– Soy yo. ¿Dormías? Lo siento… Sí, el pazguato se ha ido… No, el pazguato se muestra remiso a colaborar. Ni se lo he planteado. Sólo un tanteo… Un tanteo verbal, tontín. Sí, de capirote, como tú decías… No importa: acabará cooperando y sin cobrar un duro… No, dinero no, pero le he insinuado que me acostaría con él si se avenía… Sí, con el pazguato. No, tontín, lo decía en broma… Que no, tontín… ¿Y a ti qué te importa?… Oh…, oh…, oh… No, tontín, estoy vestida…, un vestido sin mangas, con frunces, de Sonia Rykiel… ¿Mañana? No sé. He de mirar la agenda… No, ahora no me hagas decidir nada. Me caigo de sueño, tontín. Llámame si quieres. Si no, te llamaré yo. Buenas noches. Que duermas bien, tontín.
Colgó (supongo) y retrocedí a gatas (cosa difícil siempre; más a oscuras; pruébelo si no me cree) por si salía por aquel lugar, pero debió de tomar otra ruta o quedarse donde estaba, porque se apagó la luz y ya no pasó nada más. Todavía permanecí un rato en el pasillo, a la espera de nuevos acontecimientos, hasta que me di cuenta de que yo también me estaba durmiendo, como tontín. Regresé adonde me esperaban los zapatos, llamé al ascensor, bajé sin novedad a la portería, salí a la calle. Había amanecido en la ciudad y el tráfico era denso. Fui a la parada del autobús. Lo que le había dicho a Ivet sobre nuestros transportes públicos de superficie había sido una bravata. Por fin llegó el autobús, subí, conseguí sentarme. Me di cuenta de que aún llevaba los zapatos en la mano. No se puede estar en todo.
Magnolio me encontró delante de la peluquería, donde me había quedado dormido sin darme cuenta, despatarrado en la acera, cuando me disponía a abrir. Temeroso del qué dirán, me introdujo en el establecimiento a rastras y me metió la cabeza bajo el grifo del lavabo.
– Anoche me detuvieron -dije al despertar, no fuera Magnolio a formarse de mí un concepto innoble- y casi no pegué ojo. Ni anteanoche. La verdad es que me alegro de haberlo readmitido como subalterno interino, porque esta mañana, mientras usted hace prácticas, me tomaré un merecido descanso en un rincón.
– Ah, no, señor -respondió Magnolio-, justamente venía a decirle que esta mañana no cuente conmigo. Me ha salido un trabajillo de chófer y no he podido negarme. Vendré esta tarde.
– ¡Cómo! El segundo día y ya empezamos con éstas -rugí con sobrados motivos.
Prometió que no volvería a suceder y se fue. Metí de nuevo la cabeza bajo el grifo. Cuando desperté, el agua que me entraba por la oreja me salía por la boca. Cerré el grifo, recogí el agua del suelo y puse a secar la palangana. Eran casi las nueve y media y la peluquería seguía cerrada al público. Una vergüenza. Corrí a la puerta, di la vuelta al rótulo que por una cara rezaba: «Momentáneamente cerrado», y por la otra: «Permanentemente abierto», y subí la cortina confeccionada tiempo atrás con mis propias manos y con los restos de un delantal que me había dado la señora Pascuala de la pescadería (cuando aún se hacía ilusiones respecto de nuestro futuro), y yo había embellecido añadiéndole (con grapas) un fruncido y colgado de una caña sobre el cristal de la puerta con objeto de preservar el mobiliario de los rayos del sol, aun a sabiendas de que la peluquería estaba orientada al Norte, pero en previsión de los cambios climatológicos que a menudo anunciaban las organizaciones ecologistas. Hecho lo cual me senté a esperar.
Transcurrieron dos horas verdaderamente tranquilas. Luego, de repente, sin haber pedido hora, irrumpieron en la peluquería cuatro guardias urbanos y se pusieron a revolverlo todo. Yo iba del uno al otro con el peinador, por si alguno deseaba un corte, un afeitado o una loción, pero ellos mismos, por boca de su cabo, se encargaron de desengañarme con respecto a sus intenciones.
– Inspección rutinaria. En breve le visitará alguien importante. Entregue los objetos cortantes y punzantes.
Se incautaron de las tijeras y el peine y salieron para dejar paso a un equipo de televisión. Creo haber descrito ya la configuración y tamaño de la peluquería, pero no estará de más recordar al olvidadizo lector que una persona de regular envergadura, si tal fuera su capricho, podría colocarse en el centro del local y con sólo estirar los brazos destrozarse las uñas contra el yeso de las paredes, figura con la que se da a entender no andar uno muy sobrado de espacio. Pero tampoco era cuestión de hacer un feo a quienes tal vez venían a rodar la campaña publicitaria de Freixenet o a localizar interiores para un largometraje, así que fui sacando a la acera los muebles y utensilios del oficio a medida que iban entrando en la peluquería cámaras, focos, grúas y un número indeterminado de personas cuya función consistía en levantar acta de todas las pegas.
– Hostia, es que así no se puede trabajar, hostia. Y encima con prisas. Es que sois la hostia.
A la señora que me pasaba por la cara una esponja húmeda para quitarme los brillos le expliqué que las ojeras eran debidas a haber sido detenido la noche anterior y casi no haber pegado ojo, así como la precedente, y haberse ausentado mi ayudante por causas de fuerza mayor. La maquilladora respondió que ella no estaba allí para hablar con nadie y que si quería decir algo se lo dijera al realizador. El realizador me dijo que me abrochara todos los botones, que no hablara si no me lo ordenaba él expresamente y que por ningún concepto mirase a las cámaras. Le dije que procuraría hacerlo lo mejor posible y le pregunté si me podían facilitar el guión, porque la noche anterior me habían detenido y casi no había podido pegar ojo. Me arreó un sopapo, me colocó donde a él le pareció mejor (para el encuadre) y dio orden de encender los focos, provocándome con ello una ceguera temporal. Trataba de disimular mi aturdimiento con una carcajada estentórea, como había visto hacer a nuestros mejores presentadores, cuando oí una voz firme pero no exenta de afectuosidad decir:
– ¿Qué tal?
– Mal -respondí-. Anoche me detuvieron y casi no pegué ojo, y anteanoche, tampoco.
– Bueno -dijo la voz firme y afectuosa-, a mí esto me la sopla. Soy el alcalde de Barcelona y estoy haciendo campaña electoral. Ya sabe: reírme como un cretino con las verduleras, inaugurar un derribo y hacer ver que me como una paella asquerosa. Hoy me toca esta mierda de barrio. ¿Estamos en directo? Ah, vaya. Habérmelo dicho.
– Es que es usted la hostia, alcalde -dijo el realizador.
– Yo no estoy censado -advertí.
– Mejor, mejor -replicó el señor alcalde-. Al partido y a mí nos interesa el voto independiente.
Del vacío exterior llegó la voz imperiosa del realizador:
– ¡Que no mires a la cámara te han dicho, hostia! ¡Y no hables! Señor alcalde, diga su frase, que vamos muy retrasados de horario.
Carraspeó el señor alcalde y mirándome a la cara, como si hablara conmigo, dijo:
– Hola, conciudadanos y conciudadanas. Soy candidato a ser lo que soy, o sea, alcalde. Después de cuatro años en la alcaldía me propongo llevar a feliz término mi programa, que consiste en seguir cuatro años más en la alcaldía. Para ello pido tu voto. ¿Esto es una verdulería?
– No, señor alcalde. Es una peluquería. Señora, caballero, si quiere un moldeado informal pero elegante, ¿a qué espera? Venga corriendo a…
– Oiga, que el spot es mío, no suyo -interrumpió el alcalde. Y luego, fijando la vista en mí, exclamó-: Eh, yo a usted lo tengo visto: usted es el presunto asesino de Pardalot.
– Sí, señor alcalde, y aprovecho la presencia de la televisión para reafirmar mi…
– No me líe, hombre, no me líe, que estoy en plena campaña -dijo el alcalde-. No se puede tener la cabeza en dos sitios a la vez. Yo, personalmente, no la puedo tener ni siquiera en uno. Y esa paella, ¿viene o no viene?
Antes de recibir respuesta a su pregunta, se apagaron de golpe los reflectores y comprobé que mi ceguera temporal era en realidad permanente. El señor alcalde preguntó si ya habíamos terminado.
– Aún no, señor alcalde -respondió el realizador-. Ni siquiera hemos empezado. Ha habido un apagón.
– Ah, ¿y eso es bueno o malo para la ciudad? -preguntó el señor alcalde.
– Yo lo único que sé es que vamos con un retraso de la hostia -dijo el realizador-. A ver, que salga alguien a preguntar si todo el barrio está afectado.
Salieron el operador, el ingeniero de sonido, el jefe de producción, dos electricistas y el desgraciado de la claqueta y volvieron diciendo que no habían averiguado nada, pero que todo el barrio se había quedado sin luz. Y sin gas. El señor alcalde me cogió del brazo y me llevó a un rincón.
– La verdad es que no lo pasamos mal aquella noche en su casa, ¿se acuerda?, cuando vino Reinona y yo me escondí en el aseo con su vecina. Joroba, qué tía. Por cierto, que nuestra conversación quedó interrumpida. Entre usted y yo, quiero decir. Si no recuerdo mal, yo había ido a preguntarle quién había matado a Pardalot y usted no llegó a contestarme. Por falta de tiempo, supongo, o de interés. Pero ahora se nos presenta una excelente ocasión para reanudar el diálogo. Ahí enfrente hay un bar. Le invito a un capuchino.
Acepté encantado y el señor alcalde y yo fuimos al bar y nos sentamos en una mesa del fondo, para poder hablar tranquilamente y no ser vistos desde la calle por los transeúntes, mientras el hacendoso equipo de televisión y el séquito del señor alcalde se pulían el erario público en las máquinas tragaperras. El señor alcalde pidió un capuchino para él y nada para mí y dijo: