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– Horacio -dijo el señor alcalde-, me parece que entre todos nos han levantado la camisa. En fin, hágase como dice Ivet Pardalot y entreguemos al culpable a la justicia. Pero exijo que el arresto se lleve a cabo en mi circunscripción.

– El arresto -dijo una voz siniestra- no se hará en ninguna parte.

Nos volvimos al unísono hacia la puerta del salón, de donde procedía la voz, y vimos allí a Agustín Taberner, alias el Gaucho, firme sobre sus dos piernas, como yo había diagnosticado, y con una metralleta de marca desconocida en las manos, lo que no entraba en el diagnóstico ni en las previsiones de nadie.

Dando una vez más ejemplo de intrepidez, el señor alcalde se adelantó al resto diciendo:

– ¡Hombre, Agustín, me alegro de verte tan mejorado de tu dolencia!

Se levantó del sofá y fue hacia el recién llegado con los brazos abiertos, como si se dispusiera a estrecharlo en un abrazo fraternal, pero la actitud del Gaucho y un leve movimiento de la metralleta le hicieron reconsiderar su efusivo arranque. Aun así, siguió diciendo en tono de alegre camaradería:

– Pasa y siéntate, hombre, estás entre amigos. Y no hagas caso de lo que acabas de oír. Era un debate escolástico. Romanos contra cartagineses, como en el cole. Por lo demás, todo este asunto del asesinato a mí, en mi condición de alcalde, ni me va ni me viene. Ich bin ein Berliner. Si acaso, entiéndete con este pájaro, que lleva rato tratando de crearte mala fama.

– Vuelve al sofá, quédate quieto y no abras la boca -le respondió el Gaucho. Luego, señalándome a mí con el breve cañón de la metralleta por si no tenía bastante con las dos pistolas, y torciendo la comisura de los labios en un gesto antipático, agregó-: En cuanto a ti, sabandija, tú te lo has buscado. Sin tu entrometimiento nadie habría descubierto mi secreto. Debería haberte eliminado antes. Pero saliste indemne de la bomba que puse en la peluquería y ya no me quedó dinero para más. Por las nubes se ha puesto el amonal de un tiempo a esta parte. Da lo mismo, lo que no pude hacer entonces, lo haré ahora. Sin embargo, matarte a ti no será suficiente. Te has ido de la mu y ahora todo el mundo sabe que yo maté a Pardalot. Por charlatán me obligas a cargarme a todos los aquí presentes, incluida mi propia parentela. Gracias a Dios tengo una metralleta y liquidaré el asunto en un decir jesús. Sin duda os preguntaréis de dónde he sacado la metralleta. Y el vocabulario. No tiene complicación. Como no soy inválido, amañé la silla de ruedas y escondí la metralleta y las cananas donde los demás llevan la bacinica. Todo lo fabriqué yo mismo, con mis propias manos: esta arma mortífera y las balas, de una en una, con lo único que me ha sobrado todos estos años: tiempo y paciencia. A solas en la residencia, mientras los enfermos de verdad se pegaban la gran vida, yo planeaba mi venganza y fabricaba el instrumental para llevarla a cabo. Primero os arruiné y ahora voy a mataros, como maté a Pardalot.

– Agustín -le recriminó Reinona-, después de lo que la nena y yo hemos hecho por ti, no serás capaz…

– Ya lo creo -replicó el Gaucho-. Soy capaz de eso y de más. Te mataré como a los demás, porque estoy harto de ti y porque ya no me sirves de nada. Ivet me dijo que no te quedaban joyas por vender.

– No es verdad -dijo Reinona-, mi marido las ha ido reponiendo. Si tú quieres, y él da su permiso, podemos empezar de nuevo.

– Déjalo, mamá -dijo Ivet-, ha perdido el oremus. En la residencia ha debido de contraer un virus hospitalario.

– Santi -dijo el abogado señor Miscosillas-, haga algo, que para eso cobra tres sueldos.

– No, señor -repuso Santi-, cuatro. El señor Agustín Taberner, alias el Gaucho, también me pasa una pasta.

– Pues te ha engatusado igual que a los otros -le dije-, porque fue él quien disparó contra ti desde el terrado de la casa de enfrente de mi apartamento. Sin duda quería deshacerse de un cómplice molesto que ya no le servía para sus diabólicos planes.

– Es verdad -rió el Gaucho con odiosas y execrables carcajadas-. Me he servido de todo el mundo. Todo lo he puesto al servicio de mi villanía. Soy más malo que la leche. Y ahora, basta ya. Falta poco para que amanezca y aún he de matar a mucha gente.

Y diciendo esto, enfiló hacia mí la metralleta y apretó el gatillo.

10

Como recordarán ustedes, al final del capítulo anterior estaba yo a punto de recibir una ráfaga de plomo, y sin duda se estarán preguntando, al inicio de éste, cuál era mi estado de ánimo en tan delicado trance, cuáles mis reflexiones y cuál el balance postrimero de mi azarosa existencia. A lo que responderé diciendo que, habiéndome encontrado anteriormente en circunstancias similares (por mi mala cabeza), tengo comprobado no ser dichas circunstancias las más propicias para pensar sandeces ni para andarse por las ramas. Claro está que en todos los casos aludidos, por lo que a mí concierne, el resultado final nunca fue el previsible (diñarla), quedando así el espíritu dividido entre el susto y la filosofía. Aclaro este punto para no parecer escéptico en la materia, pues todos sabemos hasta qué punto un instante se puede dividir en otros instantes más pequeños, en cada uno de los cuales caben mil ideas, recuerdos y emociones. Lo único que puedo asegurar es que en ninguna ocasión, ni siquiera en los más críticos bretes, he visto, conforme suele contarse, pasar ante mí mi vida entera como si fuera una película, lo que siempre es un alivio, porque bastante malo es de por sí morirse para encima morirse viendo cine español. Y esperando no haber defraudado a nadie con esta digresión, vuelvo al verídico relato de los acontecimientos en el punto exacto en que lo había dejado.

Habiendo apretado, pues, como queda dicho, el protervo Gaucho el gatillo de su metralleta, emitió ésta una ráfaga de proyectiles, muchos de los cuales me habrían alcanzado de lleno y con funestas consecuencias, si en aquel preciso momento no hubiera resonado en el chalet un desaforado grito y gran ruido de madera y platos rotos y una figura enorme no se hubiera arrojado sobre el Gaucho, alterando la trayectoria de los disparos y, por ende, la de mi destino.

Sin detenerme a verificar la causa de la inesperada salvación, me eché al suelo. Fue un acierto, porque simultáneamente hizo fuego Santi con la Beretta. Si obró así con intención de cooperar a mi exterminio (y sacarse una propina) o de llevarse por delante a Agustín Taberner, alias el Gaucho, en cuyos planes entraba, según él mismo acababa de manifestar, la muerte del propio Santi, nunca lo sabremos, porque Reinona, advirtiendo las intenciones de Santi y el peligro que corría Agustín Taberner, alias el Gaucho, y empeñada en ponerse siempre (como una burra) de parte de aquel mal hombre, disparó su Walter contra Santi. También cabe dentro de lo posible que después de tantos años de obcecación, Reinona hubiese comprendido lo desatinado de su actitud y, movida por un súbito rencor o un comprensible deseo de justicia, hubiese querido matar realmente a Agustín Taberner, alias el Gaucho, y no a Santi, contra quien no tenía nada. Sea como sea, su disparo salió muy desviado, pues antes de haberlo efectuado, Ivet Pardalot disparó el Remington, bien contra el Gaucho, bien contra Santi, bien contra mí, pero con tan mala puntería que le dio a Reinona (a quien tal vez, en realidad, apuntaba), con lo cual el disparo de ésta alcanzó al abogado señor Miscosillas, que se derrumbó primero sobre el señor alcalde y luego, habiéndoselo éste quitado de encima de un puntapié, sobre mí cuando intentaba incorporarme y salir reptando de aquel maldito salón devenido campo de Agramante y rosario de la aurora.

Aplastado bajo el peso del letrado, aún alcancé a ver cómo Arderiu se precipitaba sobre el cuerpo exangüe de Reinona, apreciaba (a ojo) la gravedad de su condición y, tras haber recogido del suelo la Walter que aquélla había dejado caer, haber escudriñado el cañón y apretado el gatillo para determinar si aún había munición en el cargador y haberse volado por este procedimiento media oreja, disparó contra Ivet Pardalot con tanto tino que le dio a ésta primero y después al señor alcalde, que trataba en vano de abrir la ventana y escapar por ella. Al mismo tiempo disparó Santi sobre Arderiu y tableteó de nuevo la metralleta del Gaucho. Respondió Arderiu al ataque y durante un rato hubo fuego a discreción. Luego cesaron las detonaciones y el chalet quedó sumido en un silencio ominoso.

La precipitación, mal pulso y peor suerte de los contendientes también había causado daños en el mobiliario. El aparador estaba inservible, igual que la tapicería del sofá. Las cuatro paredes presentaban incontables impactos, pero esto era menos grave, porque el chalet entero llevaba años pidiendo a gritos una mano de pintura. La lámpara del techo estaba intacta, pero el interruptor había sido pulverizado y no había luz. El aire de respirar era una nube de pólvora acre y espesa. Intenté incorporarme y no pude; traté de deshacerme del abogado señor Miscosillas y no lo conseguí. El pobre hombre, en sus últimos estertores, había entrelazado sus piernas con las mías y mis brazos con los suyos y, más extraño aún, había abrochado varios botones de su americana en los ojales de la mía. Era un letrado corpulento: no me dejaba mover y me asfixiaba. Con toda la voz que me prestaron los pulmones grité bajito:

– ¿Queda alguien vivo?

– Yo -respondió otra voz quedamente a mi lado. Y de inmediato agregó-: Pero a medias.