Se refería a mí. El lector sabrá disculparme si en este punto del relato revelo algo que él (mi inmerecido lector) seguramente ya habrá deducido con anterioridad, a saber, que hasta que no me fue dada esta explicación, yo había alimentado la fatua convicción de haber sido elegido por aquella monada y por su supuesto y pajolero padre (q.e.p.d.) por mi reputación, otrora no insignificante, en los círculos gremiales del latrocinio, la marrullería, la garfiña, la impudencia y la cancamusa, e incluso, a qué negarlo, por una inclinación de ella hacia mi apariencia física, mi elegancia en el vestir, mi simpatía, mis maneras y, en suma, mi capacidad de seducción. Demasiado tarde recordé a la pobre señora Pascuala de la pescadería, cuya insolencia para conmigo adquiría ahora, a la luz de mi doloroso desengaño, su cabal e inapelable significación.
– Lo más seguro, añadió Pardalot -añadió Ivet, insensible a la amargura que debía de reflejar mi rostro-, era que la policía nunca diera contigo. Dedicarían unos días a repasar sus archivos y luego darían carpetazo al asunto. Y aun cuando hubieran dado contigo, él lo habría negado todo, y siendo Pardalot un prohombre y tú un ridículo peluquero, le habrían creído a él. En cuanto a ti, no te habría pasado nada. Con tu conducta intachable y tu cara de pazguato, el tribunal habría considerado que cometiste el robo en un momento de enajenación y te habría enviado una temporada a un centro psiquiátrico. Dicen que son como balnearios. Claro que ahora el asesinato lo complica todo un poco.
– ¿A qué asesinato te refieres? -dije.
– ¿Todavía no has atado cabos? -dijo-. El presunto Pardalot no era Pardalot. Y no se trataba de robar unos documentos propiedad de Pardalot, sino de asesinar al verdadero Pardalot y echar las culpas del crimen sobre un inocente que, dicho sea de paso, tiene tus mismas huellas dactilares y tu misma cara.
– Esto es absurdo -repliqué-. Yo no he asesinado a Pardalot, ni al presunto, ni al verdadero, ni a nadie.
– ¿Y cómo lo piensas demostrar? -preguntó-. Por supuesto, puedes ir a la policía y contarles lo sucedido, pero ¿quién te va a creer? Haber dejado sus huellas alrededor de un cadáver y aparecer en una cinta de vídeo grabada esa misma noche en la propia escena del crimen no es peccata minuta. Pero si a pesar de todo decides ir a la poli, debo advertirte que yo juraré no haberte visto nunca, y Magnolio hará otro tanto. No lo tomes a mal. A nadie le gusta verse metido en los líos ajenos, sobre todo si su posición no es del todo limpia. Por otra parte, a mí no me consta que tú no matases realmente al verdadero Pardalot. Apenas te conozco. Puedes ser un psicópata.
– Sí, pero no lo soy -repliqué-, y ahí está el problema. Porque si yo no soy un asesino, pero alguien asesinó a Pardalot, es forzoso admitir que en estos momentos anda suelto un asesino que te conoce y tiene motivos sobrados para silenciarte. Por eso enviaste a Magnolio a registrar mi apartamento y la peluquería, y a seguir mis pasos y a tratar de sonsacarme. Para ver si yo había matado a Pardalot. Ahora, convencida de mi inocencia, y viendo que Magnolio es un novato, me has hecho venir. ¿Para qué?
– Para ayudarte. ¿No confías en mí?
– No -repuse con firmeza-, es más, creo que eres embustera, ambiciosa y egoísta, como Dalila, Salomé, la Momia y otras malas mujeres que han merecido pasar a la historia por su crueldad, doblez y trapacería. Pero si me propones un trato razonable, te escucharé.
– Harás bien -dijo ella sin mostrarse ofendida por mis palabras-. En realidad la situación es más grave de lo que supones. Llevada de un mal impulso, la noche del crimen robé la carpeta azul. Pensé que podría revendérsela a Pardalot. Cuando descubrí que la persona que me había contratado no era Pardalot y que el auténtico Pardalot había sido asesinado, quise devolver la carpeta sin cobrar, pero no supe a quién. Ellos, quienes quiera que sean, aún no saben que la tengo yo. Seguramente creen que la tienes tú. Por eso quise prevenirte. Tarde o temprano irán a por ti.
– Ya lo han hecho -mascullé-. Hace unas horas han puesto una bomba en la peluquería. Como ves, he salido ileso, pero los daños materiales son cuantiosos.
– Lo siento -murmuró.
– Con sentimientos no se compra un secador eléctrico -repliqué secamente-. ¿Dónde está la carpeta azul?
– En la caja de seguridad de un banco.
No lo creí, pero de nada servía discutir aquel detalle trivial. Lo importante era salvar nuestros respectivos pellejos.
– ¿Tienes idea de quién puede estar detrás de todo esto? -pregunté-, ¿de quién tenía interés en eliminar a Pardalot o, en su defecto, de quién era Pardalot?
– No. Sólo lo que traen los periódicos.
– Pues eso es lo primero que hemos de averiguar -dije.
– ¿Cómo? -preguntó.
– Muy sencillo: volviendo a entrar en las oficinas de El Caco Español, S.L.
– Eso es muy peligroso -dijo ella.
– También lo es quedarse sentado a la espera de otra bomba -dije yo-. En cambio, si tomamos la iniciativa, llevaremos ventaja durante un tiempo breve, porque creyéndonos a nosotros débiles y a sí mismos fuertes, no habrán tomado precauciones. En estos casos, lo más difícil es siempre lo más fácil, precisamente porque parece difícil. ¿Magnolio es de confianza?
– Sí -afirmó Ivet-. Aunque fue bautizado, conserva la honradez de los idólatras, y a diferencia de muchos caballeros, que conmigo se comportan como cafres, él, que es un cafre, siempre se ha portado conmigo como un perfecto caballero. En quien no sé si puedo confiar es en ti.
– Deberás correr este albur. Quédate aquí y no abras a nadie. Yo me pondré en contacto contigo. Y ahora, adiós.
Me acompañó a la puerta. Antes de abrir, movida por un inexplicable impulso (o por una fórmula de cortesía empresarial), me abrazó y, en clara referencia a los peligros exteriores, susurró en mi oreja:
– Ten cuidado, amorcito.
Sentí contra mi pecho el trémulo calor de sus delicadas formas (macizas) y, no habiendo experimentado con un cuerpo humano contacto físico (los del autobús no cuentan) en varios años, no sé cómo habría reaccionado de no haber sido el momento tan poco propicio a la sensiblería. Pero tal y como estaban las cosas, aquel abrazo más bien me deprimió. Así que dije de nuevo adiós y bajé la escalera a toda prisa. En la calle encontré a Magnolio, contemplando con satisfacción su coche, la parte delantera del cual había pasado a formar parte del coche vecino.
– La señorita Ivet me ha encargado decirle que por hoy ya no necesita de sus servicios -le dije-. En cuanto a mí, ya no hará falta que vuelva a seguirme por las calles ni a meter sus narizotas en mis propiedades. En cambio, no estará de más que se quede aquí un rato montando guardia. Asegúrese de que la señorita Ivet no abandona el edificio. Si lo hace, sígala sin ser visto. Ya sé que el sigilo no es su especialidad, pero no se desanime: con la práctica mejorará. Y venga mañana por la mañana a darme noticia de lo que ha pasado.
A eso de las once, sin haber cenado, llegué frente al edificio de El Caco Español y lo inspeccioné a prudencial distancia. Las luces del edificio estaban apagadas, salvo la del vestíbulo, donde montaba en su garita guardia un guardia. No el mismo guardia de la otra vez, sino otro guardia de mediana edad, barrigudo, calvo y con espeso bigote. Son los mejores.
Doblé la esquina y me detuve frente a la puerta del garaje. Por aquella calle (lateral) no pasaba nadie. Del bolsillo saqué el pulsador que me había dado el encapuchado unas noches atrás para facilitar mi entrada en aquel mismo edificio (por allí) y que se había quedado primero en un bolsillo del traje y luego en mi casa, adonde había ido a buscarlo previamente a los hechos que ahora narro. Y lo pulsé. La reja volvió a deslizarse horizontalmente por su riel y la compuerta por el suyo verticalmente, como ya he descrito con estas mismas palabras en su lugar correspondiente. Habría sido pan comido introducirme en el edificio por el garaje, pero me abstuve de hacerlo por considerar que sin duda habrían cambiado la combinación numérica que desactivaba la alarma, a la vista de lo mal que les había ido con la anterior, sobre todo a Pardalot.
Dejé la puerta del garaje abierta, desanduve lo andado, me coloqué frente a la puerta de cristal del edificio e hice señas al guardia de seguridad hasta que éste se percató de mi presencia, me indicó que las oficinas no estaban abiertas al público y luego, señalando con expresiva mímica ora su cachiporra ora su propia anatomía, me indicó por dónde me metería aquélla si no lo dejaba en paz. A lo que respondí yo exagerando mis aspavientos y visajes, hasta que el guardia se levantó, se abrochó el pantalón que para mayor comodidad de su persona se había desabrochado, y blandiendo la cachiporra vino a la puerta y le abrió una rendija.
– Disculpe si le incomodo -me apresuré a decir-, pero hay causa. Verá, soy un vecino de este barrio primoroso y al pasar hace un instante por la callejuela lateral, camino de mi hogar, he advertido que la puerta del garaje de su edificio, es decir, de este edificio, estaba abierta. Yo diría que de par en par. Con civismo he oteado el interior y me ha parecido distinguir la sospechosa figura de un extraño dentro del garaje. Claro que puede haber sido cosa de mi imaginación. Soy timorato por naturaleza. Y artrítico. No como usted, que es valiente, responsable y buen mozo.
El guardia se rascó los fondillos con la cachiporra para entretenerse mientras pensaba y luego dijo:
– Iré a inspeccionar las premisas. Usted no se mueva de aquí y no toque nada.
– Descuide. Será un honor custodiarle la garita -respondí deslizándome en el interior del vestíbulo-. Ah, y no se olvide de desconectar la alarma mientras patrulla o usted mismo la hará saltar con la consiguiente batahola. La gente del barrio es tiquismiquis y no quisiera que le reprendieran si al fin y a la postre todo han sido figuraciones mías.