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– ¿Quién es usted?

Los dos habíamos formulado al mismo tiempo la pregunta, pero fui yo quien respondió, en parte por cortesía y en parte porque es inútil razonar con las personas de edad.

– Soy el hermano de la señorita Cándida.

– Cándida nunca me dijo que tuviera un hermano -replicó la cacatúa.

– No le gusta alardear. ¿Está en casa?

– ¿Quién?, ¿yo?

– No, Cándida.

– Ah. ¿Y usted por qué va en paños menores, joven?

– Para una visita familiar opté por un atuendo informal -dije a modo de excusa-. No soy un esclavo de la moda. Ni usted tampoco, señora, a juzgar por la bata astrosa que lleva.

– Sí, pero yo estoy en mi casa.

– ¿Su casa? -dije-. ¿Vive usted con Cándida?

– No, señor -replicó la cacatúa-. Cándida vive conmigo.

– ¿Puedo preguntarle en calidad de qué? -pregunté yo.

– Cándida -respondió la cacatúa- es mi nuera. Mi hijo y su esposa, esto es, mi nuera y su esposo, viven en mi casa y a costa de mi modesta pensión. Pero no son en puridad dos parásitos: mi hijo tiene un negocio floreciente y Cándida hace lo que puede, que no es mucho.

– O sea -exclamé más para mí que para los obturados oídos de la cacatúa- que al final la pobre Cándida se acabó casando. Nunca lo habría imaginado.

– Es raro que siendo usted su hermano no lo sepa -dijo la cacatúa-. Si ella no le participó el casamiento en su día, razones habrá tenido. Y ahora, si me lo permite, voy a cerrar la puerta, con fractura o sin fractura de los huesos del pie, según usted elija.

– Por favor, señora -le supliqué-, necesito hablar con Cándida. Mis intenciones no son malas, pero sí resueltas. Si usted no me deja entrar, me sentaré en el felpudo y aguardaré a que salga si está dentro o a que entre si está fuera, y cuanto más tarde en ocurrir eso, más probabilidades hay de que me vean los vecinos practicando una parodia de budismo.

Viendo la vieja que me disponía a cumplir mi amenaza y que al adoptar la posición del loto se me rasgaban los calzoncillos por la parte posterior, abrió la puerta de par en par y me invitó a pasar a un recibidor angosto pero amueblado con sencillo mal gusto, adonde a poco, convocada por los gritos de la cacatúa, desembocó mi hermana procedente de las simas de aquella porqueriza.

*

Hay mujeres sobre cuya apariencia física un cambio venturoso de estado civil produce un efecto casi mágico, una auténtica transfiguración. No era éste el caso de Cándida, a quien encontré, por decir lo menos, francamente empeorada, como si los años transcurridos desde nuestro último encuentro le hubieran ido propinando a su paso fieras coces.

– Hola, Cándida -musité-, estás preciosa.

Contra todo pronóstico, Cándida hizo un visaje que en un primate habría podido pasar por sonrisa y respondió:

– Tú también tienes muy buen aspecto. Pero no te quedes en el recibidor. Pasa y ponte cómodo. Estás en tu casa.

Al pronto, y habiendo visto en la televisión películas e incluso reportajes reales sobre el tema, pensé que la pobre Cándida había sido objeto de abducción por parte de algún alienígena, y su forma mortal suplantada por éste. Luego me dije que ningún alienígena en su sano juicio se habría posesionado de semejante cascajo como paso previo a la conquista o destrucción de nuestro planeta, y que si, a pesar de todo, algún extraño ser de otra galaxia había tenido aquel capricho, por fuerza el cambio me había de resultar beneficioso. De modo que me deshice en mieles y la seguí al interior del piso, que constaba de dos dormitorios, cocina, baño y living room, según pude colegir del mobiliario, la decoración y otras emplastaduras.

– Como ves -dijo Cándida cuando hubo concluido el recorrido-, aquí vivimos divinamente yo, Viriato y mamá.

– ¿Mamá es este pimpollo nonagenario y vesánico? -pregunté.

– De Viriato, mamá -aclaró Cándida-, y de mí, mamá política. Viriato es mi media naranja. Te encantará Viriato: en la medida de lo posible es más joven que yo, atractivo, despierto e inteligente, y de muy apacible y liberal disposición.

– ¿Y tú crees que a él también le encantaré yo?

– Estoy convencida de ello. ¿A que sí, mamá?

Por suerte la cacatúa se había dormido o muerto en el ínterin volcada sobre el paragüero, y no pudo responder a esta capciosa pregunta.

– Oye, Cándida -dije-, me parece que deberías empezarme a contar esta historia desde el principio. Antes, sin embargo, y previéndola larga, te agradecería que me dieras algo de comer. Debo advertirte, a fuer de sincero y por si no lo has notado, que mi situación dista de ser próspera. Pero no temas nada: una vez saciados mi apetito y mi curiosidad, o incluso sólo lo primero, me iré por donde he venido. En modo alguno mi presencia enturbiará tu bienestar conyugal.

– No digas tonterías -replicó mi hermana-. El negocio familiar va viento en popa, gozamos de una posición acomodada y precisamente estamos necesitados de gente joven, ambiciosa y emprendedora para aumentar nuestra capacidad de expansión empresarial. Los tiempos han cambiado, hombre. Éstos no son los años setenta, que tú conocías, ni los ochenta, que pasaste encerrado. Estamos a mediados de los noventa. A las puertas de no sé qué siglo. Quédate con nosotros y tendrás trabajo, un buen sueldo y un brillante porvenir.

Y mientras decía esto abrió un cajón del secreter y sacó de él un trozo de queso y de otro cajón un mendrugo de pan no demasiado duro, que de inmediato fueron víctimas de mi avidez. Y como mientras yo comía Cándida seguía hablando, me perdí buena parte de su relato, aunque no lo sustancial, que decía así:

– Hace poco más de un año Viriato había ido pegando en las paredes y farolas un anuncio que decía: se busca esposa en este barrio, no importa edad, presencia, inteligencia ni posición social, raza, creencia o ideología. Yo respondí diciendo que si de verdad no daba importancia a la figura, al cerebro ni al dinero, yo era la persona que buscaba, pues carecía de las tres cosas, y que si quería verme, me podía venir a recoger de madrugada, a la clausura del curro, en el desmonte que hay detrás del cementerio viejo, sección de ofertas. Y al día siguiente vino y nos casamos.

Interrumpí la ingestión y me quedé mirando a Cándida fijamente a la espera de que prosiguiera, pero ella se limitó a cerrar los ojos, sonreír y exclamar:

– Y eso es todo.

Comprendiendo que formular la pregunta que cruzaba por mi mente en aquel momento habría sido cruel, decidí callar y aguardar a que los acontecimientos le dieran cumplida respuesta.

– ¿Y dónde está ahora Viriato? -me limité a preguntar.

– Trabajando, como es natural -dijo Cándida-. Pero no tardará en venir. Siempre come en casa, en compañía de los suyos. Así ahorra y sigue una dieta equilibrada. Él se ocupa de la compra, cocina y lava los platos. Y a la hora de cenar, lo mismo.

– Y después de cenar, ¿no sale un rato a estirar las piernas?

– ¿Las suyas? No. Viriato es muy hogareño. Después de cenar vemos la televisión si hay algún programa cultural. Si no, jugamos al Monopoly. Pero he aquí que suena el timbre, mamá abre la puerta y ya los pasos varoniles de mi Viriato resuenan en el recibidor. En breves segundos tendréis ocasión de conoceros.

*

Viriato frisaba la cincuentena, era bajo, rechoncho, escaso de pelo, corto de remos, levemente corcovado, y debía de haber sido bizco cuando aún disponía de los dos ojos. Por lo demás, era un hombre de aspecto saludable, no mal parecido, en apariencia bonachón y predispuesto a reír sus propios chistes. Aprehendió mi presencia y condición sin sorpresa ni enfado, reiteró el ofrecimiento que me había hecho Cándida, y no eludió la cuestión que con mucha sagacidad leyó en mis ojos.

– Acompáñame a la cocina y hablaremos mientras preparo el rancho -dijo. Y cuando estuvimos a solas, añadió-: Sin duda te estarás preguntando por qué un individuo como yo, tan parecido a Kevin Costner, se ha casado con una broma de la naturaleza como Cándida. Todo tiene una explicación. Desde muy pequeño deseé llevar una vida retirada, consagrada a la meditación y la filosofía, pero el hecho de haber desaparecido mi padre a los pocos minutos de haberme concebido, llevándose de paso los exiguos ahorros de mi madre, los apuros económicos a que este suceso dio lugar y otros infortunios que no vienen al caso, dieron al traste con mis planes. Durante un tiempo pensé ingresar en un convento, pero me lo impidió no tanto el ser yo un maricón de tomo y lomo como el no poder abandonar a su suerte a mi anciana madre, a la cual aqueja la desgracia, por lo demás muy común, de haber sido anciana desde la más tierna infancia. En vista de lo cual, me dediqué al negocio que actualmente nos proporciona el sustento y en los ratos libres, a mi verdadera vocación. De este modo cumplo con mi deber y ya llevo escritos nueve tomos de un tractatus que en algún momento, si tú quieres, te leeré, con las consiguientes apostillas.

– Nada me haría más feliz -contesté-, pero ibas a contarme lo de Cándida.

– Ah, sí, Cándida -exclamó como si aquel nombre le recordara algo-. Pues resulta que mi madre, en previsión de las afecciones propias de sus años, insistía en que me casara. Ya sabes cómo pueden ser las madres de persistentes y cuántos recursos emocionales son capaces de movilizar en estos casos. Dos veces prendió fuego al piso, una vez se tiró por el hueco de la escalera y por último, habiéndole fallado estos conatos, se fue al zoo y se arrojó a la jaula de los leones, donde aún estaría si éstos no hubieran llamado la atención de su guardián con grandes rugidos y aspavientos. En vista de lo cual, opté por dar gusto a mi madre. Después de considerar varias ofertas interesantes, di con Cándida y me convencí de haber encontrado lo que buscaba. No me equivoqué: a mi madre le cayó en gracia Cándida y Cándida parece congeniar con mi madre. Yo, como buen filósofo, me adapté pronto y sin problemas a la nueva situación. Cándida es servicial y muy sufrida, no se inmiscuye en mis asuntos, saca a pasear a mi madre por la azotea cuando hace bueno, no incurre en gastos suntuarios y limpia casi tanto como ensucia. Sé que un día las mataré a las dos a hachazos, pero entre tanto vivimos bien.