– Magnolio -exclamé reconociendo su voz-, ¿cómo demonios ha venido a parar aquí? Yo le hacía de vuelta en Barcelona hace varias horas.
– No, señor -balbució-, hice como que me iba, pero no me fui. Quería asegurarme de que no le ocurría nada malo a usted. Todo este tiempo he estado en el jardín, debajo de la ventana, escuchando a través de la persiana de lamas orientables. Estas persianas de lamas orientables nunca acaban de ajustar bien. Cuando oí al señor Gaucho exponer sus planes, me percaté del serio riesgo que corría usted y decidí pasar a la acción. Entré derribando la puerta trasera, la de la cocina. De dicha puerta la madera está carcomida y las bisagras, también de dicha puerta, oxidadas, por lo que cedió a la primera embestida. Suerte de eso, porque si llego a tardar medio segundo más, usted no lo cuenta.
Se detuvo a tomar aliento, exhaló un quejido y añadió:
– Claro que ahora el que no lo cuenta soy yo.
– ¿Está herido? -le pregunté.
– Herido es un término optimista -repuso Magnolio-. Estoy a punto de cantar el gorigori en mi lengua vernácula.
– No diga tonterías -repliqué-, en cuanto consiga zafarme del abogado señor Miscosillas y salir de aquí, llamaré a una ambulancia, le darán dos puntadas y pasado mañana estará como nuevo.
– No -repuso Magnolio-, déjelo. No soy de ninguna mutua y además ya es tarde. Nunca debí salir del poblado. Quise labrarme un porvenir y ya ve adonde he llegado: a desangrarme en un chalet a dos mil kilómetros de casa.
– ¿Por qué lo ha hecho? -le pregunté-. Quiero decir que por qué ha arriesgado su vida para salvar la mía.
– Era preciso -susurró Magnolio con cansancio-. Usted mismo lo verá. No me dé las gracias. Sólo dígale a Raimundita que lo nuestro iba en serio. Hay mucho frescales suelto por estos mundos de Dios. Yo soy uno de ellos. Pero no con Raimundita. Dígaselo tal cual.
Tras este emotivo encargo ya no volvió a decir nada más, ni siquiera en respuesta a mis insistentes exhortaciones. Al final hube de rendirme a la evidencia. Estaba solo e inmovilizado por el peso de un abogado muerto en el salón de un chalet abandonado. No podía esperar que nadie acudiera a mi rescate hasta que no diera comienzo la temporada de baños y el olor proveniente del chalet llamara la atención de algún viandante. Claro que para entonces yo ya habría muerto de inanición y sumado mi propia peste a la de los circunstantes. La perspectiva no era halagüeña, pero la noche había sido la más agitada de una serie de noches agitadas, de modo que cerré los ojos y al instante me quedé dormido.
Desperté al sentir que me tocaban y oí una voz profunda a mi lado decir:
– Aquí hay otro que aún respira.
Alguien acercó una tea. El resplandor me permitió ver dos caras negras como la pez que se inclinaban sobre mí e intercambiaban entre sí miradas interrogativas. En una de aquellas caras reconocí la del señor Mandanga, el encargado del Mesón Mandanga. Él también me identificó y dijo:
– ¿Se puede saber a qué diablos han estado jugando? Esto es una escabechina.
– ¿Están todos muertos? -le pregunté.
– No. Usted sigue vivo y, según parece, ileso -respondió el señor Mandanga-. El señor alcalde también ha salvado el pellejo. La bala le entró por el culo y le salió por la boca. Por lo visto lo pillaron en escorzo. Pero no parece tener afectados los órganos vitales. Los demás han pasado a mejor vida, aunque a decir verdad ninguno de ellos podía quejarse de cómo le iba en ésta, salvo el pobre Magnolio.
Mientras hablaba advertí que no sólo el salón estaba lleno de negros, sino que otros negros entraban y salían del salón y se desperdigaban por el chalet. Algunos de ellos se alumbraban con teas. Otros empuñaban machetes, azadones y bieldos. Retumbaban pasos en el piso superior. Como si pudiera leerme el pensamiento, el señor Mandanga me aclaró lo sucedido.
Viendo o habiendo visto los contertulios del Mesón Mandanga que pasaban las horas y Magnolio no volvía, y teniendo por principio inquebrantable el socorrerse los unos a los otros en la necesidad, habían decidido salir en busca y, si procedía, en ayuda de su compañero, para lo cual se habían provisto de los aperos de labranza que ahora blandían. Aunque Magnolio al salir del bar no había dejado dicho adonde iba, el señor Mandanga o su esposa recordaban haber mencionado aquél en el curso de su conversación conmigo el nombre de Castelldefels, población limítrofe, aunque no explorada hasta el momento por ninguno de ellos, de modo que hacia allí se dirigieron en el camión de reparto de hortalizas de uno de los presentes, el cual, en su condición de transportista, conocía el camino a Mercabarna como la palma de la mano, que era blanca, como lo es siempre la palma de la mano de los negros, incluso de los más endrinos, sin que nadie hasta el día de hoy haya sabido darme razón de esta rareza, pues desde tiempos inmemoriales (diez millones de años o más) han tenido los negros expuesta al sol esta parte de su cuerpo y no otras, que probablemente llevaban pudorosamente ocultas, sin por ello dejar éstas de ser negras y bien negras. En aquella ocasión, sin embargo, no se puso sobre el tapete este interesante enigma, ya que otros asuntos más apremiantes requerían nuestra atención, siendo el primero de ellos permitir al señor Mandanga finalizar su relato, cosa que hizo diciendo que, llegados a Castelldefels, habían bajado todos del camión y alumbrándose con teas y enarbolando sus herramientas se habían puesto a peinar la zona calle por calle y casa por casa.
– Por suerte -comentó el señor Mandanga con agudeza- no nos tropezamos con nadie, que si alguien nos llega a ver, de fijo se hace encima sus cositas.
Llevaban un buen rato dedicados a la búsqueda de Magnolio y estaban por abandonarla juzgándola infructuosa, cuando oyeron a lo lejos un persistente tiroteo. Redoblaron sus esfuerzos y, guiados por el pigmeo Facundo, hombre de corta estatura pero muy fino olfato y excelente poeta, no tardaron en dar con nuestro chalet y allí con la escena ya descrita.
Concluido este relato, hice yo el mío de lo sucedido. Para entonces ya me habían quitado de encima al abogado (ahora cesante) señor Miscosillas y me había podido poner de pie y pasar revista a las tristes víctimas de su propio y ajeno desatino. Hecho esto, pregunté al señor Mandanga qué pensaba hacer, creyendo que me respondería que dar parte del macabro suceso a la policía, pero él, encogiendo los macizos hombros hasta cubrirse con ellos los mofletes, respondió:
– Usted proceda como mejor le plazca, que nosotros lo haremos conforme nuestro leal saber y entender.
Tras lo cual sacó del bolsillo una caña de un palmo y medio de longitud perforada por ambos extremos y también por la parte superior y llevándosela a los labios y obturando algunos de los orificios laterales utilizó este instrumento como si fuera una flauta y por este medio congregó a sus huestes en el salón.
– ¿Todo listo? -preguntó.
– Sí, jefe -respondió uno-. Yo me llevo un somier, un colchón, una almohada y un juego de cama.
– Y yo -dijo otro-, una vajilla completa compuesta de seis platos llanos, seis platos hondos, seis cuencos, doce copas de cristal y una panera.
– Y yo -agregó un tercero-, el lavaplatos, que me vendrá de miedo.
– Y yo la silla de ruedas -concluyó un cuarto-, para mi suegra.
El señor Mandanga anotó todo aquello en un bloc que se guardó luego en el bolsillo y dijo:
– Pues adelante con los faroles.
– Oiga, jefe -inquirió con respeto uno de los miembros de la banda- y digo yo si no podríamos quedarnos con el chalet. Al fin y al cabo, habiendo muerto su legítima propietaria sin descendencia, no tiene dueño, y a nosotros nos podría servir de centro cívico.
– O montar aquí una maternal para nuestros rorros -propuso otro.
– Nada, nada -replicó el señor Mandanga en tono concluyente-. Sería una fuente de líos y de gastos y, después de todo, ¿para qué queremos un chalet desvalijado? Cargad el camión y traed la gasolina.
Hicieron como decía el señor Mandanga y cuando el camión estuvo lleno a rebosar de muebles y trastos viejos, me invitaron a subir a la caja y buscar acomodo entre el producto de la requisa. A mi lado colocaron al señor alcalde. Mientras tanto, el señor Mandanga recorría las dos plantas del chalet regando suelo y paredes con gasolina. Acto seguido echaron las teas por puertas y ventanas, se montaron todos en el camión y éste partió a tanta velocidad como permitía su abultada carga. Al desembocar en la autovía de Castelldefels volví la vista atrás y contemplé un vivo resplandor y una espesa columna de humo elevarse sobre el contorno de los pinos y las casas. El señor Mandanga, que iba a mi lado en cuclillas, me palmeó la espalda y murmuró:
– Créame, era la mejor solución, o, en su defecto, la más sencilla.
A la hora de siempre abrí al público la peluquería, con más puntualidad que gusto, porque los sucesos de las horas precedentes me habían dejado una sensación de desasosiego y un malestar físico que no podía atribuir únicamente a las secuelas de una mala noche. Ni siquiera el sentido de la responsabilidad, el orgullo de ser un buen ciudadano y la animación y el nerviosismo que siempre sentía al iniciar cada jornada, revestir la bata blanca y disponerme a complacer a una numerosa clientela, me levantaron el ánimo como había ocurrido otras veces.
Al mediodía y tras mucho porfiar con el camarero del bar de enfrente para que me fiara un bocadillo de calamares encebollados, me fui a hojear la prensa (sin comer) al quiosco del señor Mariano. Una concisa gacetilla daba cuenta del incendio que aquella madrugada había destruido totalmente un viejo chalet deshabitado en la zona residencial de Castelldefels. Como nota curiosa, seguía diciendo la gacetilla, los bomberos habían encontrado entre las ruinas del chalet los cadáveres calcinados de seis personas, cuya identificación resultaba de todo punto imposible. Probablemente, concluía la gacetilla, se trataba de otros tantos inmigrantes ilegales de raza negra, a quienes un vecino dijo haber visto merodear por las inmediaciones del chalet poco antes del incendio, portando antorchas y armas peligrosas y dando muestras de salvajismo.