Выбрать главу
*

Con la llegada del buen tiempo los sábados por la mañana el negocio andaba flojo, pero por la tarde se animaba bastante, porque la gente había ido a la playa y venía a que le quitase el petróleo y las medusas del pelo. Como todos tenían plan para la noche, se mostraban exigentes con el personal (yo), protestaban por el precio y no dejaban propina. Cuando se iba el último cliente, al filo de la medianoche, me quedaba haciendo arqueo y nunca salía antes de las dos, porque me descontaba a cada rato. A aquellas horas la pizzería ya había cerrado y por no andar cambiando de nutrición me acostaba sin cenar. Los domingos la peluquería no abría, salvo por encargo, o en vísperas de alguna fiesta señalada, o durante el mes de mayo, cuando hay bodas a porrillo, aunque jamás vino una novia a que yo la peinase (lo habría hecho muy bien), ni una dama de honor, ni siquiera un invitado. Pero al menos había suspense. Los domingos con la peluquería cerrada resultaban menos estimulantes. Por la mañana visitaba dos o tres museos (la entrada es gratuita) y luego, para sacudirme el aburrimiento, me ponía delante de un parking a ver entrar y salir coches. A eso de las dos compraba una bolsa de carquiñolis y acudía a casa de Cándida, donde me esperaba una agradable comida familiar, cuya sobremesa prolongaba nuestro contentamiento, sobre todo en las tardes húmedas, frías y oscuras del invierno, cuando, acallada la madre de Viriato por las emanaciones de la estufa de butano, pasábamos al tresillo y allí Cándida trataba en vano de enhebrar una aguja y Viriato leía y comentaba con didáctica minuciosidad sus obras. A las siete treinta me despedía con inacabables muestras de agradecimiento, y me reintegraba a mi hogar, veía un ratito la televisión y me acostaba temprano para empezar la semana con acopio de energía.

*

Ella regresó al cabo de nueve días, con las mismas piernas. Sin decir nada se sentó en el sillón, rechazó con un ademán el peinador y dijo mirándome fijamente a los ojos:

– No he venido por razón de mi pelo, sino a hablar contigo de un asunto personal. ¿Te importa si te tuteo? Es lo lógico, dado el carácter personal del asunto al que acabo de aludir. Antes, sin embargo, debo saber si puedo contar contigo para ese asunto personal y para lo que se tercie.

– Haré cuanto esté en mi mano -respondí-, siempre que no sea incompatible con la deontología de la coiffure.

– No esperaba otra respuesta -dijo ella-. Pero es mejor no hablar aquí. Puede entrar alguien e interrumpir nuestros contactos. ¿A qué hora acabas el trabajo?

– El trabajo de un buen peluquero no acaba nunca -dije-, pero El Tocador de Señoras cierra a las ocho.

– A esa hora te espero en el bar de enfrente -dijo-. No me des plantón.

A la hora convenida acudí a la cita. Ella ya estaba allí, en una mesa del fondo, absorta en la succión de un refresco embotellado (por el camarero del bar), indiferente a cuanto la rodeaba. Sin decir nada me señaló la silla. Me senté. Estuvimos un rato en silencio, ella pensando en sus cosas y yo pensando también en sus cosas. Esto me permitió observarla con más detenimiento y, en consecuencia, ofrecer al lector una descripción complementaria, toda vez que ya me he referido en otro sitio a sus partes bajas. Era joven de edad, muy delgada de complexión, muy alta de estatura (cuando estábamos los dos de pie, yo tenía que ponerme de puntillas para mirarla de hito en hito) y muy guapa, aunque en este punto admito tener la manga bastante ancha; también era aseada, pues todo su organismo emanaba un aroma saludable, en el que hallaban acomodo el jabón, el desodorante y el body milk, y a todas luces trataba su cabello con un producto que le daba brillo, ligereza y flexibilidad. Me llamó la atención su manifiesta indolencia; pensé que comía poco y que su belleza le permitía ir por el mundo sin prestar a la realidad la atención debida. También pensé que alguna pena oculta la atormentaba. Aunque dirigía a todos en general y a mí en particular miradas desdeñosas, éstas a veces y sin motivo aparente se cubrían de un velo de inquietud rayano en el miedo, como si un extraño don le permitiera de cuando en cuando sintonizar con los peores instintos de su interlocutor. En estas ocasiones sus labios experimentaban una leve contracción y con las manos debía agarrar fuertemente el primer objeto (inanimado) a su alcance para refrenar el temblor que las agitaba.

– Hay que ver -dije inopinadamente para romper el silencio con un poco de conversación mundana e instruida- qué tiempo más primaveral. Claro que es lo propio de la estación. En el hemisferio occidental.

– No me gusta la primavera -replicó secamente, como si yo tuviera alguna responsabilidad en el cíclico alternarse de las estaciones-. Me invade una languidez invencible y rematadamente ñoña. Pero el verano es peor, porque me trae recuerdos tristes. De niña todos los veranos me enviaban a Suiza, a un internado de señoritas finas. Allí me pudría. Cuando volvía a Barcelona, me metían en otro internado, también de señoritas, pero no tan finas. Catalanas. Por eso tampoco me gusta el otoño.

Su rostro se ensombreció. Pareció como si tuviera ganas de llorar, por lo que me abstuve de preguntarle qué pensaba del invierno. Al cabo de unos segundos se rehizo, me miró con ojos de súplica y dijo:

– Antes de contarte nada, debo advertirte que el favor que te voy a pedir comporta un ligerísimo riesgo. Y también que roza los límites de lo legal. Si alguna de estas cosas te asusta, dímelo antes de hablar. Entonces me iré y no volveremos a vernos.

La aclaración no me sorprendió. Una mujer así a un tipo como yo sólo puede proponerle una contravención.

– Cuénteme de qué se trata -le dije.

*

Cruzó y descruzó las piernas como había adquirido la costumbre de hacer en mi presencia y yo traté de mirar hacia otro lado para entender bien lo que se proponía contarme y no perderme en digresiones.

– En realidad -empezó diciendo- no soy yo quien necesita de tu ayuda, sino mi padre. Habría venido él en persona a pedírtela, pero tenía una agenda muy apretada. También pensamos que yo resulto más convincente. Mi padre se llama Pardalot, Manuel Pardalot.

Quizá te suene su apellido: es un importante hombre de negocios. Lo importante no es él, sino sus negocios. Por razones que no hacen al caso, los negocios de papá han atraído últimamente la atención de la judicatura. Por supuesto, se trata de un error de apreciación, pero para poner de manifiesto este error convendría que desaparecieran ciertos documentos. En la actualidad los documentos en cuestión se encuentran depositados en una oficina. El resto salta a la vista: se trata de entrar en la oficina, sustraer los documentos, salir y dármelos. A cambio, un millón de pesetas en billetes pequeños, usados, no correlativos.

– La oferta es buena para alguien cuya existencia discurra en las afueras de la ley -dije-, pero tal no es mi caso. Déme una razón, aparte del dinero, por la que yo deba interesarme en un asunto de esta índole.

– Búscala tú mismo -respondió- y, cuando la hayas encontrado, me la dices. No soy desagradecida.

Al decir esto me dirigió una sonrisa tan artificial que permitía ser interpretada de las más sugerentes maneras. Reflexioné unos instantes, o quizá un solo instante, procurando evitar cualquier atisbo de su provocadora configuración, y luego dije:

– Lo siento. Soy un hombre honrado, un ciudadano ejemplar, y ni siquiera argumentos tan convincentes como los que usted esgrime, muestra e insinúa lograrán apartarme del recto caminar. No cuente conmigo, salvo en lo que atañe a la discreción. Tendré nuestro encuentro por no habido. Buenas tardes.

Regresé a la peluquería y me puse a rellenar dos frascos de champú suave (para cabello seco y delicado) con sulfato de amoniaco hasta que hube de dejarlo porque, sumido en cabalas que no me llevaban a ninguna parte, se me salía el líquido del embudo con el consiguiente despilfarro. No obstante, mi decisión me seguía pareciendo la más acertada cuando al cabo de un rato entré en la pizzería, ocupé mi acostumbrado taburete, me anudé la servilleta al cuello y pedí cinco pizzas de atún, anchoa, jamón, huevo, pimiento, champiñones, tomate, parmesano y mayonesa. La señora Margarita me miró sorprendida.