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– ¿Conoce usted a Reinona? -preguntó el caballero maduro y canoso.

– Uña y carne -dije.

El caballero maduro y canoso reflexionó tan largamente que tuve ocasión de ver cómo maduraba un poco más. Finalmente preguntó:

– ¿Ha traído el donativo?

– Sí, por supuesto -dije yo metiéndome la mano en el bolsillo del pantalón-, ¿cuánto se debe?

– Doscientas cincuenta mil por barba.

– Atiza. Y esta bagatela ¿a qué da derecho?

– A una copa de cava de ínfima calidad.

– Me parece justo -dije-. Pero prefiero hacer la postura en presencia del interesado.

– Está bien -dijo el caballero maduro y canoso-. Sígame.

*

Precedido del abogado (seguramente auténtico) de Pardalot y seguido del (seguramente falso) recepcionista, crucé el vestíbulo y entré en un salón suntuoso concurrido por hombres y mujeres de visible prosapia y edades comprendidas entre la madurez y la licuefacción.

– Quédese donde está -dijo el caballero maduro y canoso apenas cruzado el umbral del suntuoso salón señalando con el dedo una baldosa-. Yo iré a buscar a Reinona.

Me dejó en compañía del joven recepcionista y su pelo canoso se confundió en aquel mar de canas, del que de cuando en cuando, entre la bruma azulada de las tagarninas, emergían rutilantes calvorotas insulares. Aprovechando la pausa, busqué con la mirada a Magnolio. Al pronto no lo vi, porque no estaba, pero en seguida entró en el salón por una puerta lateral. Le habían puesto un uniforme de camarero (o frac) que seguramente había pertenecido antes a otro u otros camareros y que, siendo Magnolio como era, le venía muy estrecho y muy corto de mangas, de perneras y de tiro. Con una mano sostenía cuanto en alto le permitía la sisa una bandeja de copas de champán. Al verme amagó un gesto amistoso y se le cayeron al suelo dos o tres copas. Yo me hice el longuis para que nadie notara que nos conocíamos; precaución innecesaria, pues la concurrencia estaba enfrascada en tantas conversaciones como personas la integraban. Regresó entonces el caballero maduro, canoso y abogado de Pardalot, despidió con un ademán al joven recepcionista y me rogó con otro que le siguiera. Sorteando la gente y las columnas cruzamos el concurrido y suntuoso salón y llegamos al otro extremo, donde algo retirados del resto de la manada había dos hombres y una mujer. Los dos hombres, también maduros y canosos, estaban enzarzados en una acalorada discusión, a la que pusieron punto final o postergaron para mejor ocasión al advertir nuestra presencia. El abogado de Pardalot me señaló a su atención y dijo:

– Éste es el que dice ser abogado de Pardalot y haber recibido una invitación personal de Reinona.

Pensé que me agredirían, pero no sólo no fue así, sino que uno de los dos hombres me sonrió y me tendió la mano. Animado por esta muestra de cordialidad lo abracé y le propiné violentas palmadas en el dorso mientras gritaba:

– ¡Puñeta, Reinona, estás fenomenal!

– Me parece que se confunde usted -respondió el objeto de mi afección desprendiéndose del abrazo-, porque yo no soy Reinona ni creo haberle visto a usted jamás.

– Pues yo en cambio te tengo a ti muy visto, chato -dije yo.

– Es que soy el alcalde de Barcelona -dijo él.

Tal vez no habría salido airoso de la situación si la mujer, que hasta aquel momento se había limitado a contemplar la escena con la altivez con que las personas guapas, ricas y educadas ven al prójimo meter el remo, no hubiera intervenido para decir:

– Yo soy Reinona. Pero no hace falta que me salude con tanta efusividad.

Me fijé entonces en ella con la atención que merecían sus palabras y vi que se trataba de una mujer de gran belleza y distinción. Sin ser madura, como parecía ser obligatorio allí, tampoco se la podía calificar de joven, al menos según mi baremo, algo estricto. En cuanto a las canas, nada concluyente se podía decir, toda vez que llevaba el pelo teñido con un tinte de excelente calidad, muy distinto, ay de mí, al que yo me había aplicado un par de horas antes, y que a aquellas alturas, de resultas del calor, me estaba dejando la cara como la de un supporter del Chelsea. Su indumento (vestido largo de raso con tirantes y ribetes de tul) sin duda procedía de las mejores pasarelas de París o Milán, llevaba alrededor del cuello una gargantilla de rubíes y en el dedo un anillo con enormes brillantes que centelleaban al reflejarse en ellos las lámparas del salón. Algo cohibido murmuré:

– Señora…

Atribuyendo a otras razones mi confusión, me atajó y dijo:

– Puede hablar sin reserva delante de estos caballeros. A uno de ellos ya lo conoce, pues él mismo acaba de presentarse y sale a diario en los periódicos. El otro es mi marido, Arderiu. ¿Le importa que le llame Pedro?

– No. Por mí puede usted llamar a su marido como le dé la gana.

– Me refiero a usted. Es mejor mantener el anonimato. Toda esta gente es de confianza, pero puede haber un infiltrado o un delator o un arrepentido. Quizá varios. Quizá todos ellos participen en mayor o menor medida en alguna forma de traición. También puede haber micrófonos escondidos en cualquier parte. Incluso usted mismo podría llevar un micrófono oculto debajo de la ropa. O en el ano. Por lo demás, tampoco hace falta llamarnos por nuestros nombres de pila. Quizá más adelante, si llegamos a intimar, pero no ahora.

Expresé mi aprobación y su marido dijo:

– ¿Qué novedades hay?

– Bueno… -dije yo-, según se mire…

El genuino abogado de Pardalot intervino en este punto para decir:

– Al parecer, al imbécil de la peluquería le pusieron ayer una bomba del carajo y salió indemne.

– En efecto -exclamé, incapaz de contenerme-, alguien puso una bomba en El Tocador de Señoras, un prestigioso centro de boité, causando en el local daños materiales de elevada cuantía. Y ya que ha salido el tema a colación, me gustaría saber si el Ayuntamiento tiene previsto algún tipo de subvención para estas eventualidades y si el señor alcalde podría interceder en la presente.

– Por favor -susurró el alcalde-, éstas no son cosas que yo deba oír. Y menos resolver en el curso de un guateque.

– Es verdad, no podemos disiparnos en fruslerías. El tiempo apremia -dijo el marido de Reinona. Y volviéndose a su mujer, añadió-: ¿Qué acabo de decir, cariño?

– No te esfuerces, ratoncito, no te vayas a lesionar -repuso ella.

En aquel momento se acercó al grupo un caballero y dirigiéndose al alcalde, dijo:

– Señor alcalde, le vendo una partida de diez mil faroles al precio de catorce mil faroles. Una ganga.

– Por favor -respondió el alcalde sin despegar los labios-, éste no es momento ni lugar.

– Habrá un pellizco para usted y también para estos señores -agregó el diligente proveedor abarcando a todos los presentes con gestual magnanimidad.

– ¿Cuánto? -pregunté.

– Éstas no son cosas que yo deba oír -dijo el alcalde.

El abogado de Pardalot hizo señas al joven recepcionista y cuando éste acudió a su llamada le dijo:

– Llévese a este señor a la cocina y que le den un plátano.

El joven recepcionista se llevó a rastras al inoportuno proveedor. Esto creó un instante de confusión que aprovechó Reinona para susurrar a mi oído:

– He de hablar contigo a solas. Si no esta noche aquí, mañana en otro sitio. Desconfía de todos y no digas nada.

Iba a pedir aclaraciones cuando nos interrumpió de nuevo otro personaje. Provenía, como el anterior, del conjunto de los invitados, pero se distinguía del resto por ser el hombre más orejudo que yo jamás había visto. El cual, tomando al alcalde por el brazo como si lo quisiera para sí, le dijo:

– Señor alcalde, debería dirigir la palabra a estos ilustres ciudadanos, que llevan rato poniéndole verde a usted como institución y como ser humano.

– ¿Ve como el tiempo se nos echa encima? -dijo el marido de Reinona.

– Está bien -asintió el alcalde-. Hablaré a estas buenas gentes. ¿De qué va el tema?

– De nada, señor alcalde, como de costumbre -repuso el orejudo.

– Está bien -dijo el alcalde-. Anúncieme, Enric -y dirigiéndose a nosotros añadió-: Tengan la bondad de disculparme. Estaré con ustedes de nuevo en un plis-plas.

El orejudo se subió a un velador y desde allí hizo sonar varias veces lo que yo hasta entonces había tomado por sus orejas y no eran sino unos platillos que la Orquesta Ciutat de Barcelona i Nacional de Catalunya le había prestado para la ocasión. Y atraída sobre sí con semejante estruendo la atención de los presentes, dijo:

– Señoras y señores, a continuación el excelentísimo señor alcalde les dirigirá unas palabras tan breves como mi permanencia sobre este velador.

Dicho lo cual perdió el equilibrio y se vino al suelo. De inmediato las voces se acallaron, convergieron en nosotros las miradas y yo, aun consciente de ser mi rostro de una desesperante vulgaridad, procuré ocultarme detrás de Reinona, cuya estatura aventajaba la mía, y desde allí ver, escuchar y tomar nota.

Mientras tanto el alcalde se frotaba las manos, expectoraba y se concentraba. Luego empezó diciendo:

– Ciudadanas y ciudadanos, amigos míos, permitidme interrumpir vuestra vacía cháchara para explicaros el motivo de esta convocatoria intempestiva y del sablazo que la acompaña. Hace un momento nuestro gentil anfitrión, el amigo Arderiu, a quien tanto debemos, sobre todo en metálico, me decía que el tiempo vuela. Al amigo Arderiu Dios no le ha concedido muchas luces; todos estamos de acuerdo en que es un imbécil. Pero a veces, pobre Arderiu, dice cosas sensatas. Es cierto: el tiempo vuela. Acabamos de guardar los esquís y ya hemos de poner a punto el yate. Suerte que mientras nos rascamos los huevos la bolsa sigue subiendo. Os preguntaréis, ¿a qué viene ahora esta declaración de principios? Yo os lo diré. Se avecinan las elecciones municipales. ¿Otra vez? Sí, majos, otra vez.