si me hubiera dejado las manos libres. Habrían percibido sabrosos estipendios y habrían asistido una vez al trimestre a un consejo de administración, para hablar de gastronomía y contar chistes verdes. Y mientras tanto yo habría llevado el timón. Le insinué a mi padre el proyecto y no lo entendió. Desde joven había vivido al amparo de un sistema artificial y no quería darse cuenta de que los tiempos habían cambiado. Mi padre se creía un empresario. Un empresario catalán. Intenté explicarle que esto era un oxímoron, pero tampoco sabía lo que era un oxímoron. Comprendí que era inútil seguir razonando y decidí forzar la situación. Miscosillas me había hablado de los documentos concernientes al señor alcalde. Eran una minucia. ¿A quién le puede importar el pasado fraudulento de un político cuando con el presente basta y sobra? De todos modos decidí valerme de ellos para provocar una crisis. El resto ya lo saben. El plan salió bien, pero la cosa acabó mal. Quise engañar y fui la primera engañada. No me volverá a suceder.
Concluyó Ivet Pardalot su discurso y nos quedamos todos callados, meditando sus palabras. Arderiu se sirvió un whisky, lo apuró de un trago y finalmente se hizo eco del sentir general diciendo:
– Todo esto está muy bien, pero, ¿puede alguien decirme quién mató a Pardalot? La intriga se complica cada vez más y, si quiere saber mi opinión, se está convirtiendo en un auténtico rollo. O nos dice quién mató a Pardalot o aprovechando que estamos cerca del Prat, me voy a hacer unos hoyos.
– Y yo a mi bufete -dijo el abogado señor Miscosillas.
– Y yo a desayunar -dijo Santi.
– Y yo a un mitin -dijo el señor alcalde.
– Y yo a un centro de acogida para señoritas descarriadas -dijo Ivet.
– Y yo a casa, a hacerle un fricandó a mi maridito, que se lo merece todo -dijo Reinona.
– Está bien -dije yo-, les complaceré con sumo gusto. A decir verdad, a mí también me gustaría acabar con este enredo y descansar un poco antes de abrir la peluquería. Pero para ello es preciso hacer comparecer al personaje central de esta trama. Les ruego, pues, señores, que vayan a buscar a Agustín Taberner, alias el Gaucho, y lo traigan al salón, de grado o por fuerza.
Les indiqué que podían encontrar la silla de ruedas en el cuarto del piso superior del chalet, y al propio Agustín Taberner, alias el Gaucho, en un rincón oscuro al pie de la escalera. Como la operación requería varios brazos y bastante esfuerzo, confiaron a Santi la vigilancia de las tres mujeres y de mi propia persona y salieron el señor alcalde, Arderiu y el abogado señor Miscosillas a cumplir la condición impuesta por mí para una satisfactoria solución del problema en general y de algunos de sus componentes en particular.
Aprovechando el descanso, propuse a Santi que guardara el arma o, al menos, que dejara de apuntarme con ella todo el rato, a lo que se negó él alegando que no pensaba rendir el arma mientras Ivet Pardalot siguiera empuñando la suya y menos aún guardarla sin recibir garantía de que otra u otras pistolas no serían esgrimidas allí mismo en un futuro próximo; que hasta el momento yo había demostrado la inocencia de todos los presentes, pero no la mía; y, por último, que él se limitaba a cumplir órdenes. Entonces propuse a Ivet Pardalot que volviera a dejar su revólver donde lo había encontrado y ella me respondió de un modo más conciso y claro con un gesto despectivo y un monosílabo.
Para entonces ya había vuelto el abogado señor Miscosillas con la silla de ruedas del inválido. Mientras esperábamos el regreso de los otros dos, referí, a instancias suyas, las peripecias de nuestra frustrada escapatoria, coincidiendo el final de mi relato con el regreso del señor alcalde y Arderiu, los cuales, presas de gran agitación, anunciaron a dúo que Agustín Taberner, alias el Gaucho, no estaba donde yo decía haberlo dejado ni en ninguna otra parte de la casa.
– Si no hubiera visto su ausencia con mis propios ojos -concluyó Arderiu-, no habría creído lo que veían mis propios ojos.
– Salgamos al jardín -dijo el abogado señor Miscosillas-. Sin su silla de ruedas, que está aquí, un inválido no puede haber ido muy lejos.
– Un inválido tal vez no -dije-, pero sí Agustín Taberner, alias el Gaucho. De la paliza que le propinaron quedó baldado, pero se repuso. Siguió fingiéndose inválido por conveniencia. Reinona e Ivet lo mantenían y lo cuidaban y, creyéndolo indefenso, guardaban celosamente el secreto de su escondrijo. Él, mientras tanto, viviendo a cuerpo de rey y a salvo de toda sospecha, reanudó sus actividades fraudulentas. Buen conocedor del funcionamiento interno de la empresa que él mismo había contribuido a fundar, se puso en contacto con la competencia y condujo a El Caco Español a la situación de bancarrota en que Ivet Pardalot lo encontró a su regreso de los Estados Unidos. Pero ni siquiera a ella se le ocurrió relacionar este descalabro con las actividades soterradas de un individuo que creía inválido y desaparecido de la circulación a todos los efectos. Una situación tan anómala, sin embargo, no podía durar eternamente. Las arcas de la empresa estaban exhaustas y cualquier suceso imprevisto podía poner al descubierto la maniobra y la identidad de su autor, incluida la operatividad de sus piernas. Este suceso imprevisto fue la sustracción por mí de los documentos comprometedores de las oficinas de El Caco Español. Posiblemente Ivet, en una de sus visitas a la residencia de Vilassar, le contó el plan a su padre. La perspectiva alarmó vivamente al Gaucho. La noche del crimen abandonó la residencia de Vilassar y, bien en tren bien en otro medio de transporte, fue a Barcelona y allí a las oficinas de El Caco Español con la intención de eliminar todo vestigio de sus continuadas expoliaciones. Pero llegó tarde, porque yo ya había pasado por allí y sustraído la carpeta azul. En el despacho de Pardalot, Pardalot sorprendió al Gaucho, discutieron, lucharon y finalmente Agustín Taberner, alias el Gaucho, mató a Pardalot, tras lo cual regresó a la residencia de Vilassar, donde se sentía seguro. Poco después llegó Reinona a las oficinas de El Caco Español, a instancias de su hija Ivet, como ella misma nos ha contado hace un ratito. Tal vez sea cierto lo que nos ha dicho antes y le guiara la intención de matar a Pardalot. Seguramente llevaba consigo la Walter PPK calibre 7,65 que yo encontré en un cajón de su tocador y que, si no me equivoco, debe de llevar ahora mismo en el bolso por si se tercia usarla. En aquella ocasión de nada le sirvió: al llegar encontró a Pardalot cosido a tiros. Como no podía imaginar siquiera lo ocurrido, pues hacía inválido al inválido, temió que hubiera sido Ivet la mano criminal. Con tesón y maña hizo desaparecer las huellas dactilares de donde hubiera podido haberlas y a continuación borró del circuito cerrado de televisión la cinta de vídeo donde había quedado registrado mi habilidoso desvalijamiento. Conocía el mecanismo del circuito cerrado de televisión porque en el curso de sus frecuentes encuentros con Pardalot, en aquel mismo despacho, solían desconectar dicho circuito si en el devenir de la conversación la nostalgia de otros tiempos o una causa similar los impulsaba a echar un casquete en la mesa de juntas. Por este motivo, es decir, por haber sido borrada la cinta de vídeo, no vino la policía a buscarme como estaba previsto en el plan original y por este mismo motivo mi hazaña no salió a relucir cuando me llevaron preso por el robo del anillo. Dígame usted si no he acertado plenamente.