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– El propio Agustín Taberner, alias el Gaucho, le pidió que no dijera nada -intervino Ivet Pardalot-. Agustín Taberner, alias el Gaucho, había estado engañando y robando a sus socios desde el principio y temía que se descubriera el pastel si, por causa de Reinona, Pardalot perdía la confianza que tenía depositada en él. La estafa no era moco de pavo. Si Pardalot hubiese querido vengarse de la doble traición del Gaucho, lo habría podido enchironar por una buena temporada.

– ¿Pruebas documentales? -preguntó Santi.

– No hay otras, guapo -respondió Ivet Pardalot.

– Agustín me prometió arreglar los asuntos internos de la empresa a escondidas de sus socios -dijo Reinona-. Luego, con las manos limpias, le contaríamos a Pardalot lo nuestro y nos casaríamos. Le hice caso y disimulé.

– ¿Y habrías llegado a casarte con Pardalot para encubrir un desfalco? -preguntó Ivet.

– No lo sé. Ahora quiero pensar que no lo habría hecho, pero entonces, en pleno jaleo, no sé qué habría sido capaz de hacer por amor o por desvarío. Sea como sea, el azar decidió por mí, porque descubrí que estaba embarazada de Agustín Taberner, alias el Gaucho. Por supuesto, decidí abortar. En aquellos años todavía había que hacerlo en Londres, así que me inventé una excusa para no despertar las sospechas de Pardalot ni de nuestras respectivas familias y me fui yo sólita a Londres. Llegué un martes lluvioso y frío de noviembre.

La luz de los faroles brillaba día y noche. Aquella lúgubre climatología se acomodaba a mi estado de ánimo. Incapaz de permanecer encerrada en la habitación del hotel salí a pasear. Me compré un impermeable en Selfridges y vagué sin rumbo en la neblina. Sin saber cómo me encontré acodada en el pretil del puente de Waterloo. A gran distancia bajo mis pies discurría el agua negramente. No sé si habría llegado a saltar pero durante unos minutos eternos consideré la posibilidad de hacerlo. Entonces se me acercaron dos jóvenes estrafalarios con unas pellizas afganas hediondas y me dijeron que se había acabado la guerra de Vietnam. Lo acababan de decir por la radio. Allí mismo nos fumamos un porro entre los tres y ellos se fueron dejándome de nuevo sola en el puente. Comprendí que aquel suceso trascendental acababa de marcar el final de mi juventud, que aquél había sido mi último porro y que a partir de entonces tendría que afrontar la vida sin idealismo ni quimeras. Gracias a Ho Chi-Minh había madurado de golpe. A la mañana siguiente, en vez de acudir a la clínica, me puse a buscar un alojamiento barato. Cuando lo hube encontrado, escribí una carta a Pardalot en la que le pedía perdón sin explicarle el motivo de mi deserción, y otra a Agustín Taberner, alias el Gaucho, diciéndole que no volveríamos a vernos. Un conocido franqueó y echó las cartas en París para borrar cualquier pista de mi paradero. Con ayuda de otros españoles establecidos en Londres conseguí sobrevivir con trabajos esporádicos. Tuve una niña y le puse de nombre Ivet. Cuando ella creció un poco pensé que mi hija se merecía una vida y una educación mejores que las que yo habría podido proporcionarle con mis magros ingresos. Yo era feliz allí, pero consideré mi deber regresar a Barcelona. Una vez en Barcelona, metí a Ivet en un internado de monjas y me casé con Arderiu para hacer frente a los gastos de manutención de la nena. Vagamente razonaba que al cabo de unos años, cuando Ivet ya no me necesitara, podría recuperar mi independencia. Un grave error. Todas mis decisiones acabaron resultando otros tantos errores.

– Yo nunca te reproché nada, mamá -dijo Ivet-. Yo en tu lugar habría hecho lo mismo.

– Sí, claro, dos santas -dijo Ivet Pardalot-. Y mientras tanto, mi padre en Babia.

– Y yo también -gruñó el señor alcalde-. Víctima de un estafador por interpósita persona. ¿Tú sabías algo de esto, Horacio?

– Sí, señor alcalde -respondió el abogado señor Miscosillas-, pero cuando lo descubrimos usted ya ocupaba la alcaldía y temimos que un disgusto de esta envergadura pudiera alterar la fama universal y el sólido equilibrio mental de que usted goza. Por lo demás, decírselo no habría servido de nada: Agustín Taberner, alias el Gaucho, estaba arruinado y gravemente enfermo. Nos limitamos a encargar que le rompieran las piernas para darle un escarmiento formal y le notificamos que poseíamos documentos altamente perniciosos para él. Le dijimos que en cuanto se nos antojase podíamos enviarlo a la cárcel a perpetuidad, y él lo debió de entender, porque se esfumó sin dejar rastro.

– Amenazado, enfermo y apaleado, Agustín Taberner, alias el Gaucho, inició un proceso inexorable de decadencia -explicó Reinona-. En otro momento y en posesión de sus cualidades físicas, Agustín Taberner, alias el Gaucho, habría podido emigrar, reinstalarse en otro país, emprender nuevas aventuras. Y yo me habría ido con él. Pero su enfermedad se lo impidió. De resultas de la paliza quedó paralizado de cintura para abajo, ¡él, que tanto partido le había sacado a aquella mitad del cuerpo! Un caso triste de ver. Para entonces, Ivet había acabado sus estudios y se había ido a Nueva York a perfeccionar el inglés, ampliar sus horizontes culturales y encontrar un trabajo a la altura de sus méritos. Con su inteligencia y su palmito no tardó en recibir ofertas interesantísimas. A los pocos meses de llegar ya había triunfado como modelo de lencería fina. Las principales agencias se la disputaban. A mí se me partía el corazón pensando que iba a truncar una carrera tan brillante, pero las circunstancias no me daban otra opción. Le escribí una larga carta contándole quién era su verdadero padre, cosa que hasta entonces le había ocultado, y pidiéndole que regresara a cuidarlo. Y ella, que tiene un corazón de oro, hizo las maletas y se plantó en Barcelona sin una queja, sin un reproche.

– Bravo: hija modelo y por si fuera poco, modelo de ropa interior -exclamó Ivet Pardalot con sarcasmo-, ¡admirable fábula! Lástima que no contenga una sílaba de verdad. Escuchen. Estando yo en Amherst, Massachusetts, cayó en mis manos un horrible catálogo de venta por correo. Alguien lo había dejado tirado en un banco del parque. En un anuncio descolorido de culottes de felpa para la tercera edad reconocí a Ivet. Intrigada, hice mis averiguaciones. En Nueva York, Ivet había probado fortuna en el mundo de la publicidad. En vano: una cosa es ser mona en Llavaneras y otra salir en la portada de Vanity Fair. Por una que lo consigue, diez mil fracasan. Quizá cien mil. El caso de Ivet era uno más, un simple dato estadístico. Desengañada, sin carácter y sin recursos, había caído en malas compañías: drogas, bulimia, prostitución encubierta. Debería haberla compadecido, pero la noticia me hizo bastante gracia. En el colegio yo había soñado con ser modelo, mi vulgaridad me había librado de morder el anzuelo, y ahora, por fea, estaba en Amherst, Massachusetts, haciendo un doctorado en Business Administration. En cambio Ivet, por guapa, se hundía en el lodo. ¿Debía sentir pena por ella? Quia. Yo no había buscado la venganza, pero si la fatalidad me la traía a domicilio, ¿por qué me había de resistir? ¿Obré mal? ¿Debería haber corrido en ayuda de mi pobre condiscípula? ¿A santo de qué? No le debía nada ni tenía ganas de cargar con una yonqui. Me limité a observar a distancia su patético peregrinaje. Un día me dijeron que había regresado a Barcelona. Al cabo de un año, obtenido el título, yo también regresé para incorporarme como directiva en la empresa de mi padre. Como la cigarra y la hormiga.

– Quizá no hacía falta ser tan explícita en algunos detalles, cielo -dijo el abogado señor Miscosillas-. Has dejado a la pobre Ivet hecha una piltrafa.

Era cierto: conforme avanzaba su breve biografía, Ivet había ido abatiendo la cabeza hasta apoyar la frente en las rodillas. Sincopados sollozos sacudían su organismo y su silla. Al hacerse el silencio, levantó la cara y desde aquella postura algo forzada nos miró con ojos opacos.

– Soy una piltrafa, ésta es la verdad -dijo con voz ronca. Se enderezó, se restañó las lágrimas con el dorso de la mano y siguió diciendo-: El llamamiento de mi madre me brindó la oportunidad de dejar todo aquello y volver a Barcelona sin hacer patente a los ojos del mundo el fracaso de mis ambiciones. Volví dispuesta a regenerarme y empezar una nueva vida, pero no me pude desenganchar. Lo conseguía y recaía. Ahora estoy en fase de recaída. Cuando algo me angustia, me entra un mono de no te menees. Por este motivo no he encontrado un trabajo estable ni he podido hacerme cargo de mi padre, a quien hubimos de internar en una residencia para inválidos. Elegimos una en el extrarradio porque allí, lejos del escenario de sus truhanerías, estaba a salvo de las posibles represalias de Pardalot. Además, en el extrarradio las residencias son más baratas. Aun así, costaba un buen dinero, que Reinona debía aportar mes tras mes, sin contar con el que yo le pedía sin cesar para mi sustento y mis vicios. Mi presencia en Barcelona, lejos de aliviar su situación, la había agravado hasta extremos insostenibles.

– No digas eso, Ivet -dijo Reinona-. Sólo el hecho de tenerte aquí es un motivo continuo de alegría para mí y para tu pobre padre. En cuanto al dinero, me he ido arreglando. Al principio sin demasiadas dificultades. Luego las cosas se complicaron. Ni siquiera un pánfilo como mi marido habría dejado de advertir unos gastos injustificados tan cuantiosos como los que me obligaban a hacer un ex amante inválido y una hija colgada. Tuve que ingeniármelas para obtener dinero adicional por otros medios. Un día se me ocurrió vender una de mis joyas. Confiaba en que su desaparición pasara inadvertida, pero no fue así. La joya estaba asegurada, el robo fue denunciado, hubo una investigación y las sospechas recayeron sobre la pobre cocinera, cuya honradez acrisolada acabó brillando. Luego, para evitar la repetición de este desagradable incidente…

– Falsificó usted sus propias joyas -dije yo, ella movió la cabeza afirmativamente y yo continué, dirigiéndome a los demás-: Cada vez que la señora Reinona debía hacer frente a un gasto elevado o a un imprevisto, acudía a un orfebre poco escrupuloso y éste le hacía una copia de la joya que la señora Reinona se proponía vender. Es posible que el propio falsificador le comprara la pieza auténtica. En estos momentos la caja fuerte de la señora Reinona contiene una notable colección de chatarra, una de las cuales, concretamente un anillo de brillantes, me confió para que yo se lo guardara. Seguramente temía nuevas investigaciones a raíz del asesinato de Pardalot y no quería que alguien descubriese entre sus tesoros dos anillos idénticos, uno bueno y el otro de pega. Alguien debió advertir la maniobra, porque aquella misma noche vino la policía a detenerme por haber robado el anillo. En aquella ocasión me libré por los pelos, pero no así a la siguiente. Había devuelto el anillo a su dueña y se me llevaron preso. Y aún lo estaría si el abogado señor Miscosillas no hubiera ejercido sus buenos oficios. No movido por el altruismo sino porque Ivet Pardalot se lo pidió. Quería granjearse mi confianza por cualquier medio y tal vez utilizarme para concluir la ejecución de sus aviesos planes. Qué planes eran ésos y por qué les aplico el calificativo de aviesos lo sabrán ustedes si alguno de ustedes acude a la puerta a ver quién llama, porque a todas luces alguien más pretende sumarse a nuestro conciliábulo.