– Dígamelo a mí -convine.
Subimos al coche, lo puso en marcha, partimos y al cabo de un rato nos detuvimos a la puerta de un local nocturno que parecía ser y era una antigua fábrica, habilitada posteriormente como bar, sin que esta transformación hubiera supuesto su embellecimiento, su limpieza ni su aireación. Antes de entrar le pregunté si conocía el bar y me respondió que no, que nunca había puesto los pies allí, y que lo había elegido porque al pasar había visto en sus proximidades un espacio holgado donde aparcar el coche. Por lo demás, añadió, el bar le parecía acogedor y tranquilo, no obstante el neón en forma de esvástica que refulgía sobre el dintel y la pintada que decía putos negros al paredón, bien porque atribuyera a estos detalles una función puramente decorativa, bien porque fuera tonto y burriciego. Por fortuna a aquella hora no había en el bar otro ocupante que su dueño, un gigante musculoso que lucía en el torso un tatuaje con la efigie del cardenal Goma y que al vernos entrar dejó de trasegar una barrica de cerveza y vino a nuestro encuentro con estas amables palabras:
– Aquí no quiero sarasas ni chimpancés.
– No hable tan fuerte -le susurré al oído-, su alteza el sultán de Brunei no aprecia este tipo de bromas. ¿Le gustaría tener un Rolls descapotable? Pues dénos una buena mesa, tráiganos algo de beber, baje el volumen de la música y procure que nadie nos moleste. Su alteza el sultán aborrece la popularidad. Por eso va vestido de chófer.
El gigantón nos condujo a una mesa del fondo y regresó trayendo el combinado de la casa (medio litro de ginebra y medio de vodka) y una ración de aceitunas que preferí no probar al advertir que el relleno se movía. Como mi sistema digestivo no tolera bien las bebidas alcohólicas y mi cabeza, menos, dejé que mi acompañante diera cuenta de ambas consumiciones. Pedí al gigantón que nos rellenara los vasos y a mi acompañante que me transmitiera el recado que le había encomendado la señorita Ivet.
– Es muy sencillo -dijo el chófer-. Ha de permanecer usted callado respecto de lo sucedido la otra noche. Esto se refiere a la noche del robo. Usted no ha visto nunca a la señorita Ivet y la señorita Ivet, como su nombre indica, tampoco le ha visto a usted. Ni en pintura. No lo digo yo, sino ella, y con estas mismas palabras: ni en pintura. Para mí no tienen ningún sentido. En mi pueblo no usamos la pintura para estos fines. ¿Me ha entendido?
– Sólo a medias.
– ¿Porque soy negro?
– No. Porque las cosas son más complicadas de lo que parece -respondí-. ¿Qué tiene que ver el robo de la carpeta azul con el asesinato del señor Pardalot? ¿Es mera coincidencia o se trata de un plan meticulosamente urdido? ¿Qué contiene la carpeta azul? ¿Por qué vino a recogerla la señorita Ivet en un taxi y no el enmascarado en la limusina conducida por usted? ¿Era el enmascarado el señor Pardalot y la señorita Ivet la hija del enmascarado y por lo tanto la hija del señor Pardalot?
– A todo esto no le puedo responder -dijo mi interlocutor-, porque estoy, como usted, in albis. Verá, después de dejarle a usted frente a las oficinas, fuimos a dar unas vueltas para hacer tiempo. La señorita Ivet se puso muy nerviosa, dijo que no se encontraba bien y que tenía que apearse de inmediato. El enmascarado me ordenó parar y la señorita Ivet se bajó del coche. Nosotros seguimos dando vueltas y a la hora convenida nos plantamos delante de las oficinas, donde habíamos quedado. Pero usted no estaba. Esperamos un rato y no vino. Entonces el enmascarado me dio orden de abandonar el campo. ¿Adonde le llevo?, pregunté. Por toda respuesta me dijo que condujera, que ya me diría dónde había de parar. En una plazoleta oscura de Sarria o de Pedralbes me lo dijo. Pare, dijo. Paré, me pagó, se apeó y me fui. Si era o no era el señor Pardalot, no se lo puedo decir. En ningún momento se quitó la máscara ni me dijo: soy Pardalot. Eso, por lo demás, no habría servido de nada, pues podía haber mentido, ya que yo jamás había visto antes al señor Pardalot. Sólo puedo decirle una cosa: que cuando lo dejé estaba vivo. Por el espejo retrovisor alcancé a ver cómo, aún enmascarado, se dirigía a una calle transversal y doblaba la esquina. Entonces lo perdí de vista. Si algo le sucedió luego, yo nada vi. No sé nada más ni quiero saberlo.
Mientras hablaba se había bebido los dos combinados y se había vuelto más locuaz, si cabe. Me contó que se llamaba Magnolio. No era éste, sin embargo, su verdadero nombre, sino el que le había impuesto el misionero en la pila bautismal. En realidad se llamaba Luis Gonzaga, porque había nacido el 21 de junio. Magnolio, según él mismo me contó, había emigrado (o inmigrado, según el punto de vista) hacía doce o trece años. Al llegar a Barcelona, por no hablar ningún idioma, salvo el suyo, fue contratado como chófer. No sabía conducir, pero como a todo cuanto le preguntaban respondía con la palabra sí, que en su lengua materna significa no, nadie se enteró. Aunque para entonces ya gozaba de una excepcional miopía, en su país había desarrollado un olfato muy fino que suplía con creces la falta de visión, pues aun de noche y sin luces podía distinguir si estaba en la ciudad o en el campo y si los retretes de una gasolinera estaban o no en condiciones de uso.
Al acabar esta sucinta autobiografía, y habiéndose bebido dos combinados más, sus facciones adquirieron una noble blandura.
– Es usted una buena persona -me dijo ofreciéndome su manaza-. Lo vi desde el primer momento. ¿Quiere ser mi amigo? Yo quiero ser su amigo.
Le aseguré que ya éramos íntimos y le pregunté si hacía mucho que conocía a la falsa Ivet.
– Ya lo creo, al menos tres o cuatro años, lo que en el trópico equivale a una década -respondió.
Sin embargo, instado por mí, admitió saber muy poco de ella: lo poco que ella misma le había contado o dado a entender y vagos rumores recogidos de aquí y de allá. Según había podido colegir, Ivet había vivido un tiempo en el extranjero. Allí (en el extranjero) había trabajado como modelo de alta costura, ganando una buena pasta. Luego, por alguna razón, había regresado. Si su padre era, como todo daba a entender, el señor Pardalot, habría podido vivir holgadamente y sin pegar sello, pero la señorita Ivet era muy independiente de carácter, de modo que se había establecido por su cuenta. Si bien tal vez, añadió Magnolio, la señorita Ivet no era en realidad hija del señor Pardalot, lo que habría echado por tierra la hipótesis anterior. Sea como fuere, la señorita Ivet tenía una empresa de servicios.
Entre los servicios prestados por la empresa de la señorita Ivet estaba incluido Magnolio, me explicó él mismo. Cuando alguien necesitaba un chófer, la señorita Ivet lo contrataba por semanas, por días e incluso por horas. Por otras prestaciones (por ejemplo, llevar un paquete o cambiar un neumático), cobraba un plus. Hasta el momento, si la memoria de Magnolio no era infiel a Magnolio, nunca lo habían contratado para cometer un delito como el de la otra noche. Tampoco había visto con anterioridad a dicha fecha al señor Pardalot, ni enmascarado ni con la cara descubierta.
Me habría gustado preguntarle algunas cosas más referentes a la señorita Ivet, pero Magnolio, acabada la precedente exposición, y tras reiterarme la sinceridad de sus sentimientos amistosos, golpeó con la frente el tablero de la mesa y se puso a roncar. Llamé al dueño del bar y le dije que me iba.
– Su alteza el sultán de Brunei -añadí señalando la figura yacente de Magnolio- tiene jet lag. Ocúpese de que no le falte nada. Su alteza le pagará la cuenta cuando se despierte.
Y así diciendo salí del local cuando, provistos de porras, navajas y cadenas, lo empezaban a animar con su presencia los nietos de aquellas que otrora animaban con la suya la Parrilla del Ritz y el Salón Rosa.
De buena mañana ya estaba yo en el quiosco del señor Mariano hojeando la prensa de nuestra ciudad, donde no me costó dar con lo que buscaba. A saber:
Manuel Pardalot i Pernilot
natural de Olot
Presidente de la sociedad El Caco Español
Falleció ayer a la edad de 56 tacos habiendo
recibido siete tiros y la bendición papal.
Sus afligidas ex esposas Montserrat, Jeniffer,
Donatella, Tatiana Gregorovna, Liu Chao Fei
y Montserrat bis, su hija Ivet y demás familiares,
socios, colaboradores, empleados y amigos ruegan
una oración por el eterno descanso de su alma.
El sepelio se efectuará a las 10 horas en la parroquia
de La Concepción. No se invita particularmente.
En la peluquería me aguardaba una sorpresa desagradable. La víspera y por causa de mi turbulenta relación, si se puede calificar de tal, con la señora Pascuala, había olvidado dejar abierta la puerta exterior y ahora el candado de la persiana metálica estaba seccionado y en la peluquería reinaba el más espantoso desbarajuste. Gracias a Dios no se habían llevado nada y la clientela no era numerosa a aquella hora temprana. Lo puse todo en su sitio, barrí, saqué el polvo, hice los cristales y a las nueve y cuarto en punto El Tocador de Señoras abría sus puertas al público como si tal cosa. Pero el hecho me inquietó, porque significaba que no era Magnolio el único que me seguía y me registraba.
A las nueve treinta de aquella misma mañana, no habiendo venido todavía ningún cliente, fui al video-club del señor Boldo, que quedaba justo enfrente de la peluquería, y le dije al señor Boldo:
– Señor Boldo, me veo precisado de salir una horita. Échele un ojo a la peluquería y si ve entrar a alguien, dígale que vuelvo en seguida. Si hace falta, póngale un vídeo y ya le pagaré yo luego el alquiler.
Cogí el autobús y llegué a la parroquia de La Concepción a las diez y diez. No me hizo falta preguntar nada, porque un caballero vestido de gris y apostado en la puerta del templo me tendió un recordatorio acreditativo de haber pasado Pardalot a mejor vida. Le di cinco duros y entré. Supuse que la familia del finado ocuparía el mejor sitio, es decir, el primer banco empezando por el altar, y me abrí paso entre el gentío que abarrotaba la nave, alternando codazos y empellones con palabras de consuelo y condolencia, hasta cruzarla de punta a punta. Allí, en efecto, se alineaban varias mujeres enlutadas, que murmuraban con la cabeza gacha, y varios hombres bien trajeados, que dejaban vagar la mirada por las alturas mientras un sacerdote desgranaba conceptos razonados, oportunos y provechosos.