– ¿Reapareció la alhaja? -pregunté.
– No lo sé -respondió Magnolio-. El relato de la cocinera iba más por el lado psicológico y mecánico.
– ¿Y no se ha vuelto a repetir desde entonces un suceso de similares características?
– No, señor.
– Qué raro -dije-. Tendría que haber desaparecido al menos un anillo de brillantes. ¿Qué más ha podido averiguar?
El chófer abrió los brazos y se dejó caer de nuevo sobre el somier.
– Nada más -exclamó-. No ha habido tiempo para dar palique. Si supiera usted el tute que nos hemos dado… En fin, que no sirvo para espía. Soy cegato, soy negro y soy enorme. Suerte que me han pagado bien.
– ¿Quién le pagó? -pregunté.
– El mayordomo.
– ¿Sacó usted la impresión de que el mayordomo administra las finanzas de la casa?
– Obraba con seguridad y diligencia en el manejo de los caudales.
Medité unos instantes y luego dije:
– Voy atando cabos, pero son más aún los que me quedan sueltos. Y no podemos esperar a la próxima fiesta para entrar en esa casa. Magnolio, ¿se vería usted con ánimos de entablar amistad con algún miembro del personal de servicio? Ya los conoce y ellos a usted. Y con su simpatía y su don de gentes no ha de serle difícil.
Sonrió agradecido el chófer y dijo:
– No sé. Podría probar con una de las dominicanas. La verdad es que no me importaría seguirla viendo. Es más, le voy a proponer matrimonio. Se llama Raimundita y es un bombón. No lo digo por el color. No soy racista. ¿Tanto interés tiene para usted esa casa?
– Sí, amigo mío -repuse-. Ahí está la clave de todo el misterio. Pero es preciso andar con pies de plomo. Quienquiera que mueva los hilos de este asunto es astuto y no se para en barras.
Iba a decir algo el chófer, bien a propósito de esta afirmación, bien en relación con Raimundita, cuando sonó imperioso el interfono. A la pregunta ritual respondió una voz varonil.
– Abra, soy Santi.
– No conozco a ningún Santi -dije.
– A este Santi, sí -replicó la voz a través del interfono-. Nos hemos visto en casa de Reinona.
– ¿Y qué se le ofrece?
– Hablar con usted.
Tras una corta vacilación opté por abrir. En aquel momento cualquier información adicional podía serme útil. Pulsé el botón de apertura automática e indiqué a Magnolio que se escondiera detrás de la cortina de la izquierda, toda vez que Arderiu tenía ocupada la de la derecha, y le encarecí que se mantuviera ojo avizor por si las intenciones de Santi no eran apacibles. Prometió hacerlo y desapareció detrás del percal cuando ya golpeaban la puerta del apartamento los nudillos (supongo) de Santi. Abrí y me vi en presencia del joven recepcionista de casa de Reinona, antes guardia de seguridad en la empresa de Pardalot, y en todo momento porfiado perseguidor mío.
– Si lo sé -dije-, no le abro.
El joven recepcionista lanzó una carcajada sarcástica y juvenil y entró empujando la puerta y a mí.
– Pues haberlo pensado antes -dijo-. Varias veces se me ha escapado usted cuando estaba a un tris de echarle el guante y otras tantas se ha prevalido de la presencia de extraños para impedirme emplear mis métodos habituales. Pero ahora, señor mío, las tornas han cambiado. Por fin estamos a solas usted y yo.
Con el rabillo del ojo lancé una mirada a la cortina que ocultaba a Magnolio y al ver que se movía al ritmo acompasado de su respiración comprendí que se había dormido.
– Pues sea bienvenido a esta su casa y dígame en qué puedo servirle, amigo Santi.
– En primer lugar, en responder a una pregunta sin efugio -dijo Santi-. ¿Mató usted a Pardalot?
– No, hombre.
– Pues todo Barcelona lo dice.
– Esto no significa nada -alegué-. En esta ciudad hasta nuestros políticos y sus familiares más próximos son víctima de infundios.
– Sí -admitió-, pero, en este caso, los infundios coinciden con la verdad. No lo niegue: la noche del crimen, mientras yo cumplía con mi deber montando guardia en el vestíbulo, se introdujo usted en la sede de El Caco Español, seguramente por la puerta del garaje. Una vez dentro, desconectó el sistema de alarma y anduvo por los despachos en busca de dinero contante u otro botín. En uno de dichos despachos fue sorprendido por el señor Pardalot, que se encontraba allí fuera de horas, y lo despachó de siete tiros. Como las paredes, suelo y techo del despacho del citado señor Pardalot están forrados de plomo para evitar escuchas, nadie oyó las detonaciones. Luego se fue por donde había venido.
– Amigo Santi, si fuera como usted dice, me habrían arrestado y procesado hace días -dije-. Pero no lo han hecho.
– Por falta de pruebas materiales o fehacientes -repuso-, lo que nos lleva justamente al motivo de mi visita.
Sacó de un bolsillo de la americana una hoja de papel doblada en cuatro y me la dio.
– Es una confesión -dijo-. Léala y verá cómo se ajusta a los hechos punto por punto. Sólo falta la firma del causahabiente, o séase, la suya.
Fui hasta la mesa donde había una lámpara encendida, me senté en la silla, desplegué el papel en el cono de luz y leí:
Estimado juez:
Por la presente confieso en términos irrevocables y sin que medie coacción alguna que fui yo quien mató al señor Manuel Pardalot a quien Dios tenga en su santa gloria con una pistola y en pleno ataque de psicoterapia. Las circunstancias del crimen son las ya sabidas: lo de la puerta del garaje y todo lo demás que omito para no alargarme. Estoy arrepentido pero si lo volviera a hacer lo haría de la misma manera.
Un saludo afectuoso.
– No pretenderá usted -dije al concluir la lectura- que yo firme esta patraña.
Por toda respuesta, Santi se puso a mi lado, sacó de otro bolsillo la Beretta 89 Gold Standard calibre 22 que ya le conocía, le quitó el seguro y me apuntó con ella.
– Verá cómo cambia de opinión -dijo entre dientes.
– Está bien -respondí-, no discutamos. Sólo dígame: ¿a qué viene tanto interés por demostrar mi culpabilidad?
– ¿Y aún tiene el tupé de preguntármelo? -dijo Santi-. Por su culpa mi carrera de segurata se ha ido al traste. No sólo dejo que un ladrón de pacotilla se pasee tranquilamente por el edificio confiado a mi vigilancia, sino que permito que asesinen al gerente en su propio despacho. Todo esto en mi primera semana de trabajo y con un contrato temporal. Mire si no cómo he acabado: de joven recepcionista en guateques de postín. De milagro no me han hecho sacar al caniche a hacer popó.
Mientras él ponía de manifiesto las causas de su descontento, yo iba calculando distancias, riesgos y posibilidades. Por más que comprendía sus razones, aquel sujeto no acababa de inspirarme simpatía, como me ocurre con todos los que me apuntan con una pistola. Pero no veía forma de librarme de él. Del silencio reinante, apenas roto por algún ronquido suave, deduje que todo el mundo, salvo nosotros dos, dormía a pierna suelta. No iba a ser yo quien se lo reprochara. La noche había sido larga y pródiga en emociones. Por lo demás, en pedir auxilio a voces no había ni que pensar. Aunque alguien las oyera y estuviera dispuesto a ayudarme, el sobresalto o el enojo podían provocar una reacción fatal por parte de Santi, a quien ya sin necesidad de jalearle le temblaba el pulso.
– Santi, amigo mío -dije en un tono tan apaciguador y firme como logré impostar-, te confieso que en otras circunstancias me habría resistido a tu propuesta. ¿Puedo tutearte? El que hayamos tenido algún roce involuntario no implica que no podamos ser amigos. Tú también puedes tutearme…
– Cállese. Yo no quiero ser amigo suyo. Ni que nos tuteemos. Yo sólo quiero que eche aquí una firma y se vaya a la mierda. Y no trate de ganar tiempo, que conmigo este truco no le vale.
– Vale, Santi, cariño, no te lo tomes así. Ya firmo, pero no tengo a mano recado de escribir. ¿Me prestas un bolígrafo?
Sacó una pluma estilográfica Montblanc y me la ofreció. La situación era seria: si persistía en mi negativa a firmar, aquel exaltado podía pegarme un tiro pero si firmaba, habiendo conseguido él su propósito, aún era más probable que me liquidara. Pensé de prisa.
La lámpara que en aquel momento alumbraba la escena había sido adquirida, como buena parte del mobiliario y menaje de mi hogar, en los contenedores de basura del barrio y tanto su aspecto externo como su conformación interna adolecían de ciertas imperfecciones. Decidí jugar esta baza. Me incliné sobre el papel, como si me dispusiera a estampar allí mi firma, y tapando con el hombro los movimientos de la mano metí la plumilla de la estilográfica entre los cables repelados del cordón eléctrico confiando en que fuera de metal y no de plástico. Hubo una mansa explosión y nos quedamos a oscuras. Quise hacerme a un lado, pero Santi fue más rápido. Sentí aumentar la presión de la pistola en mi cráneo, se oyó un chasquido y brilló la tenue llamita de un encendedor.