– No se haga problemas de conciencia, Magnolio -le dije-. Este asunto no le concierne y ha hecho usted lo que habría hecho cualquier hombre de bien en sus mismas circunstancias, por no decir más. En realidad, este asunto sólo concierne a unas cuantas personas con las que ni usted ni yo tenemos nada que ver, nada que rascar. Lo nuestro, amigo Magnolio, es la supervivencia, y nuestra supervivencia no pasa por Castelldefels. Y si se está preguntando por qué pensando así me meto en camisa de once varas, le responderé que no lo sé. Alguna razón o instinto habrá. Supongo que en algo influye la señorita Ivet. Y ahora déjeme que sea yo quien le haga una pregunta capitaclass="underline" ¿hay perro?
– Yo no he olido ninguno esta mañana -respondió Magnolio.
Me apeé sin decir más y Magnolio arrancó y se fue. Cuando el petardeo del coche hubo cesado me acerqué con cautela al chalet. La cancela no era más alta que la cerca y se cerraba con un simple pasador: el chalet había sido construido en una época lejana en la que sólo delinquíamos contra la propiedad unos pocos artesanos. De la cancela a la casa corría un sendero de lascas; el resto del jardín estaba alfombrado de césped y salpimentado de macizos de flores. Un almendro, un limonero y una palmera bigotuda completaban el censo botánico del área. Al costado derecho de la casa, según yo estaba, se intuía el principio o el final de una piscina vacía y cuarteada, largo tiempo en desuso; al opuesto, un garaje. Por la parte de atrás el chalet daba a otro chalet idéntico al descrito en este mismo parágrafo. Este segundo chalet estaba a oscuras; el primero dejaba ver una luz a través de los postigos entreabiertos de una ventana de la planta baja. Por si en aquella ventana había apostado un vigía, preferí entrar por el jardín del otro chalet, suponiéndolo vacío. No lo estaba: apenas rebasada la cerca y avanzados unos metros por el césped a gatas oí un jadeo y vi a un palmo de mis ojos las fauces de un terrible mastín, para cuya descripción me remito a la que de esta raza ofrece el Diccionario de la Real Academia Española: «Perro grande, fornido, de cabeza redonda, orejas pequeñas y caídas, ojos encendidos, boca rasgada, dientes fuertes, cuello corto y grueso, pecho ancho y robusto, manos y pies recios y nervudos, y pelo largo, algo lanoso. Es muy valiente y leal, y el mejor para la guarda de los ganados.» La lengua babosa que le colgaba por un lado de la boca y una correa en la que se podía leer su nombre (Churchill) acentuaban lo espantoso de su aspecto. Me di por comido. Sin embargo, al cabo de unos segundos, mientras el cruel depredador se deleitaba alargando mi agonía, recordé que aún llevaba en el bolsillo de la americana el bocata de calamares encebollados que Ivet no se había comido aquel mediodía. Me llevé la mano lentamente al bolsillo, saqué el paquete, le quité el papel de periódico en que venía envuelto el bocata y con gesto templado lo arrojé al interior de la boca de la fiera. La cual cerró la boca, masticó, tragó, fijó en mí una mirada no tanto feroz cuanto taciturna y abrió de nuevo la boca. Cerré los ojos. Cuando los abrí el mastín seguía con la boca abierta. Al cabo de unos segundos emitió un sobrio eructo, cerró la boca, dio media vuelta y se fue.
Después de esta enervante aventura, ya no hubo más hasta que llegué a la puerta trasera del primer chalet, objeto de mi incursión, allí donde presuntamente se encontraba secuestrado Agustín Taberner, alias el Gaucho, y al que a partir de ahora, a efectos de concisión, llamaré simplemente «el chalet». La puerta trasera (del chalet) era de madera, con un panel de cristal en la mitad superior, mirando a través del cual pude distinguir en penumbra una cocina. La puerta estaba cerrada, pero un niño la habría podido forzar con un chupete. En un santiamén estuve dentro. Una vez allí cerré la puerta, me puse de pie, porque andar a gatas tiene muchos inconvenientes y ninguna ventaja, y reconocí el terreno con sigilo y minuciosidad. En la alacena encontré varias botellas de whisky, ginebra y ron, latas de cacahuetes tostados, un bote de café liofilizado, un paquete de bolsitas de té, sal y azúcar; en la nevera, tónicas, cervezas y zumo de tomate; en el congelador, cubitos de hielo y una botella de vodka cubierta de escarcha. En los armarios había vasos, copas, platos, cucharillas y palillos; sobre una repisa, una palmatoria con una vela mediada, una caja de cerillas y varias cajas de condones. Obviamente no era aquélla una casa de familia. Los fogones de la cocina estaban fríos. Palpando muebles y objetos advertí que en unos y otros se acumulaba una considerable capa de polvo. Me comí un puñado de cacahuetes, cogí una cucharilla y la palmatoria, encendí la vela con una cerilla y salí por otra puerta al resto del interior del chalet.
Allí la oscuridad no era completa porque de la puerta entornada de una habitación salía una tenue luz que alumbraba un espacio amplio y sin muebles. Supuse que tanto la habitación iluminada como la luz eran las mismas que había visto a través de una ventana desde la calle. De aquella habitación, además de la luz ya mencionada, salían los suaves acordes de una partitura clásica que reconocí al punto: Only you, uno de los grandes éxitos de los Platters. A mi izquierda había otra puerta. La abrí e introduje por la abertura la cabeza y la palmatoria. Esto me permitió contemplar un cuarto sin ventilación donde se amontonaban objetos destinados antaño al ocio y ahora al olvido: bicicletas, sombrillas, tumbonas, raquetas, una mesa de ping-pong. Todo estaba roto y cochambroso y el cuarto olía a moho y a goma podrida. Otra puerta me mostró un lavabo, un espejo y un váter. Al fondo del espacio vacío encontré la puerta principal del chalet. Tenía corrida la falleba; la descorrí para dejar el camino expedito en caso de necesidad.
Hecho esto me asomé a la puerta entreabierta de la habitación iluminada. Sólo atiné a ver un sofá grande, cubierto de una funda blanca y el canto de un mueble igualmente enfundado. Se acabó la última canción y quedó sonando el roce de la aguja de zafiro sobre el surco vacío del disco. A poco chirrió la aguja del pick-up al ser levantada sin miramientos y vino a estrellarse y romperse el disco contra la pared, sobre el sofá enfundado. Por lo visto no había sido del gusto del oyente. Para no delatar mi presencia en el silencio que siguió a este quebranto me quedé inmóvil hasta que volvió a chirriar la aguja y se oyó la afinada voz de José Guardiola entonar El viejo frac. Aproveché este hit para volver a lo mío.
Lo que buscaba, o sea, la escalera al piso superior, estaba al fondo del espacio vacío, a la derecha. Subí de puntillas y desemboqué en un pasillo al que daban varias puertas. Escuché en una y otra hasta percibir un discreto carraspeo. Probé el pomo y no cedió. Deduje que allí tenían encerrado a Agustín Taberner, alias el Gaucho. Dejé en el suelo la palmatoria, saqué del bolsillo la cucharilla que había cogido de la cocina y abrí. Recuperé la palmatoria, entré y al tiempo que cerraba la puerta a mis espaldas susurré:
– No hable fuerte.
La silueta de un hombre se agitó en su silla de ruedas.
– ¿Quién es usted? -preguntó en un susurro.
– El peluquero.
– Ah, ¿y qué hace con una palmatoria en la mano?
– He venido a rescatarle.
– No veo la relación.
– Yo tampoco -admití.
Contra una de las paredes laterales de la habitación había una cama estrecha sin hacer. Por una rasgadura del colchón asomaban trozos de gomaespuma guarros y roídos. Desde el otro lado de la habitación me miraba un papanatas con una palmatoria en la mano: era yo reflejado en la luna de un armario. Por la rendija que dejaban los postigos de un ventanuco entraba una raja de luz proveniente de la calle. En vano traté de abrir los postigos, consolidados por la acción del tiempo. Volví junto al inválido.
– ¿Por qué hace esto? -preguntó.
– Por su hija -respondí optando por la versión abreviada de mis motivaciones.
– Eh, no meta a Ivet en este enredo -dijo él.
– Y usted no sea ingenuo: es Ivet la que lo ha enredado a usted, señor Gaucho. ¿Es argentino?
– No. Me llamaban el Gaucho porque bailaba el tango mejor que nadie.
– Pues más valdría que hubiera bailado menos y no se hubiera quedado inválido. Ya me dirá cómo salimos de aquí.
– Un respeto. Estoy inválido porque me rompieron las piernas. Aparte de mi enfermedad renal. Estoy desahuciado a largo plazo.
– ¿Quién le rompió las piernas? ¿Pardalot?
– Claro.
– ¿Tanto les estafó?
– Bastante.
– ¿Y Miscosillas?
– No. Ése es un pobre abogado, el hombre de paja del señor alcalde. ¿No sería mejor que habláramos de todo esto en una cervecería?
– Es muy fácil decirlo -repliqué-. Pero si nos ponemos a bajar la escalera con la silla de ruedas se volverá a romper las piernas y además los brazos. Eso sin contar con el alboroto.
– Tiene razón -reconoció-. Lléveme a cuestas. Peso poco y usted parece fuerte.
– Son las hombreras. Y no voy a llevarle a caballito por la autovía de Castelldefels hasta Barcelona.
El inválido meditó unos instantes y luego dijo:
– Ya sé. Bájeme primero a mí y luego baje la silla.
– Vaya, no es mala idea -reconocí.
Abrí la puerta. A nuestros oídos llegaron los acordes de una triste melodía (Tombe la neige, u otra de Adamo que siempre confundo con Tombe la neige). Dejando la puerta abierta conseguí, con gran esfuerzo y considerable pérdida de tiempo, levantar al inválido de su silla de ruedas y sostenerlo precariamente sobre mi escuchimizada espalda. Él se aferraba con ganas a mi cuello. Para que no me asfixiara y tener yo las manos libres le dije que se hiciera cargo de la palmatoria. Así salimos de la habitación. Anduvimos unos pasos, se me doblaron las rodillas y nos caímos los dos por el suelo. Por fortuna la voz del inspirado chansonnier ahogó el ruido de los coscorrones.