Выбрать главу

Al oír esta noble declaración de su estólido marido, Reinona no pudo evitar un verdadero y enternecido torrente de lágrimas.

– ¿Y todo esto por amor? -preguntó.

– No lo sé -respondió Arderiu-. Cuando analizo mis motivaciones suelo incurrir en inexactitudes. Una vez, siendo muy joven, tuve un sueño extraño. Sólo recuerdo que sucedía en Torralba de Calatrava, provincia de Ciudad Real. Fui a consultar al traumatólogo y no me supo dar razón. Desde entonces me rijo por algunas normas sencillas de mi propia cosecha. Por ejemplo, que si no podemos hacer felices a las personas que el destino ha confiado a nuestra discrecionalidad, al menos hemos de evitar que las asesinen.

Exasperada golpeó Ivet Pardalot con el puño el aparador de madera de pino y exclamó:

– Basta ya de inmundicias románticas. Si por desgracia leyera una escena similar en una novela barata, de inmediato la arrojaría a la basura tras haber escupido en el nombre del autor. Guárdense para la intimidad sus roñosos sentimientos y centren sus relatos y declaraciones en el asesinato de Pardalot y sus circunstancias. Al primero que dé rienda suelta a sus emociones le tiro un tiro.

– Bien -dijo Arderiu-, yo creía que todo guardaba una estrecha relación con lo demás. Lo siento. Los hechos sucedieron del modo siguiente. Yo sabía que mi mujer y Pardalot se veían a escondidas. Esto, unido a la venta continuada de las joyas, me puso la mosca en la boca. No me interpreten maclass="underline" yo no me opongo a que mi mujer se realice humanamente como ser humano, mientras las fotos no aparezcan en Interviú. Pero en esta ocasión intuí un problema, por no usar una palabra más fuerte: tesitura. De modo que decidí hacer averiguaciones por medio de una agencia de información. Como no conocía ninguna, pedí asesoramiento al señor alcalde y él me remitió a un consulting de probada eficacia al cual él mismo confiaba en períodos electorales sondeos de intención. También compraba allí programas pirata de ordenador. Me dirigí sin rodeos a esta empresa, me atendieron muy bien y por tratarse de mí encomendaron el expediente a un joven meritorio con un parecido extraordinario a este muchacho de la Beretta y las muletas.

– ¿Santi trabaja para ti? -preguntó Reinona.

– Si es el mismo y se llama Santi, sí -admitió Arderiu-. Bien, como parte de mi plan, Santi entró a trabajar en las oficinas de El Caco Español como guardia nocturno para poder vigilar de cerca a Pardalot. De este modo vine a saber que Reinona estaba en triple peligro; primero, porque todas las mujeres están en peligro, habiendo como hay tanta violencia contra las mujeres; segundo, por motivos específicos de la propia Reinona; y tercero, porque esto mismo ya lo he dicho hace muchísimas páginas.

– ¿A qué peligros se refería Santi? -preguntó Ivet.

– No lo sé -dijo Arderiu-. Si no recuerdo mal, él hablaba de indicios. Había visto entrar a Reinona en las oficinas, la había seguido por los pasillos, había escuchado detrás de las puertas y había percibido claramente palabras subidas de tono, expresiones francamente antitéticas y gritos.

– ¿Gritos? -preguntó el señor alcalde-, ¿qué clase de gritos?

– De los que se hacen con la boca -respondió Arderiu-. Ah, ah, oh, oh, sigue, sigue, etcétera.

– Está bien, cambiemos de tema -propuse viendo enrojecer a Reinona-. Hace unas noches recibió usted en casa la visita del abogado señor Miscosillas, el cual, en el transcurso de la entrevista mantenida a solas por ustedes dos, le habló de la necesidad de localizar a Agustín Taberner, alias el Gaucho, a la mayor brevedad. Esta conversación fue escuchada por Raimundita, referida por ésta a su novio, un chófer negro llamado Magnolio, y por éste a mí, no sin antes haberle revelado Magnolio al abogado señor Miscosillas el paradero de Agustín Taberner, alias el Gaucho, a cambio de una retribución en metálico.

– Dispense -dijo Arderiu-, no le he seguido hasta el final, pero es cierto lo de la visita del abogado señor Miscosillas y el paradero de Agustín Taberner, alias el Gaucho. Yo no sabía de su existencia, pero el abogado señor Miscosillas creía lo contrario por razones propias de él o de su profesión.

– Pensé que Reinona le habría contado algo -intervino el abogado señor Miscosillas- o que se lo habría contado Pardalot, o el mismo Santi. Santi también trabaja para mí. Yo tenía interés en vigilar de cerca a Pardalot y por indicación del señor alcalde acudí a la agencia de información donde estaba empleado Santi. Al exponerles mi caso me dijeron que precisamente habían colocado a uno de sus mejores hombres en las oficinas de El Caco Español por cuenta del señor Arderiu y que gracias a esta feliz coincidencia, mediante una tarifa suplementaria, podían suministrarme información sobre Pardalot y sobre Arderiu. Arderiu no me interesaba particularmente, siendo como es tonto de baba, pero acepté la proposición.

– ¿Para qué quería tener vigilado a Pardalot? -le pregunté-. Pardalot y usted eran socios, él tenía en usted la máxima confianza, de fijo le habría dicho sin ambages lo que usted le hubiera preguntado. ¿O no?

Vaciló unos instantes el abogado señor Miscosillas y finalmente dijo:

– Lo siento, no estoy autorizado a responder a esta pregunta.

9

Quien no ha tenido como yo el privilegio de pasar buena parte de su vida en un manicomio tal vez ignore esta gran verdad: que todos los allí encerrados perciben claramente la locura de los demás, pero ninguno la propia. Teniendo esto en cuenta y aprovechando el silencio fatigado que siguió a la negativa del abogado señor Miscosillas a revelar el fundamento racional de sus actos (de espionaje), repasé los sucesos que habían precedido y seguido al crimen y la intervención de cada personaje en ellos, y una vez aclaradas por este método mis ideas, decidí poner las deducciones en conocimiento de los demás para que finalmente resplandeciera la verdad y nos pudiéramos ir a casa.

Antes de hablar, con todo, pasé revista a la situación presente (entonces) y a las posibles consecuencias de mis palabras, pues no es lo mismo revelar la verdad a quien puede sentirse molesto por ella que revelársela a quien además tiene una pistola. Por el momento sólo había dos pistolas a la vista, a saber, la Beretta 89 de Santi y el viejo revólver Remington calibre 44 de Ivet Pardalot, pero yo calculaba que allí mismo, entre las cuatro paredes del salón, debía de haber por lo menos otras dos. En vista de lo cual y para tranquilizar los ánimos, empecé diciendo lo agradable que me resultaba la compañía de todos los presentes y agradeciéndoles de antemano su paciencia y su ecuanimidad. Nada de cuanto yo dijera, dije, debía causarles desazón, pues aunque al final de mi alocución alguien pudiera encontrarse con una irrefutable acusación de asesinato sobre sus espaldas, mis razonamientos y conclusiones tenían una finalidad puramente aclaratoria, didáctica y en último término festiva y en modo alguno se proponían enturbiar la atmósfera distendida y cordial que allí reinaba. Asimismo, añadí, aquella noche, poco antes de desplazarme a Castelldefels, donde a la sazón nos encontrábamos, había dejado escritas aquellas mismas conclusiones en manos seguras con instrucción de entregárselas a la policía y a la prensa en caso de accidente. Y dicho esto, pasé a trazar un esbozo de la situación general, ordenando los acontecimientos según su aparición en la cronología y poniendo en su lugar cada persona y cosa, con lo que el relato siguió más o menos el siguiente derrotero:

Varias empresas sucesivas, en realidad la misma empresa, habían sido fundadas a partir de la década de los setenta (en España) por tres socios: Manuel Pardalot, hoy difunto; el señor alcalde, hoy alcalde; y Agustín Taberner, alias el Gaucho. Desde el principio el señor alcalde había estado representado por el abogado señor Miscosillas. Las empresas habían realizado algunas operaciones (quizá todas) de dudosa legalidad, de la que quedaba algún rastro documental, no del todo inofensivo desde el punto de vista legal, y sumamente nocivo desde el punto de vista político, en especial para el señor alcalde.

Como donde las dan las toman, la empresa o empresas, a su vez, habían sido objeto de fraude por parte de uno de sus socios, Agustín Taberner, alias el Gaucho. No contento con esto, Agustín Taberner, alias el Gaucho, se había enredado con la novia de Pardalot, Reinona, a espaldas de éste. El enredo había resultado en embarazo (por no tomar precauciones) y Reinona se había ido a Londres a abortar. Finalmente no había abortado, se había quedado a vivir en Londres y había dado a luz a una niña llamada Ivet. Despechado, pero todavía ignorante de la doble deslealtad de su socio, Pardalot se había casado con otra y engendrado una niña a la que también había puesto por nombre Ivet. Las dos niñas salieron a sus padres: la hija de Reinona y Agustín Taberner, alias el Gaucho, guapa y atolondrada; la otra, inteligente, trabajadora, ambiciosa y un poco bicho.

Pasaron los años. Reinona regresó a Barcelona, metió a Ivet en un internado y, para asegurar la manutención de su hija y la propia, contrajo matrimonio con Arderiu, a quien ocultó la existencia de la niña y a quien dijo ser estéril para ahorrarse nuevas complicaciones. Habiendo elegido Reinona para su hija el internado de más empaque de la ciudad, no era raro que allí fuera también a parar la hija de Pardalot. El matrimonio de éste había resultado en fiasco y para evitarle escenas a la niña o para quitársela de en medio, la metieron interna. Las dos niñas, casi coetáneas y sin saber lo que de común había en sus respectivos antecedentes, entablaron una estrecha amistad que las diferentes circunstancias de cada una pronto habían de truncar. Al salir del internado, sin previo acuerdo ni conocimiento mutuo, las dos se fueron a los Estados Unidos de América, la una a Nueva York, la otra, a una universidad de nombre impronunciable. Como ya sabemos, a una le fue bien y a la otra, mal. También a este lado del océano para Agustín Taberner, alias el Gaucho, pintaban bastos. Había contraído una enfermedad degenerativa irreversible y su desfalco había sido descubierto. Por razones fáciles de comprender, sus socios se abstuvieron de litigar ante la justicia ordinaria: lo expulsaron de la empresa y le rompieron las piernas. Reinona lo recogió. Con el producto de la venta de una de sus joyas alquiló un piso de la calle Bailén y lo instaló a él en él. Luego hizo venir a Ivet de América para que lo cuidara. A él. Pero Ivet no estaba en condiciones de cuidar, sino de ser cuidada. Las cosas iban manga por hombro en casa del Gaucho.