– No mezcle a Raimundita en este asunto -dijo Magnolio.
– Es usted quien la ha mezclado, haciéndola cómplice involuntaria de un acto vil. Lo que Raimundita aprehendió en casa de los señores Arderiu y luego le contó a Magnolio fue que a raíz del asesinato de Pardalot, había un gran interés por averiguar el paradero de un hombre inválido llamado Agustín Taberner, alias el Gaucho, y de su hija, una antigua modelo de ropa interior llamada Ivet. Magnolio dejó hablar a Raimundita y luego concibió un plan que había de reportarle pingües beneficios. Esa misma noche o al día siguiente fue a ver al abogado señor Miscosillas y le dijo que conocía el paradero del hombre al que, según sabía de buena tinta, andaban buscando. Conocía dicho paradero porque Ivet, que es muy finolis, cuando estaba bien de dinero, contrataba los servicios de Magnolio para hacerse llevar y traer de la residencia de Vilassar donde tenía escondido desde hacía varios años a su padre inválido y ahorrarse de este modo los vejámenes de la RENFE y el contacto con la chusma, siempre incómodo, y aún más en los meses de verano. Al servirse de Magnolio, Ivet no creía poner en peligro el secreto, puesto que no había ni era previsible que hubiera ningún contacto entre un chófer negro de tres al cuarto y el selecto círculo de los Arderiu, los Pardalot y los Miscosillas. Y, en efecto, ninguno habría habido si el asesinato de Pardalot y su posterior investigación, hábilmente llevada por mí, no nos hubiera echado a los unos en brazos de los otros, en sentido figurado, al menos por lo que a mí respecta. ¿Es así como sucedió o no es así, Magnolio?
– Ni lo admito ni lo niego -repuso el acusado-, pero si las cosas hubieran ido así, ¿qué? Todos vivimos a salto de mata, como los ñus. Y vender información no es menos lícito que despachar comida caducada, como hace el señor Mandanga, o socarrar con lejía el pelo de las señoras, como hace usted.
– No entremos en el debate -dijo el señor Mandanga- sin haber aclarado antes algunos puntos esenciales de esta historia. Verbigracia: ¿quién es Agustín Taberner, alias el Gaucho, y quién esa tal Ivet, que tanto revuelo arman?
– Dos tarambanas -dije yo-. Agustín Taberner, alias el Gaucho, fue socio fundador, con Pardalot y Miscosillas, de varias empresas de dudosa legalidad y cuantioso rendimiento, luego sustituido en el triunvirato por Ivet Pardalot, a la que no deben ustedes confundir con la hija de Agustín Taberner, alias el Gaucho, también llamada Ivet.
– Debo de ser un poco tonta -dijo la señora Loli- pero no acabo de entender bien el asunto. ¿Para qué querían Miscosillas y los otros conocer el paradero de Agustín Taberner, alias el Gaucho?
– No lo sé con exactitud -dije-, sólo tengo hechas algunas conjeturas. En este asunto se entremezclan viejas historias con otras recientes. Pero sea cual sea la causa del secuestro de Agustín Taberner, alias el Gaucho, una cosa es cierta: que su vida corre peligro. Y otra más: que de lo que ocurra, Magnolio será en buena parte responsable moral.
Todos miramos a Magnolio esperando una decidida refutación de mis acusaciones, pero aquél, enfrentado a la descripción objetiva de los hechos (y a sus culpas), callaba y se miraba las punteras de los zapatones. Cuando finalmente levantó la cara pudimos ver que dos lágrimas gruesas como dos gotas de petróleo le resbalaban por las mejillas.
– Todo lo que ha dicho este hombre -dijo con voz entrecortada- es verdad. Estoy avergonzado. Siempre he procurado obrar con arreglo a la ley de la jungla, pero en esta ocasión me he dejado llevar por la ambición. Necesitaba el dinero. No me obliguen a decir para qué. Lo necesitaba para un fin bueno, pero los medios utilizados para obtenerlo han sido malos. Lo comprendo, me arrepiento y haré lo que pueda para enmendar mis desatinos.
– Bien está el arrepentimiento cuando es sincero y lleva consigo el propósito de enmienda -dijo el señor Mandanga-, pero a Agustín Taberner, alias el Gaucho, de poco le va a servir el tuyo.
Al oír estas palabras, Magnolio se irguió en toda su considerable estatura, se quitó la gorra de chófer, se la llevó al pecho como si quisiera sofocar con ella el eco de los latidos de su noble corazón, y exclamó:
– Podemos tratar de rescatarlo.
– Es casi imposible -dije yo-. Sin duda lo tendrán bien custodiado. Y por añadidura no sabemos adonde lo han llevado.
– Ah -replicó Magnolio-, yo sí lo sé.
Lo miramos sorprendidos y Magnolio, ufano de haber despertado tanta expectación sobre su persona, nos refirió cómo a la mañana siguiente de la noche aciaga de la traición, Magnolio y el abogado señor Miscosillas habían ido en el coche de Magnolio a recoger a un tercer individuo, encapuchado, y luego los tres juntos a la residencia de Vilassar, de donde se habían llevado al padre de Ivet a un lugar seguro. Allí satisfizo el abogado señor Miscosillas el pago prometido a Magnolio, conminándole al mismo tiempo a no revelar a nadie nada de lo ocurrido, pues si lo hacía la policía lo consideraría cómplice del secuestro y, siendo negro, le atribuiría las peores intenciones.
– Pero ahora -concluyó diciendo Magnolio-, estoy dispuesto a correr cualquier riesgo para rehabilitarme a los ojos de usted, y a los ojos del señor Mandanga y de su esposa, que han sido como unos padres para mí, y a los ojos de la señorita Ivet, que tantas veces me ha proporcionado trabajo y ha confiado en mí, y sobre todo a los ojos de mis antepasados, porque soy animista, para lo cual, si usted quiere, le llevo en mi coche, sin cobrar, al escondrijo donde tienen encerrado a Agustín Taberner, alias el Gaucho, pero sólo hasta la puerta. Debo advertirle, sin embargo, que se trata de lugar peligroso al tiempo que siniestro, siendo su nombre o topónimo Castelldefels.
Asumí el riesgo, felicitaron el señor Mandanga y su esposa, la señora Loli, a Magnolio por aquel cambio de actitud recta y loable, y a mí por mi arrojo, y saliendo ambos de la barra nos abrazaron y nos recordaron que la semana siguiente empezaba un ciclo de Truffaut y se negaron a cobrarme los chicharrones y la Pepsi-Cola, diciendo que eran obsequio de la casa.
7
Era pasada la medianoche cuando Magnolio y yo emprendimos viaje y, siendo el tráfico escaso por la Ronda de Dalt (obra magna), hicimos largo trayecto en tiempo breve. No tanto sin embargo que no pudiera Magnolio hacerme recuento de lo sucedido aquella mañana, al despuntar la cual, como ya había empezado a contarnos en el bar, Magnolio había recogido en su coche, en una de las esquinas de la Diagonal con la calle Muntaner, al abogado señor Miscosillas y a otro individuo de corta estatura y gruesa complexión a quien Magnolio dijo haber reconocido al punto, pues llevaba el rostro cubierto por un caperuzón y hablaba, cuando hablaba, con la voz deformada por un artilugio que, al volverla igual a la del Pato Lucas, hacía ganar a su dueño en misterio lo que le hacía perder en dignidad. Por lo demás, los dos secuestradores poco se habían dicho durante el viaje, sin duda para no poner en conocimiento del chófer (Magnolio) lo alevoso de sus intenciones. Y así, con las vicisitudes propias del tráfico a aquella hora, que Magnolio describió de modo prolijo y yo ahora omito, habían llegado los tres ante la cancela de la residencia de Vilassar ya conocida del lector atento. Magnolio habría preferido quedarse en el coche, siguió diciendo Magnolio, y así se lo hizo saber a sus acompañantes, pero el encapuchado le ordenó que les acompañara por si había que cargar algún paquete. Con esta crudeza se expresó, dijo Magnolio. Ya en el interior de la residencia, un marimacho en funciones de enfermera jefa salió a su encuentro. Debía de haber sido avisada con anterioridad y su voluntad comprada, pues dijo que todo estaba listo, tal como habían quedado, se guardó en un bolsillo del uniforme el cheque que le entregaron y condujo a los tres hombres por un pasillo hasta una habitación en cuyo interior dormía un inválido en una silla de ruedas. Junto a la silla de ruedas del inválido había una maleta cerrada que contenía, según dijo la enfermera jefa, la ropa del inválido y otras pertenencias, también del inválido. El inválido, siempre según la enfermera jefa, había sido preparado para el viaje, con lo que había dado a entender, está vez según Magnolio, que le había sido administrado un específico para dejarlo grogui. Tras este conciliábulo, habían sacado al inválido y su equipaje de la residencia y metido en el coche al inválido y en el maletero la silla de ruedas del inválido y la maleta del inválido y habían partido con el inválido y la impedimenta del inválido. Después de un recorrido, de cuyas incidencias hizo de nuevo Magnolio minuciosa relación, habían llegado a las puertas de un chalet ubicado en una zona residencial de Castelldefels, adonde precisamente llegábamos nosotros a nuestra vez en este punto de la narración.
Dejamos la autovía dicha de Castelldefels a la altura de un parking-caravaning, asador, gasolinera y centro de exposición y venta de muebles de jardín llamado El Pirata Bujarrón, contorneamos dos o tres rotondas y después de varios intentos fallidos por orientarse Magnolio, nos encontramos circulando por unas calles flanqueadas de chalets que yo no habría vacilado en calificar de «de ensueño», si bien muchos de ellos estaban siendo derribados por la piqueta del progreso para dejar paso a edificios de apartamentos, más grandes y más en consonancia con el gusto actual por el hacinamiento. Ni ser humano ni máquina se movían en los alrededores y ni tan sólo el murmullo cadencioso de las olas del mar al romper en la arena de la playa cercana o el lejano traqueteo de un tren de mercancías rompían el silencio cuando Magnolio apagó el motor, tras haber detenido el coche en una esquina.
– Es aquél -dijo señalando un chalet de dos plantas, con hechura de triángulo escaleno, paredes blancas, postigos verdes y techo de tejas descoloridas, rodeado por un jardín y éste, a su vez, por una cerca de obra enjalbegada de apenas metro y medio de altura-. Le acompañaría con gusto, pero como ve, no hay donde aparcar.