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Procurando no alterar el recogimiento de los presentes, me acerqué a una mujer joven, sentada en el borde del banco, y le susurré al oído:

– Le acompaño en el sentimiento. El difunto y yo éramos uña y carne. ¿Se sabe el móvil?

– ¿Quién es usted? -preguntó ella lanzándome una mirada torcida.

– Sugrañes, agente de seguros -respondí-. Si me dice su nombre y grado de parentesco, le diré si ha resultado agraciada en la póliza.

– ¿Qué tonterías está diciendo? -replicó ella-. Soy Ivet Pardalot, la hija del difunto Pardalot, y heredo todo el cotarro.

– Imposible -respondí-. La hija de Pardalot está que tumba y usted, sin ánimo de ofender, no vale nada.

Parecía dispuesta a replicar de nuevo cuando el cura interrumpió su monserga y señalando hacia nosotros dijo:

– Ésos de la primera fila, a ver si se callan.

Recobró ella su acongojado aspecto y yo hice una genuflexión y emprendí la retirada.

En el atrio se había formado un grupo de cinco señores que se pronunciaban acaloradamente sobre la decisión de no alinear a Romario contra el Celta de Vigo.

– ¿Puedo preguntarles una cosa? -interrumpí diciendo.

– Pregunte lo que quiera, buen hombre -respondió uno de ellos en representación de todos-, pero antes voy a decirle algo que usted ni siquiera sospecha: hoy por hoy el fútbol ha dejado de ser un deporte y se ha convertido en un negocio como otro cualquiera.

– Atiza -exclamé, y a renglón seguido pregunté-: ¿Conocían ustedes al difunto, que Dios tenga en su santa gloria?

– Claro -repuso otro contertulio, por cuanto el anterior parecía absorto ante la gravedad de su propio veredicto-. ¿Usted no?

– Uña y carne -afirmé-. Y muy amigo de las cuatro hijas del finado.

– Me parece que se confunde usted de entierro -me corrigió un tercero-. Aquí el corpore insepulto es Manuel Pardalot, y sólo tenía una hija, llamada Ivet, de su primer matrimonio.

– ¿Ivet? -dije-, ¿una chica rubia, alta, muy guapa, con unas piernas despampanantes?

– No, señor: una chica morena, baja, feúcha y con unas piernas como un par de zanahorias.

– Efectivamente -admití-, he debido equivocarme de día, de hora, de iglesia y de muerto. Que ustedes lo pasen bien.

A las once y cuarto ya estaba de vuelta en la peluquería. El señor Boldo me informó de que no había aparecido un alma durante mi ausencia. Le dije que había ido al entierro de un conocido, le agradecí mucho su amabilidad y nos reintegramos cada cual a nuestras respectivas labores.

*

Dediqué el resto de la jornada a poner en orden los datos acumulados hasta el momento y a mirar de cuando en cuando la puerta de la peluquería por si entraba algún cliente, cosa que no sucedió.

En cuanto a las conclusiones que yo podía extraer de lo ocurrido hasta el momento, se reducían a: a) la chica que había dicho ser Ivet Pardalot no era, en rigor, Ivet Pardalot, si la que decía ser Ivet Pardalot era realmente Ivet Pardalot; b) el enmascarado que había dicho ser Pardalot podía haber sido, en efecto, Pardalot, si bien lo más probable era que no lo hubiera sido, antes al contrario, que hubiera sido c) el asesino del verdadero Pardalot o, si no el ejecutor material del asesinato, el cerebro de la operación y, desde todo punto de vista, su autor moral, y, lo que era peor aún, d) que estuviera todavía con vida y sabe Dios si tramando nuevos asesinatos (por ejemplo, el mío) bajo su caperuzón; e) o f) de lo antedicho no podía inferirse que el pérfido encapuchado fuera el padre de la chica que se había hecho pasar por Ivet Pardalot (no siéndolo), con el consentimiento y complicidad de ella, salvo que se hubiera tratado efectivamente de su auténtico padre, lo que la exoneraría de esta falsedad, pero no de peores falsedades, g) y perfidias.

Con lo cual di por concluido el ejercicio, aunque no quedé, a fuer de sincero, muy satisfecho con estas elucidaciones. Pero no disponía de más datos en que basar otras mejores.

A media tarde mi cuñado Viriato vino a hacer una visita de inspección a la peluquería. Yo aborrecía y temía estas visitas esporádicas, porque Viriato, que en sus relaciones familiares era un hijo solícito, un marido complaciente (y solícito), un cuñado cortés, un hombre atento y delicado con el prójimo, en suma, un auténtico minino, en materia laboral se mostraba exigente e inflexible, por no decir despótico, sobre todo si la cuenta de beneficios arrojaba unos resultados tan escuálidos como los que yo solía presentarle. Entonces dejaba de lado sus modales exquisitos y me cubría de reproches, acusaciones y amenazas y me tachaba de inútil, venal y desvergonzado, cuando no la emprendía conmigo a puntapiés y cintarazos, sin que de nada sirvieran mis razonadas explicaciones, que iban desde las consecuencias (mediatas) del tratado de Maastricht, hasta el mal estado del secador eléctrico. Con respecto a Maastricht, trataba de hacerle entender, poco podíamos hacer Viriato y yo, pero con respecto al secador, la situación exigía medidas drásticas, pues en los dos últimos meses cinco clientes (ahora ex clientes) habían tenido que ser trasladados de urgencia al ambulatorio con lesiones de pronóstico leve de resultas de otras tantas disfunciones.

– Lo que ocurre -replicó Viriato mientras inspeccionaba el local buscando un pretexto para oponerse a mi demanda- es que te pasas el día tonteando con las clientas.

Iba a defender mi integridad, mi laboriosidad y mi lealtad a la empresa, cuando otro asunto más perentorio acaparó mi atención.

– Oye, Viriato -dije-, ya sé que la pregunta es un poco indiscreta, pero ¿tú llevas marcapasos?

– No.

– Pues salgamos pitando de aquí -dije-, porque hace rato que oigo un tictac que me da muy mala espina.

Apenas hubimos alcanzado la puerta, oímos un ruido atronador, nos envolvió una densa humareda, sentimos en la espalda un calorcito la mar de vigoroso y emprendimos un corto vuelo, durante el cual traté sin éxito de agarrar, conforme iban pasando por mi lado, los distintos componentes de la peluquería (el secador, el sillón, la palangana) que por causa de su menor densidad a mayor velocidad que yo se desplazaban.

Todavía zascandileaba por el barrio la onda expansiva reventando los cristales de los escaparates cuando tomé tierra en la acera opuesta, frente al videoclub del señor Boldo y en medio del nutrido público que siempre y de inmediato se congrega allí donde el prójimo se hace daño. Antes de comprobar si estaba en posesión de todas mis partes, gateé de aquí para allá hasta reunir el instrumental disperso y ponerlo a salvo de la rapiña de algún aprovechado; luego me ocupé de mí y por último me interesé por la suerte de mi cuñado, quien, según me informó un vecino solícito, había tenido la chiripa de caer sobre el toldo de la frutería y verdulería de la señora Consuelo, por lo que había resultado ileso, aunque momentáneamente aquejado de sordera, ceguera, parálisis, amnesia y una acuciosa descomposición. Tranquilizado al respecto, lo dejé al cuidado de quienes intentaban reanimarlo y extraer de sus orificios un racimo de plátanos, y corrí a colocar los enseres rescatados en su sitio, es decir, entre los escombros de la peluquería, en cuya fachada, con el mango de un cepillo carbonizado, escribí:

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obras de ampliación y renovación

Tras lo cual busqué y encontré la escoba y el recogedor y con ellos traté de apilar los cascotes, trizas, añicos, pavesas, andrajos y confeti (proveniente de Semana y Diez Minutos) mientras hacía balance de aquel estrago. En esta ocupación me encontró enfrascado la guardia urbana, que, avisada por algún transeúnte entrometido, acudía con su habitual celeridad al lugar del siniestro.

– Gracias por su visita, señores números, ¿en qué puedo servirles? -les dije con fingido alborozo, porque habría preferido que se hubieran quedado regulando el tráfico en lugar de venir a hacer preguntas sobre lo ocurrido allí.

Sin embargo mis temores resultaron infundados, porque los representantes del orden (municipal) se limitaron a echar una ojeada al local y otra a mí y a preguntarme si había sido el butano.

– Sí, señor -respondí-, tenía encendida la estufa, pese al excelente clima que nos ofrece gratis el Ayuntamiento, y no observé las debidas precauciones. Pero las consecuencias son insignificantes, porque la compañía aseguradora cubrirá de buen grado los ligeros desperfectos.

Viriato, que, ya repuesto, entraba en busca de su americana, sus zapatos y la pernera izquierda de sus pantalones, me oyó decir esto y, cuando se hubieron ido los guardias, me increpó diciendo:

– ¿Por qué les has contado estas mentiras? Sabes de sobra que no he pagado la prima del seguro desde 1987.

– Viriato -le dije-, me temo que estamos metidos en un buen lío, y lo mejor será que tratemos de resolverlo por nuestros propios medios. Esta vez hemos salido bien librados de milagro. La próxima puede ser peor. Vuelve a tus ocupaciones, no le cuentes a nadie lo sucedido y aléjate de mí.

*

Al caer la tarde, ya había conseguido sacar los escombros a la calle, empalmar todas las secciones de una tubería por la que ahora pasaban, provisionalmente, los suministros de agua, gas y electricidad, y recomponer el espejo uniendo sus fragmentos con esparadrapo. El secador eléctrico había quedado totalmente inutilizado y el sillón había perdido los brazos y el respaldo. Mientras cavilaba cómo suplir estas carencias, entró en la peluquería un individuo de andar incierto y tez muy pálida, lo que al pronto me hizo pensar que tal vez fuera un cadáver. Con anterioridad yo ya había afeitado, peinado y acicalado algún que otro difunto, pero nunca uno que viniera por su propio pie, pese a lo cual, y no estando la cosa para hilar muy fino, le señalé el residuo del sillón. El recién llegado se echó a reír y exclamó: