Todos los presentes menos él nos esforzamos por contener la risa cuando el abogado señor Miscosillas hubo de levantarse nuevamente del sofá para ir a abrir la puerta. Aproveché el intervalo para acercarme a Reinona, cuyo asiento era contiguo al mío, y preguntarle al oído si disponía de una llave de la puerta de entrada (del chalet; de aquel chalet) y, en caso contrario, cómo había entrado sin que nadie se la abriera o bien por dónde había entrado, a lo que ella, haciendo presión con su mano sobre mi rodilla respondió en un susurro:
– Todavía conservo una llave de la cocina. Agustín Taberner, alias el Gaucho, y yo nos veíamos de tapadillo en este chalet. No se lo digas a nadie, y menos a mi marido, que en este mismo instante hace su entrada en el salón.
Así era, efectivamente. Arderiu, el marido de Reinona, tras repartir sonrisas a derecha e izquierda abrió el paraguas y dijo:
– Buenas noches a todos. He venido a ver qué hacía Reinona. Reinona es mi mujer. Yo soy Arderiu, el marido de Reinona, la cual, esta misma noche, después de cenar en casa y en mi compañía, como tenemos por costumbre hacer cuando no hacemos otra cosa, se ha dirigido a mí y me ha anunciado, con absoluta naturalidad y sin rodeos, que se iba con una amiga o varias amigas, he olvidado el detalle, a un concierto de Renato Carosone. A mí me pareció bien y así se lo di a entender sin rodeos: nunca he puesto pisapapeles a las aficiones de mi mujer. Luego, sin embargo, me quedé pensando y caí en la cuenta de que hacía unos cuantos años que Renato Carosone no actuaba en Barcelona. Cuarenta años o así. El detalle no me habría escamado si desde hace unos días no hubiera advertido en Reinona un estado de gran excitación. Excitación nerviosa, quiero decir. Se pasaba las horas sentada en un sillón, hosca, callada, a veces con arrugas en la frente, a veces con lágrimas en las mejillas, a veces incluso con lágrimas en la frente a causa de las contorsiones. En fin, un caso claro de paroxismo. Pensé, pues, si lo del concierto no sería una excusa y en realidad no estaría tramando algo funesto, como una fiesta sorpresa para mi cumpleaños o Dios sabe qué. Bien, me gusta hablar sin rodeos, así que decidí preguntar al servicio doméstico sin rodeos adonde había ido mi mujer. El servicio doméstico siempre sabe estas cosas. Bien, Raimundita me dijo que su novio le había contado aquella misma tarde no sé qué del secuestro de un paralítico y de un chalet en Castelldefels. Bien, al concluir ella este sucinto relato, até cabos. Bien, bien, bien. Por si ustedes no lo saben, Reinona tuvo un romance hace muchos años con un ex socio del difunto Pardalot. Luego él se quedó paralítico de las piernas y condenado al paroxismo. Y atando estos cabos con otros cabos deduje que aquel paralítico y el paralítico secuestrado debían de ser el mismo paralítico. Y por el mismo procedimiento deductivo deduje que el chalet de Castelldefels sería este chalet. Por si ustedes no lo saben, este chalet había pertenecido al padre del difunto Pardalot y el difunto Pardalot y unos cuantos amigos lo utilizaban en sus años mozos para venir con ligues y organizar pitotes y francachelas. Yo mismo había venido algunas veces y me había encontrado aquí con el difunto Pardalot y con el señor alcalde, antes de ser señor alcalde, en pleno pitote o en plena francachela, según los días, pero siempre en estado de auténtico paroxismo. También solía venir a este chalet un tipo muy simpático, llamado Agustín Taberner, alias el Boludo, o algo por el estilo, buen bailarín. Luego supe, que Reinona había tenido un romance con este tal Agustín Taberner, o como se llamase, y que él o ella, no recuerdo el detalle, se habían quedado paralíticos. Por esto he venido.
Dicho lo cual, cerró el paraguas y me dirigió su mejor sonrisa y me dijo:
– Buenas noches. Soy Arderiu, el marido de Reinona, y su cara me resulta familiar, pero no sé si tengo el gusto de conocerle.
Le recordé nuestros encuentros anteriores, el primero en su propia casa, con motivo de la recepción para recaudar fondos con destino a la campaña electoral del señor alcalde, y el segundo en mi modesto apartamento, adonde él mismo había acudido y en donde había acabado durmiendo detrás de una cortina.
– Ah, sí, disculpe -dijo él-, tengo muy mala memoria. De tres cosas que hago recuerdo una y olvido dos, y la que recuerdo no sé a cuál de las tres corresponde. ¿Y estas dos señoritas tan gentiles? -añadió dirigiéndose a Ivet y a Ivet Pardalot al mismo tiempo-. ¡Qué guapas y qué distinguidas y qué bien se conservan! Nadie diría que son madre e hija.
– No somos madre e hija, zoquete -dijo Ivet Pardalot-. A ésta no la conoces de nada y a mí, desde que nací. Soy Ivet Pardalot, y para más inri hace poco pasamos un fin de semana juntos en un relais cháteau cerca de Saint-Paul-de-Vence.
– Ah, sí, ya me acuerdo, cómo no, cómo no -exclamó Arderiu golpeándose la frente con el puño del paraguas-, un fin de semana delicioso y verdaderamente inolvidable. ¿También dormí detrás de una cortina?
– Dejémonos de historias frívolas -propuse yo- y volvamos a lo que estábamos diciendo. ¿Quién mató al difunto Pardalot?
– Yo no, señoras y señores -se apresuró a decir Arderiu.
– ¿Cómo puede estar tan seguro? -repliqué-. Con su mala memoria podría haberlo matado y haber olvidado luego el incidente.
– Oh, esto es absurdo -dijo Arderiu dirigiéndose a toda la concurrencia y muy en especial a su paraguas-. El difunto Pardalot y yo éramos amigos. Es más, últimamente habíamos trabajado juntos en la financiación ilegal de la campaña del señor alcalde.
– Uf, éstas no son cosas que yo deba oír -masculló el señor alcalde.
– No omitamos sin embargo el hecho -añadí yo- de que el difunto Pardalot también mantenía una estrecha relación de amistad con su esposa, señor Arderiu, como usted mismo tuvo a bien decirme cuando honró con su visita mi casa y mi cortina. Y aunque reitera usted el talante liberal de sus relaciones matrimoniales y manifiesta absoluto desinterés por las actividades de su esposa, lo cierto es que cada vez que ella da un paso, a los cinco minutos aparece usted, especialmente si ella no le ha dicho adonde iba o ha intentado colarle una bola. Y no es menos cierto que sin ella habérselo revelado, según ella misma me ha dicho, conoce usted muchos detalles del pasado de su esposa. E incluso es posible que sepa también quién es esta señorita a la que usted finge no conocer ni de vista ni de nombre.
– ¿A Ivet? -dijo Arderiu-. Es cierto, no la conozco, jamás la había visto y nunca había oído su nombre hasta que yo mismo lo he pronunciado.
– No quisiera parecer descortés, señor Arderiu -dije yo-, seguramente es usted tan tonto como dice ser. Pero tal vez no sea tan inocente. Por ejemplo, usted lleva tiempo enterado de los tejemanejes de la señora Reinona con las joyas. Es más, fue usted quien denunció la desaparición del anillo de brillantes la noche de la recepción en su casa y quien puso a la policía sobre mi pista, no una, sino dos veces.
– Es verdad -admitió Arderiu-, me enteré hace años de la venta subrepticia de las joyas de Reinona por parte de Reinona. Como las joyas se las había regalado yo pagándolas de mi bolsillo, las recordaba bien. Un día vino a verme un joyero al vestuario del Club de Polo y me ofreció un collar que, según dijo, una persona le había vendido en el más estricto anonimato. Al punto reconocí el collar y lo compré con la intención de reintegrarlo al joyero de Reinona antes de que ella advirtiera su desaparición, pues poco tiempo atrás habían desaparecido de aquel mismo joyero unos pendientes y el asunto le había producido una gran turbación, sobre todo cuando las sospechas recayeron sobre la cocinera, buena mujer y excelente cocinera. Bien, fui, pues, a reponer el collar en el joyero y con gran sorpresa advertí que el collar todavía estaba allí, además de estar, como digo, en mis manos. Extrañado de que hubiera en Barcelona dos collares idénticos y que los dos fueran de mi propiedad, mostré a otro joyero los dos collares y así supe que uno era bueno y el otro facsímil. Como no entendía lo sucedido, no dije nada a nadie, y menos a Reinona. Coloqué el collar auténtico en su lugar y guardé el falso en mi propia caja de seguridad. Al cabo de un tiempo se repitió el hecho con otra joya, esta vez un pendentif modernista de mi abuela, más feo que la tiña. Lo volví a comprar sin rodeos. A estas alturas llevo comprado todo el joyero de Reinona.
– Pero nunca, en todos estos años, me dijiste nada -dijo Reinona.
– No quería causarte una contrariedad que pudiera llevarte al paroxismo -respondió Arderiu-. Para mí lo único importante es que nada turbara tu bienestar psicosomático y que pudieras salir a la calle sin oprobio y sin bisutería.